Uno de los más intrigantes y complejos problemas a los que se enfrenta actualmente la investigación científica es el de intentar comprender el comportamiento humano, tanto individual como colectivamente, es decir, cómo se estructuran las relaciones humanas desde la pareja o la familia hasta las sociedades. Y dentro de este campo, analizar el complicado mundo de las religiones es quizás uno de los retos más interesantes, pues la influencia de las creencias y de la fe rige los destinos de miles de millones de personas, desbordando el plano individual e influyendo de manera abrumadora en economía, política, legislación, sanidad, etc., incluso hasta en el propio desarrollo científico y tecnológico de las sociedades occidentales más avanzadas.
Antropológicamente, el estudio de las religiones es extenso y profundo, documentándose con bastante fiabilidad el proceso por el que aparecen las religiones. Esto ha sido posible porque, aunque desde nuestra perspectiva occidental el último siglo ha sido prolífico en la generación de creencias y así se han podido documentar todo el proceso. Uno de los ejemplos mejor analizados fue el estudio de los denominados cultos cargo, originados por el choque cultural entre la maquinaria bélica norteamericana desplegada en el Pacífico Sur durante la II Guerra Mundial y diversas poblaciones aborígenes hasta ese momento totalmente aisladas. El antropólogo Marvin Harris en su interesante libro Vacas, cerdos, guerras y brujas hizo un resumen muy didáctico de este fenómeno.
Pero dentro del estudio de las religiones la gran pregunta que interesa a los investigadores es si este comportamiento tan extendido y tan modelador de nuestra especie surge, como otras conductas humanas, mediante aprendizaje y asociación (es decir, es un elemento “cultural” más) o si, por el contrario, los humanos nacemos “preprogramados” para las creencias.
Dentro de la explicación “cultural” de las religiones, una hipótesis hasta ahora mayoritaria ha sido que las creencias son o han sido un factor positivo y beneficioso tanto para el individuo como para el grupo y esto ha permitido su conservación y expansión a lo largo del espacio y del tiempo. En esta visión, las religiones serviría al individuo como elemento moderador de la ansiedad frente a las desgracias del mundo exterior que no puede controlar o frente al miedo a la muerte. Normalmente un aumento en algún tipo de crisis, económica, social o incluso en desastres naturales, aumentan las prácticas religiosas. Esto indica que la conversión religiosa aumenta tras situaciones catastróficas y estos estaría en consonancia con un reciente estudio que, analizando múltiples datos estadísticos correspondientes a 114 países diferentes, concluye que un estado del bienestar fuerte hace innecesaria a la religión como elemento protector frente a las adversidades. Además las religiones también podría funcionar como cohesionador de los grupos humanos. Así, el compartir un conjunto de ritos comunes entre los miembros de una tribu o nación, y que sean diferentes de los rituales del resto de sociedades adyacentes mejoraría la cooperación entre los integrantes y aumentaría la cohesión dentro de cada grupo por oposición al resto de los grupos.
Dentro del punto de vista evolucionista, otros autores han propuesto que las religiones aparecieron no como rasgo independiente sino que serían un “daño colateral”, que se ha fijado en nuestro comportamiento al parasitar alguna función adaptativa previa. Quizás su más conocido defensor es Richard Dawkins con su hipótesis del virus de la fe. Aquellos niños que obedecen sin cuestionar las normas que les enseñan sus mayores tienen más probabilidad de sobrevivir. Eso sería así puesto que en lugar de enfrentarse solos a las elecciones sobre riesgos mediante ensayo-error (¿es peligroso acercarse a una gacela?¿y a un león?) si no cuestionan las órdenes de sus padres o ancianos (es tabú acercarse solo al río o está prohibido salir del poblado durante la noche) se mantendrán alejados de los peligros de la naturaleza y muy probablemente tendrán más posibilidades de llegar a la edad adulta y propagar sus genes a la siguiente generación. Y así la evolución habría ido seleccionando a niños dóciles y no críticos respecto a las órdenes de sus mayores. Entonces, si un comportamiento irracional aparece (para que llueva debemos saltar a la pata coja o sacar al santo de procesión, o hay que adorar al dios sol o entregar ofrendas a nuestros amigos y protectores elfos y duendes) mientras éste no sea estrictamente perjudicial (o mientras su costo adaptativo sea menor que la ventaja generada por el proceso parasitado) en ese estadio evolutivo, tenderá a fijarse fácilmente en las siguientes generaciones aún cuando no tuviera ninguna ventaja adaptativa propia.
