Mark Twain reflexiona en esta carta sobre Dios, su papel en la creación y su relación con el ser humano. Cualquier persona que se libere del pensamiento de superstición llegará a conclusiones similares. En esta ocasión Mark Twain evidencia la falta de toda razón en el pensamiento religioso.
Mark Twain habla de Dios
Sábado, 23 de junio de 1906
Consideremos ahorra al Dios real, el Dios genuino, el gran Dios, el Dios sublime y supremo, el creador auténtico del universo real, cuyas lejanías sólo visitan los cometas -cometas junto a los cuales el increíblemente distante Neptuno no es sino una avanzada-, un universo hecho no con las manos, propio de un jardín de infantes astronómico, sino esparcido a través de las ilimitadas extensiones espaciales por el fíat de ese Dios real que acabamos de mencionar; ese Dios cuya grandiosidad y majestad son impensables, comparada con el cual la miríada de todos los demás dioses que infestan las enclenques imaginaciones de los hombres son como un enjambre de jejenes desparramado y perdido en la infinidad del cielo vacío.
Si pensamos en semejante Dios, no podemos asociarlo con nada trivial, nada falto de dignidad, de grandiosidad. No es posible concebirlo pasando por Sirio para escoger nuestra patata como posapiés. No podemos concebirlo interesándose en los asunto triviales de la microscópica especie humana ni gozando de sus adulaciones dominicales ni experimentando el tormento de los celos en caso de que las adulaciones se vuelvan fláccidas o vengan a faltar -así como no es posible imaginar al emperador de China interesado en una botella de microbios y tratando patéticamente de quedar bien con ellos y recoger sus impertinentes cumplidos. Si lográramos concebir al emperador de China desmedidamente interesado por esa botella de microbios, no podríamos de todos modos ir más lejos; ningún esfuerzo de la imaginación podría permitirnos concebir que, de entre esos innumerables millones de microbios seleccionara la cuarta parte del contenido de un dedal de microbios judíos -los menos atractivos del enjambre- para convertirlos en sus favoritos y nombrarlos gérmenes elegidos; ni que llevara su infatuación al extremo de resolver quedarse con ellos y mimarlos sólo a ellos y que el diablo se lleve al resto.
Cuando examinamos la miríada de maravillas, y glorias, y encantos, y perfecciones de este infinito universo (tal como lo conocemos hoy) y percibimos que no hay un detalle -de la hoja de hierba a los gigantescos árboles californianos, del recóndito arroyo de montaña al inmensurable océano, del flujo y reflujo de las mareas al majestuoso movimiento de los planetas- que no sea esclavo de un sistema de leyes exactas e inflexibles, es como si supiéramos (no que supiésemos ni conjeturásemos, sino que supiésemos) que el Dios que dio lugar a esta estupenda trama en un fogonazo de Su pensamiento, y fijó Sus leyes mediante otro fogonazo de Su pensamiento, está dotado de un poder infinito. Es como si supiésemos que cualquier cosa que Él quisiera hacer podría hacerla sin ayuda de nadie. Es como si supiésemos también que, al dar vida en un fogonazo al universo, hubiera previsto todo lo que sucedería en él desde ese momento hasta el fin de los tiempos.
¿Es posible decir también que Él es un ser moral, según nuestro criterio de moralidad? No. Si algo sabemos es que está desprovisto de moral -en todo caso, desprovisto de la del tipo humano-. ¿Es posible decir que Él es justo, caritativo, benévolo, dulce, misericordioso, compasivo? No. Nada nos prueba que Él sea nada de todo esto: cada día que pasa nos aporta mil volúmenes de pruebas nos da la prueba de que no posee ninguna de estas cualidades.
Cuando rezamos, cuando rogamos, cuando imploramos, ¿nos escucha?, ¿nos responde? No hay un solo caso autentificado de ello en la historia. ¿Rehúsa silenciosamente escuchar?, ¿rehúsa responder? No hay la menor sombra de una prueba de que alguna vez haya hecho otra cosa. Desde el principio de los tiempos, los sacerdotes, que siempre se han creído Sus supervivientes designados y asalariados, se han reunido con toda su fuerza numérica y han rogado al unísono que lloviera, sin conseguirlo ni una sola vez a no ser que estuviera programado según las eternas leyes de la naturaleza. Cuando lo consiguieron se podían haber ahorrado el esfuerzo de orar por ello, si hubieran tenido un servicio meteorológico competente, pues el servicio meteorológico les podría haber anunciado que de todos modos llovería antes de veinticuatro horas, así oraran o se ahorraran su sagrado aliento.
