En anteriores entradas he tratado el tema del creacionismo y su oscuridad. Pero no me resisto a escribir más sobre la desfachatez de semejantes sujetos.
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Acabo de leer un capítulo de un libro donde se describe el proceso evolutivo que produce nuevos mecanismos moleculares en los sistemas biológicos gracias a una progresiva adaptación de las estructuras existentes a las nuevas necesidades.
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En la revista científica Nature aparece en el número de este mes un artículo sobre varios fósiles de 375 millones de años de antigüedad muy bien conservados, pertenecientes a especies que vivían entre el agua y la tierra.
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He leído esta mañana un artículo sobre el hallazgo de un pergamino en el desierto de Egipto que contiene parte de un documento gnóstico del siglo II d.C., que se describe como el Evangelio de Judas, y donde se absuelve al legendario traidor y además se le asigna una posición teológica privilegiada porque, según dice el documento, Jesús le pidió que lo entregara a las autoridades para poder cumplir su misión.
¿Cuál de estos tres asuntos es el más extraño?
Un profesor de bioquímica que enseña en la Lehigh University de Estados Unidos, y se llama Michael J. Behe, creacionista, afirma que las estructuras biológicas son de tal «irreductible complejidad» que su existencia sólo puede explicarse gracias a un diseñador divino. Este argumento absurdo, que apela a un misterio (la existencia de las complejas estructuras moleculares) y pretende resolverlo introduciendo un misterio más arbitrario (la existencia de una divinidad), ostenta exactamente el mismo rigor lógico que afirmar que la forma de las nubes están también diseñadas.
Como advirtió Karl Popper, una teoría que lo explica todo no explica nada (y todas las religiones, que por lo demás compiten ferozmente entre sí por la posesión de la Verdad, lo explican todo). Cualquier teoría que no especifique qué contraprueba la refutaría, es inútil. La buena ciencia alienta los cuestionamientos rigurosos y las pruebas; casi todas las religiones, al menos en alguna época de su historia, han matado a quienes las cuestionaban. Las teorías botánicas o meteorológicas no han provocado jamás ninguna guerra; la mayoría de las guerras y conflictos en la historia de la humanidad pueden achacarse directa o indirectamente a la religión. Según dicen, por sus frutos los conoceréis.
Pero existen formas sencillas de comprobar los méritos relativos de la ciencia y la religión: por ejemplo, cuando oscurezca, intenta iluminar tu casa rezando y pulsando un interruptor y compara los resultados.
La investigación sobre la evolución molecular se centra en los receptores hormonales. Las hormonas y sus receptores son moléculas de proteína que encajan entre sí como las llaves en sus cerraduras. Al comparar los receptores hormonales específicos en lampreas y en peces bruja, cuyas versiones más evolucionadas son las rayas, el profesor Joseph Thornton y sus colaboradores de los laboratorios de la Universidad de Oregón pudieron reconstruir la evolución genética de las moléculas en cuestión, remontando su evolución a un gen común ancestral que había existido 456 millones de años atrás. Encontraron una molécula receptora anterior a la existencia de la hormona (aldosterona) con la que ahora encaja. Esto no sólo ofrecía una evidencia de cómo los cambios en un sistema explotan las estructuras existentes para conseguir satisfacer nuevos propósitos, sino que también mostraba cómo la gran complejidad biológica surge progresivamente a partir de una menor complejidad.
Behe, que cree en fuerzas sobrenaturales (una categoría que incluye las hadas, los demonios, los unicornios, los ángeles y los fantasmas) cuya presunta existencia es inexplicable e indemostrable, y cuyo crédito descansa en los textos antiguos que encierran las supersticiones de la ancestral ignorancia de la humanidad, calificaba el trabajo del profesor Thornton de «insignificante». Cabe suponer que no usaría la misma expresión para describir el descubrimiento del Evangelio de Judas en las arenas del desierto de Egipto.
El creacionismo es un cáncer