Existen otros estudios en donde se indica una posible función diferencial de las religiones en cuanto al género. Así, sabiendo que la mayoría de las religiones tienen un complejo código para regular el comportamiento sexual y que todas las religiones se han desarrollado en culturas machistas y patriarcales mostrando una preferencia casi obsesiva por controlar la sexualidad femenina, hay autores que propusieron la hipótesis de que una de las posibles funciones de las religiones sería la de servir a los grupos dominantes en una de sus más arraigadas necesidades genéticas: asegurarse la certeza de la paternidad de la supuesta descendencia a la que están criando. En este estudio, analizaron con pruebas de paternidad la filiación real de los supuestos hijos de los teóricos padres en una misma comunidad africana en la que se mezclaban diferentes religiones, llegaron a la conclusión que las religiones que controlaban más la sexualidad femenina eran las creencias más eficientes a la hora de asegurar la progenitura a los pater familia. Es decir, la religión aportaría una ventaja evolutiva, aunque en este caso sólo para los varones de las sociedades patriarcales a costa del precio de un férreo control sexual de las esposas que se convertirían así en una mera posesión del varón y cuya función primordial sería la de engendrar hijos legítimos de sus esposos.
Desde el punto de vista psicológico se sabe que los recién nacidos prefieren mirar rostros más que cualquier otra cosa y que los sonidos que más les gusta escuchar son las voces humanas, sintiendo especial predilección por las de sus madres. Identifican correctamente diferentes emociones (ira, felicidad, miedo) en las rostros y en los tonos de vocalización de los adultos que les rodean y responden adecuadamente a estas señales. Es más, los bebés de tan sólo 5 meses diferencian claramente estos dos tipos de fenómenos. Los experimentos sugerirían que los bebés y los adultos por extensión, tenemos dos formas muy separadas de conceptuar la realidad: una para los objetos inanimados (más simples y predecibles según reglas físicas) y otra diferente para los seres humanos (más complejos e impredecibles).
¿Pero qué ocurre cuando la línea divisoria se hace más tenue?¿seguimos diferenciando claramente objetos de personas manteniendo separados ambos conceptos? ¿o se mezclan ambos sistemas de reconocimiento e interpretación de la realidad? Si a niños pequeños se les presentan un par de objetos que se muevan inicialmente de forma que parezca que uno está persiguiendo a otro, rápidamente parecen entender y asumir que lo que está ocurriendo es una situación de persecución y caza en donde hay un objetivo a capturar, por lo que esperan que el objeto “cazador” continúe la persecución por el camino más directo tras el objeto “presa” y se sorprenden cuando los objetos inanimados no siguen esta lógica asimilada de los seres vivos. Y sorprendentemente esto no ocurre sólo con niños pequeños, sino que los adultos tendemos igualmente a transferir muy fácilmente intenciones al mundo inanimado.
Excepto una persona que describió los hechos en términos geométricos (el triángulo grande se mueve próximo al pequeño, etc) el resto de los participantes en el ensayo vieron “un gran triángulo agresivo hostigando a un pequeño triángulo y a un círculo atemorizado, y a las pequeñas figuras aunando fuerzas para luchar contra el acosador”. Es decir, asignaron a los objetos inanimados una evidente percepción de intención y de emoción. Únicamente los humanos que padecen autismo (y que presentan serios problemas de aptitudes psicológicas) son incapaces de ver intenciones en objetos.
Todo ello parecería indicar que nuestro cerebro está evolutivamente preparado, quizás ansioso, para identificar en nuestro entorno agentes causales dotados de personalidad, motivaciones e intenciones específicas y por tanto según esta hipótesis nuestra mente interpretaría la Naturaleza como un conjunto de “entes”. Este comportamiento simplificaría mucho el tipo de respuesta: si algo parece “tener intenciones o motivaciones” mejor será, por si acaso, que nos comportemos como si de verdad las tuviera, porque en un mundo rodeado de peligros, muchos de ellos nuevos o desconocidos sobre todo en los entornos que hemos ido colonizando de forma tan efectiva en nuestro largo devenir como especie, eso sería una poderosa herramienta de supervivencia frente a lo desconocido. Y de ahí, de presuponer (por adaptación evolutiva) que estamos rodeados de “entidades intencionadas”, hasta llegar al animismo (quizás nuestra primera gran superstición y la base de todas las demás religiones) de temer al dios del trueno o de realizar una ofrenda al dios de la lluvia habría (metafóricamente hablando) sólo un paso.
