El rostro de Jesucristo, ¿se te ha aparecido alguna vez en la superficie de una patata frita, en el culo de un perro o en la pared de la cocina? Seguramente tu respuesta sea un «no» rotundo; incluso puede que pienses: «Qué tontería de pregunta». Sin embargo, si ahondamos en el tema, es probable que en algún momento de tu vida hayas sucumbido ante la creencia de un fenómeno no menos inverosímil. Muchas personas opinan que cierto número les trae suerte, aseguran que existen fantasmas o que sus sueños son premonitorios. Tampoco falta a quien se le ha revelado el rostro de la Virgen en uno de los lados de la tostada o quien ha descubierto la cara de la Madre Teresa de Calcuta en un bollo.

Rostro de Hugo Chávez en las excavaciones del metro de Caracas. Maduro no dudó en darlo a conocer a los medios
Pese a que semejantes creencias suenen a puro dislate, sorprende su frecuencia entre los mortales. Una encuesta en 2005 confirmó que tres de cada cuatro estadounidenses creían en la existencia de fenómenos paranormales y uno de cada tres indicaba que había experimentado una vivencia sobrenatural. La ubicuidad de tales experiencias ha llevado a numerosos psicólogos a preguntarse por la existencia de posibles mecanismos cerebrales subyacentes a algunas de estas convicciones tan extendidas entre los humanos.
La lista de efectos insólitos a los que se otorga credibilidad rebasa los límites de las pruebas científicas: telepatía, clarividencia, precognición del futuro, control de la materia con la propia mente, comunicación con los muertos… Ante este panorama esotérico, los psicólogos han comenzado a preguntarse por qué las personas consideran posibles los fenómenos contrarios a toda explicación lógica.
Los resultados revelan una conclusión llamativa: la creencia en lo paranormal no pertenece a un selecto grupo de individuos distintos al resto, más bien, el cerebro humano se halla «configurado» para tolerar los fenómenos anormales o sobrenaturales.
El sueño de la profecía
En los años treinta del siglo XX, la investigación científica de los fenómenos «hipotéticamente» paranormales comenzó su andadura del brazo de Joseph Banks Rhine. Este botánico de carrera asistió a una conferencia sobre espiritismo que impartía Arthur Conan Doyle. El escritor alertó a Rhine y al resto de la audiencia de la posible existencia de percepción extrasensorial. Los cuarenta años siguientes a esas palabras del escritor, Rhine los dedicó a investigar si existían personas que, dotadas de facultades psíquicas, pudieran determinar la ordenación de los naipes en un baraja mezclada.
Aunque los primeros resultados parecían esperanzadores, se mostraron de difícil reproducción. El investigador decidió abandonar la adivinación de naipes e idear experimentos de otro tipo para sondear los fenómenos paranormales. Esta pauta de trabajo ha venido repitiéndose durante los últimos ochenta años, en la que científicos como Rhine comunicaban disponer de un novedoso método experimental que por fin había proporcionado pruebas sólidas de percepción extrasensorial. No obstante, al poco comprobaban que sus éxitos iniciales no podían replicarse.
Hace algo más de treinta años, investigadores de diversas universidades de todo el mundo decepcionados al ver cómo se oscurecía cada nuevo amanecer y que los laboratorios de parapsicología se clausuraban uno tras otro, centraron su atención en un planteamiento que vestía mayor robustez: descubrir el porqué de la tendencia a creer en fenómenos paranormales.
Algunos de estos, en apariencia, efectos sobrenaturales pueden explicarse a través de los descubrimientos psicológicos de los últimos decenios. Las personas manifestamos en muchas facetas de nuestra vida conductos irracionales. Un buen ejemplo lo hallamos en la procognición onírica, es decir, la convicción de que un sueño sirve de preaviso de una realidad. Se trata de una de las formas más corrientes de creencia paranormal. Según ha revelado la investigación científica del sueño, la mayoría de las personas tiene unos cuatro sueños por noche, de unos quince minutos de duración cada uno. Existen personas que, una y otra vez, infieren una concordancia entre una de sus ensoñaciones y un acontecimiento posterior. A partir de ahí concluyen que poseen el don de la profecía.
En 1993, Scott F. Madey y sus colegas se propusieron averiguar cuán extendida se encontraba la tendencia de vincular los sueños con la realidad. Los investigadores pidieron a un grupo de estudiantes que leyeran un diario personal, escrito, presuntamente, por una mujer que se creía iluminada con sueños precognitivos. El cuaderno contenía una descripción de todos los sueños de su autora, la cual se acompañaba de una reseña de acontecimientos de su vida, que o bien sugerían que lo soñado había sido predictivo o bien lo contrario. Al solicitar a los probandos que evocasen tantos de esos sueños como les fuera posible, se constató que los voluntarios recordaban cerca del 60% de aquellos concordantes con sucesos de la vida real; en cambio, solo un 40% de los discordantes. El resultado sugiere que, por lo general, recordamos mejor los sueños que se tornan realidad que los que no.