Desde el comienzo de los tiempos, cada vez que un rey ha caído gravemente enfermo, la clase religiosa y parte de la población de la nación han orado al unísono para que el rey se salvara de la muerte y siguiera junto a su apesadumbrado y ansioso pueblo (si es que el pueblo estaba apesadumbrado y ansioso, que por lo común no era el caso), y en ningún caso la plegaria tuvo respuesta. Cuando Mr. Garfield yacía agonizante, los médicos y cirujanos sabían que nada podía salvarlos y, sin embargo, a una señal convenida, todos los púlpitos de los Estados Unidos prorrumpieron en una súplica simultánea por el restablecimiento del presidente. Y ello con la misma cándida y vieja confianza con que el salvaje primigenio había rogado a sus demonios imaginarios que salvaran a un jefe moribundo -porque nunca llegará el día en que los hechos y la experiencia le enseñen algo al púlpito. Desde luego, el presidente murió igual.
Gran Bretaña tiene una población de cuarenta y un millones de habitantes. Tiene ochenta mil púlpitos. Los bóers eran ciento cincuenta mil y tenían un parque de doscientos diez púlpitos. Al principio de la guerra con los bóers, a una señal del primado de Inglaterra, los ochenta mil púlpitos ingleses tronaron con una tiránica súplica simultánea a su Dios para que diera la victoria a la formación inglesa en África del Sur. La pequeña batería bóer de doscientos diez cañones respondió con un súplica simultánea al mismo Dios para que diera la victoria a los bóers. Si los ochenta mil clérigos ingleses hubieran dejado sin pronunciar sus plegarias y hubieran ido al campo de batalla, habrían obtenido la victoria -mientras que la victoria fue de los otros y las fuerzas inglesas sufrieron derrota tras derrota-. El púlpito inglés guardó discreto silencia acerca del resultado de sus esfuerzos, pero el indiscreto púlpito bóer proclamó, estentórea y exultantemente, que la victoria era suya gracias a sus plegarias.
El gobierno británico confiaba más en sus soldados que en la plegaria, por lo cual, en lugar de duplicar o triplicar la fuerza numérica del clero, duplicó o triplicó las fuerzas en el frente. Entonces pasó lo que pasa siempre: los ingleses arrebataron la victoria, indicación más bien clara de que el Señor no había escuchado ni a uno ni a otro bando y que Le era tan indiferente quién ganara como Le había sido siempre, desde el día en que Él apareció hasta nuestros tiempos; no hay un solo caso registrado en el que haya demostrado el menor interés en toda trifulca humana, ni que ganara o perdiera la causa justa.
Y esta experiencia, ¿ha enseñado algo al púlpito? No lo ha hecho. Cuando las plegarias bóers lograron la victoria -cosa que creían los bóers-, éstos confirmaron una vez más su confianza en el poder de la plegaria. Cuando luego los abrumó la aplastante derrota final pese a las confiadas súplicas, su actitud no cambió ni sufrió mella su confianza en la rectitud e inteligencia de Dios.
A menudo, solemos ver a una madre que, poco a poco, ha sido despojada de todo lo que le era querido en la vida salvo un único hijo moribundo; la hemos visto, digo, arrodillada junto a la cama, cuando vertía de su desgarrado corazón imploraciones de piedad a Dios que hubieran obtenido feliz e instantánea respuesta por parte de un hombre capaz de salvar al niño, y, sin embargo, esa plegaria jamás consiguió conmover la piedad divina. ¿Se convenció esa madre? A veces, pero por breve tiempo. No era sino un ser humano y, como todos, listo para volver a creer que será oído. Nosotros sabemos que el Dios verdadero, el Dios supremo, el auténtico Hacedor del universo, hizo todo lo que hay en él. Sabemos que hizo a todas las criaturas, desde el microbio al brontosaurio hasta el mono y el hombre, y que Él sabía qué le ocurriría a cada una desde el principio hasta el fin de los tiempos. Para cada criatura, grande o pequeña, Él dispuso una ley fija por la cual esa criatura habría de sufrir dolores y angustias inútiles e innecesarias cada día de su vida; una ley por la que esos dolores y angustias no serían evitables por mucha diplomacia que ejerciera dicha criatura; que su senda, del nacimiento a la muerte, estaría sembrada de trampas, peligros y armadijos ingeniosamente diseñados e ingeniosamente escondidos; y dispuso, por otra ley, que toda transgresión de una ley de la Naturaleza, cometida consciente o inconscientemente, habría de ser invariablemente penalizada con un castigo diez mil veces superior a la transgresión. Nos deja atónitos la maldad globalizadora capaz de haber urdido pacientemente tan complejas torturas para las más humildes y lastimosas de las infinitas y variadas criaturas que poblarían la tierra. La araña fue diseñada de tal modo que no pudiera comer hierba, sino atrapar moscas y demás insectos, infligiéndoles una muerte lenta y atroz, ignorando que luego le tocaría a ella. La avispa fue planeada de modo que también ella rehuyera la hierba y, en cambio, apuñalara a la araña, sin conferirle una muerte rápida y piadosa, sino dejándola meramente paralizada a media, para meterla por la fuerza en su morada donde viviría y sufriría durante días mientras los bebés de la avispa le irían masticando cómodamente las patas. A su vez, se proyectó un asesino de avispas, y así sucesivamente a través del entero elenco de las criaturas vivientes de la tierra. No hay ni una que no haya sido diseñada y designada para infligir calamidades y muerte a alguna otra criatura, y sufrir a su vez la misma muerte a manos de alguna otra asesina. Al volar y caer en la tela de araña, la mosca sólo es culpable de indiscreción -no infringe ninguna ley-. Pero su castigo es diez mil veces más desproporcionado en comparación con esa pequeña falta.