Las religiones son uno de los elementos que más ha influido en la conformación de la estructura de las sociedades humanas, desde las más antiguas hasta las más modernas, condicionando de manera opresora a otras facetas: política, economía, educación, legislación, sanidad, etc., llegando incluso a limitar y muchas veces a paralizar el conocimiento científico y el desarrollo tecnológico hasta en las sociedades occidentales más avanzadas. Por tanto, la compresión de cómo ha aparecido y todavía se mantiene prácticamente en todas las culturas es un objeto de estudio del máximo interés tanto académico como social.
Desde la más remota antigüedad y hasta la actualidad infinidad de pueblos y culturas diferentes han utilizado diversas sustancias de origen vegetal con propiedades psicotrópicas, capaces de producir estados mentales transitorios que alteran la percepción, el ánimo, el estado de conciencia o el comportamiento, con fines chamánicos y religiosos para acceder a un supuesto “mundo espiritual”. Entonces esta hipótesis desarrollada a finales de los años 70 del siglo pasado vendría a suponer que la religión, en su vertiente más original es un subproducto del uso de sustancias alucinógenas por parte de nuestros antepasados, que confundieron el mundo imaginario con entidades inmateriales “reales” a las que dotaron de intenciones, sembrando así el germen de todo el complejo y diverso mundo “espiritual” que ha atrapado a millones y millones de personas a lo largo de nuestra ya dilatada historia.
Y aunque los experimentos para comprobar esta hipótesis han sido muy escasos, por la dificultad y rechazo a someter en un experimento controlado a humanos a la acción de estas poderosas sustancias, los resultados han sido muy ilustrativos. En la década de los sesenta del siglo XX, un grupo de estudiantes de teología de la Universidad de Boston fue reclutado para un primer experimento sobre el tema. Así, antes de acudir al servicio religioso en la capilla de la facultad, a la mitad de ellos se les administró el alcaloide psilocibina y al resto vitamina B3 como placebo. Los estudiantes que habían tomado el alcaloide describieron haber tenido una profunda y mayor experiencia religioso-mística que los que tomaron el placebo. Posteriormente se detectaron algunas deficiencias en cuanto a la realización del experimento, de tal manera que sus conclusiones quedaron en suspenso.
Tuvieron que pasar cuarenta años hasta que a principios del siglo XXI se pudo realizar un experimento similar en condiciones de ensayo de doble ciego más rigurosas y con mayor número de individuos. Los individuos que habían tomado el alucinógeno describieron en un cuestionario realizado a las 7 horas de ensayo haber vivido mayores y más profundas “experiencias místicas” que los individuos del grupo control. Pero lo más llamativo del estudio fue que a los dos meses de la realización del experimento, los voluntarios que habían recibido el psicotrópico eran más positivos, altruistas y espirituales que los pertenecientes al grupo control tal y como lo indicaban los propios individuos estudiados y lo más interesante, lo percibían los miembros de su entorno social, aún cuando alrededor de un tercio de los individuos tratados con el alucinógeno habían descrito molestias, ansiedad y disforia después de haber tomado el psicotrópico. Un posterior estudio mostró que incluso después de más de un año estos individuos seguían considerando la experiencia alucinatoria como el evento tanto personal como espiritual más importante de sus vidas, describiendo el experimento en términos claramente místico-religiosos. Es decir, que con la simple ingesta de un agente psicotrópico se crearían las condiciones básicas tanto individuales como sociales para la formación y desarrollo de una mente religioso-espiritual más allá de los pasajeros efectos alucinógenos iniciales.
Y si estos sorprendentes efectos persisten en personas adultas del primer mundo, que cuentan con acceso prácticamente ilimitado a la información y a la tecnología, difícilmente impresionables podremos imaginar la poderosa herramienta que significaron este tipo de sustancias cuando se usaban en contextos más alejados del supuestamente analítico y globalizado mundo occidental, en pequeñas y antiguas culturas locales formadas por unos pocos miles de individuos fuertemente cohesionados en agrupaciones tribales cerradas, sujetas a un entorno social con escasos y muy espaciados cambios y poco o nulo contacto con el exterior y en donde casi todo su hábitat debía de ser por fuerza inextricable a la vez que enigmático. Y todo ello en presencia de un cerebro de gran tamaño, afinado por un par de millones de años de evolución para la búsqueda de patrones y hábilmente especializado en encontrar relaciones de causalidad.
Las religiones se estudian como hecho evolutivo y psicológico