La bibliografía de psicología abunda en ejemplos de dicho efecto, que nada tienen de paranormal. A mediados de los años noventa, Donald Redelmeier y Amos Tversky, investigaron la presunta relación entre el tiempo atmosférico y los dolores artríticos. Desde hace siglos, la sabiduría popular afirma que el malestar que produce la artritis se exacerba con ciertos cambios de temperatura, presión atmosférica y humedad. Para averiguar la certeza de tal relación pidieron a un grupo de pacientes con artritis reumatoide que evaluasen la intensidad de sus dolores dos veces al mes durante más de un año. El equipo se proveyó de información detallada sobre temperatura, presión atmosférica y humedad registradas en la localidad de cada probando durante el período de experimentación. Todos los pacientes señalaron que el mal tiempo acentuaba sus dolores. No obstante, los datos meteorológicos no avalaban tal efecto. Al parecer, los sujetos se habían fijado en días en los que los intensos dolores coincidían con circunstancias meteorológicas peculiares; en cambio, pasaban por alto las veces en que no sucedía así, por lo que llegaban a la errónea conclusión de que existía una particular relación entre el tiempo y el dolor.
A veces, creemos ver figuras con significado donde no las hay. Se trata de un efecto secundario de nuestras formas normales de pensamiento. En la rutina diaria topamos con pares de fenómenos relacionados entre sí: pisamos el acelerador y el coche acelera; vemos el cielo cargado de oscuros nubarrones y al poco empieza a llover; la comida desprende mal olor, si la consumimos, enfermamos. Nuestra existencia correría grave peligro si no indujésemos correlaciones. Esos mismos mecanismos que nos facultan para extraer con rapidez consecuencias a partir de informaciones insuficientes y dispersas pueden llevarnos a falsos positivos; incluso a despistarnos por completo.
Fantasma en la máquina
Razonamientos similares pueden explicar nuestras reacciones ante sucesos nocturnos que no esperamos. Justin Barrett propuso en 2004 una de las teorías más aceptadas sobre la creencia en fantasmas. Barrett considera que algunas de nuestras proclividades hacia lo paranormal emanan de un mecanismo neuronal, el cual ha bautizado con el nombre de dispositivo detector del agente.
El psicólogo de Oxford sostiene que en las interacciones diarias con otros individuos resulta esencial conocer los motivos de los demás. De la misma manera que caemos con frecuencia en el error al buscar estructuras reconocibles a partir de información dispersa o escasa, los procesos cerebrales responsables de la detección de los motivos subyacentes a los actos ajenos pueden llevarnos a percibir conductas antropomórficas hasta en estímulos sin ningún significado.
En un experimento ya clásico de los años cuarenta, Fritz Heider y Mary-Ann Simmel crearon una película animada, en la que un triángulo de gran tamaño, uno pequeño y un círculo entraban y salían de un rectángulo. Los sujetos que veían este corto sin sentido inventaban, de forma instantánea, rebuscadas historietas explicativas. Hubo quien aseguró que el círculo y el triángulo pequeño estaban enamorados, por lo que el gran triángulo trataba de ahuyentar al círculo; pero el triángulo pequeño dependía su mutuo amor. Al final, este y el círculo vivieron juntos y felices. El experimento ilustraba a la perfección la capacidad humana de percibir intenciones y propósitos donde no existen.
La acusada tendencia de los humanos a detectar agentes puede explicar por qué tantas personas creen en un dios, en fantasmas o en espíritus. Tal vez algunos de nosotros percibamos vínculos causales con más facilidad que otros. Si Barrett está en lo cierto, los fantasmas son el precio que pagamos por disponer de un cerebro tan notable, capaz de averiguar sin esfuerzo los motivos de que otros se comporten de una determinada manera.

Manchón de humedad en la pared
Pero a la detección del agente se suman otros fenómenos: los humanos también somos excelentes discerniendo rostros en objetos cualesquiera. En 2009 se llevó a cabo un experimento a gran escala basado en la caza de fantasmas. Una de las iniciativas del proyecto consistió en animar a todo aquel que creyese poseer la fotografía de un espíritu a que nos presentara la imagen para su análisis. Se recibieron más de 1.000 instantáneas procedentes de todo el mundo, aunque ninguna ofrecía pruebas concluyentes sobre la existencia de espíritus. Incluso, con frecuencia, nos resultaba imposible reconocer la supuesta aparición, a pesar de que los respectivos autores insisten en que el rostro fantasmal se localizaba sin problemas, oculto en la oscuridad o en un penacho de humo. Los ejemplos más banales correspondían a fotografías de algún ente u objeto misterioso. Unos aseguraban ver rostros sobrenaturales en los lugares más inusitados; otros encontraban parecidos con personajes religiosos en toda suerte de productos de repostería.