La ley del castigo diez mil veces mayor se aplica rigurosamente a toda criatura, incluso al hombre. La Naturaleza se cobra rápidamente, así sea una deuda contraída inocente o culposamente; y se cobra en este mundo, sin aguardar la pena diez mil millones de veces superior, en el caso del hombre, apuntada para el cobro en el mundo venidero.
Este sistema de castigar atrozmente, poco o nada, comienza con el primer día en este mundo del indefenso bebé, y no cesa hasta el último. ¿Algún padre sería capaz de acosar a su bebé con inmerecidos cólicos y las penas gratuitas de la dentición, para seguir con las paperas, el sarampión, la escarlatina y las mil otras formas de represión establecidas contra la indefensa criatura? ¿Y luego de la niñez a la tumba, con la pléyade de castigos diez mil veces exagerados por transgresiones intencionales o indiscretas? Bonito sarcasmo el nuestro al ennoblecer a Dios tratándolo de Padre -y, sin embargo, sabemos muy bien que mandaríamos a la horca a un padre de Su estilo, donde quiera que lo halláramos.
La explicación que da el púlpito, y su apología de estos crímenes, carece patéticamente de ingenio. Sostiene que son en beneficio de la víctima. Que sirven para disciplinarla, purificarla, elevarla, entrenarla para alternar con Dios y con los ángeles para expedirla santificada con cánceres, tumores, viruelas y el resto del árbol de la educación; cuando en realidad el púlpito sabe, si es que sabe algo, que se está estupidizando. Sabe que si este tipo de disciplina es sabia y saludable estaríamos locos en no adoptarla nosotros mismos y aplicarla a nuestros hijos.
¿De veras cree el púlpito que somos capaces de mejorar una cultura purificadora y exaltante inventada por el Todopoderoso? A mi parecer, si el púlpito creyera honestamente en su prédica, debería recomendar a cada padre que imitase los métodos del Todopoderoso.
Habiendo logrado persuadir a los feligreses de que, de veras, este método ha sido sabia y misericordiosamente congeniado por el Todopoderoso para disciplinar y purificar y exaltar a Sus hijos que tanto ama, el púlpito cierra juiciosamente el pico. No se aventura más allá a explicar por qué estos mismos crímenes y crueldades recaen sobre los animales superiores -los cocodrilos, los tigres y demás bestias-. Llega a proclamar que las fieras perecen, indicando con ello que su lamentosa vida comienza y termina aquí; que no van más lejos; que no hay Cielo para ellos; que ni Dios ni los ángeles ni los redentores desean alternar con ellos del otro lado. Con lo que el púlpito se pone en una situación cómica, porque, pese a todo el ingenio de sus explicaciones y apologías, condena a Dios por tirano protervo y despiadado en el caso de las fieras que nada han hecho. En todo caso, y por encima de toda cavilación o controversia, Lo condena irremisiblemente con su silencio como amo maligno, si bien ha persuadido a los feligreses de que Él está hecho Todo de compasión, rectitud y amor universal.
En Su privación de todas y cada una de las cualidades que agraciarían a un Dios e inspirarían respeto y veneración y adoración, el Dios real, el Dios genuino, el Hacedor del inmenso universo no es sino como todos los demás dioses de la lista. Demuestra cada día que el hombre no Le interesa, ni los demás animales, sino para torturarlos, matarlos y extraer de este pasatiempo toda la diversión que pueda dar -y hacer lo posible por no aburrirse con Su eterna e inmutable monotonía.

Andrés, muy interesante que hayas incluido esta carta de Mark Twain con estas reflexiones tan interesantes y realistas, ha sido la ocasión de leerla porque de otro modo no la hubiera conocido, y vienen de una persona que vivió en una época convulsa en Estados Unidos y fue un defensor de la abolición de la esclavitud, lo cual hace más interesante la carta, porque efectivamente ese dios al que rezaban esas personas no tenía ningún problema moral con respecto a esclavizar a personas de diferente color.
Un saludo.
Hola Milagros
Gracias por tu comentario. Efectivamente para mí ha sido muy sorprendente este Mark Twain. Siempre lo había asociado a esa sociedad sureña tradicional, sin duda muy influida esta idea por su obra, y encontrar este «lado oscuro» me sorprendió. En aquella época sobretodo debió de ser una rabieta muy destacable por querer hacerla por escrito y en términos tan duros. Sin duda encontraba la «degradación» de su hija y la manipulación por parte de su iglesia como algo que debía denunciar.
Gracias de nuevo por tu comentario. Siempre eres bienvenida.
Yo creo que el punto más débil de la teología es su explicación del dolor y la muerte. No hay nada en ese disciplina, que dé una explicación satisfactoria al problema del sufrimiento.