El reconocimiento de caras nos resulta crucial para nuestra supervivencia. Y según constatan tomografías, nuestro cerebro dispone de grandes áreas dedicadas a localizar e identificar muecas y ceños. A la par que nuestras vigorosas facultades para detectar regularidades, la capacidad de identificar rostros (pareidolia) se ha refinado a lo largo de millones de años de evolución. Si ignoramos una cara hostil, podemos vernos en graves apuros. Ello explica que Internet esté lleno de fotografías de enchufes, coches y casas que parecen rostros. Empero, del mismo modo que el dispositivo detector del agente puede entrar en barrena, lo que contribuye a que la persona crea en fantasmas y espíritus, los sistemas de reconocimiento facial puede tornarse hiperactivos, con lo que algunos individuos distinguen bocas y ojos por todos los lados.
Una gran teoría de lo paranormal
Se ha demostrado que, aunque nuestro cerebro se divide en dos hemisferios, ambos son similares y capaces de desarrollar los mismos tipos de tareas, pero sí es cierto que cada hemisferio tiende a especializarse en ciertas formas de pensamiento: el izquierdo se muestra más hábil en el lenguaje, las matemáticas y el razonamiento lógico, mientras que el derecho parece más hábil en ciertos aspectos de creatividad, imaginería visual y música. Algunos psicólogos creen que las personas difieren en la medida en que su mente se basa en uno u otro hemisferio, de manera que resulta más intuitivas o empíricas y racionales en la forma de concebirse a sí mismas y al entorno.
Peter Brugger observó, en una serie de experimentos que emprendió a finales de los noventa, que muchos de los efectos que llevaban a los individuos a creer en fenómenos paranormales se asociaban al hemisferio derecho. Estas personas tienden a preferir el pensamiento intuitivo a la racionalidad; también son hábiles en detectar rostros donde no aparecen. Brugger conjetura que los individuos que experimentan con regularidad sucesos supuestamente supranaturales presentan un hemisferio derecho preponderante. A lo largo de los diez últimos años, este científico y su equipo han desarrollado trabajos que confirman tal supuesto aunque debatible. Hagamos una prueba.
¿Cuál de las dos caras (A y B) le parece más risueña? En el dibujo A, el rostro sonríe con la mitad derecha de la cara, mientras que, en el dibujo B, lo hace con la mitad izquierda. Percibimos la información visual con el hemisferio del lado contrario al del ojo por el que ingresa, de modo que los datos procedentes de la mitad izquierda de una imagen le son suministrados al hemisferio derecho, y viceversa. Algunos investigadores han conjeturado que las personas con predominancia destrohemisférica se verán más influidas por su percepción del lado izquierdo de la cara, por lo que tenderán a afirmar que la cara B les parece más risueña que la A.
Otra prueba habitual para verificar este desequilibrio consiste en pedir a los probandos que marquen el centro de una línea trazada en un papel. Los sujetos con dominancia del lado derecho suelen situar el centro a la izquierda del punto medio. Cuando se les insta a que, sin pensarlo, indiquen qué número se encuentra a medio camino entre 15 y 3, las estimaciones de estas personas tienden a pecar de bajas.
Brugger ha contado con cientos de probandos que han contestado a este tipo de test además de a la pregunta de hasta qué punto creen en fenómenos paranormales. Los primero resultados revelan que los individuos que aseguran haber experimentado fenómenos sobrenaturales tienden a dar respuestas asociadas con la dominancia del hemisferio derecho. Según la teoría, estas personas serían más proclives a establecer asociaciones entre sucesos inconexos, a distinguir rostros en figuras ambiguas y a percibir regularidades inexistentes. Dicha tendencia les vuelve, a su vez, propensos a experimentar fenómenos en apariencia imposibles: detectan rostros fantasmales en fotografías o tienen sueños que se cumplen. Si estudios futuros confirman la idea de Brugger, dispondríamos de los cimientos de una teoría unificada sobre las creencias en los fenómenos paranormales.
También deberíamos considerar que casi todos los rasgos físicos y psicológicos varían en un continuo: unos individuos son altos, otros bajos; unos osados, otros tímidos y reservados. Sin embargo, la gran mayoría de los humanos ocupamos una zona media. Lo mismo ocurre con las creencias en los fenómenos sobrenaturales.
La superstición en mente

José Camp Bonnín escribió:
Respondiendo a la pregunta del principio devuestro artículo:
Sí, veo el rostro de Jesucristo en muchas de las obras de caridad que veo hacen mis hermanos,,,
Saludos
Hola José
Tu forma de ver a Jesús es la misma con la que veo yo en Médicos del Mundo en África o la extraordinaria forma de comportarse del pueblo japonés ante la desgracia del terremoto y posterior tsunami que no hubo ningún acto de saqueo, muy al contrario de lo que pasa en los países sudamericanos tan amantes de Jesucristo…. Ahhh!!! Perdona, que los japoneses no saben siquiera quién es Jesucristo…. ¿Y cómo es que son buena gente?
Por algo muy muy lógico… Que Jesucristo no descubrió nada nuevo. Es una lástima que los cristianos entiendan que las cosas buenas se dan sólo por la intervención de ese supuesto dios en forma humana.
Saludos
Excelente artículo. Todo lo que signifique erradicar el pensamiento mágico del imaginario colectivo, bienvenido sea.