En esta ocasión Mark Twain, siguiendo con su serie de misivas contra la religión, se empeña más en la relación Iglesia-Estado. También es evidente la poca simpatía que profesa a la líder de la iglesia portestante Chirstian Science, Mary Baker Eddy
La peligrosa relación que Mark Twain nos describe
Viernes, 22 de junio de 1906
Ya hace dos años que el cristianismo repite en Rusia el tipo de faena de matanza y mutilación con que ha venido exitosamente convenciendo a la cristiandad, siglo tras siglo, desde hace mil novecientos años, de que es la única religión cierta y verdadera -la única religión de paz y de amor-. Y hace dos años que el gobierno ultracristiano de Rusia ordena oficialmente y lleva a cabo matanzas de sus súbditos judíos. Estas matanzas han sido tan frecuentes que ya casi nos hemos vuelto indiferentes a ellas. Los relatos que nos llegan apenas nos afectan más que los altibajos del valor de las acciones de un ferrocarril en el que no tenemos puesto ningún dinero. Tanto nos hemos habituado a las descripciones de estos horrores que ya casi no temblamos al leerlos. He aquí algunos detalles sobre uno de los últimos esfuerzos hechos por estos humildes discípulos del siglo XX, con el fin de persuadir al descreído de que ha de entrar al regazo de nuestro dócil y manso Salvador:
Nos llegan horribles relatos en el comunicado del corresponsal de la Bourse Gazette, que llegó a Bialystok acompañado por el delagado Schepkin el sábado, y que logró enviar su versión por mensajero en la tarde del domingo. El corresponsal, que acompañó a Schepkin directamente al hospital con la escolta de la guardia oficial, dice que lo que allí vio lo dejó completamente disgustado.
«Decir meramente que los cuerpos estaban mutilados», escribe el corresponsal, «no logra describir los hechos atroces. Las caras de los muertos han perdido toda semblanza humana. El cuerpo del maestro Epstein yacía en la hierba con las manos atadas. Le habían plantado clavos de tres pulgadas en la cara y en los ojos. Los revoltosos entraron en su casa, lo mataron de ese modo y luego asesinaron a los siete miembros de su familia. Cuando el cuerpo ingresó en el hospital llevaba también marcas de bayonetazos.
Junto al cuerpo de Epstein yacía el de un niño de diez años cuya pierna había sido tronchada con un hacha. También estaban los cuerpos de la familia Schalchter cuyo hogar, según testigos, fue invadido y saqueado por soldados que mataron a la esposa, al hijo y la hija de un vecino, e hirieron gravemente a Schalachter ya a sus dos hijas.
Me dicen que los soldados entraron en los apartamentos de los hermanos Lapidus, repletos de gente que había huido de las calles parra salvar sus vidas, y ordenaron que los cristianos se apartaran de los judíos. Un estudiante cristiano llamado Dikar protestó y lo mataron en el acto. Luego fusilaron a todos los judíos.
El corresponsal recogió muchas historias penosas en el hospital, todas del mismo tenor. He aquí la de un comerciante gravemente herido, llamado Nevyazhiky:
«Vivo en los suburbios. Al enterarme del pogromo traté de llegar a la ciudad cortando a campo traviesa, pero los matones me interceptaron. Mataron a mi hermano, me rompieron el brazo y la pierna, me fracturaron el cráneo y me apuñalaron dos veces en el costado. Por la sangre perdida me desmayé, y, al volver en mí, un soldado se alzaba a mi lado y me preguntó: «¿Vives todavía ¿Te clavo la bayoneta?». Le rogué que no me matara. Volvieron los matones, pero no me mataron, diciendo: «Morirá, dejemos que sufra más tiempo»:
El corresponsal, que aplica al Gobierno los términos más severos, sostiene que, sin duda, el progromo fue provocado, y atribuye la responsabilidad al teniente de policía Sheremetieff. Declara que participaron no sólo los soldados, sino también los oficiales, y que él mismo fue testigo, ese mismo sábado, de cómo una niña judía fue abatida desde la ventana de un hotel por el teniente Miller, del regimiento Vladímir. El gobernador de la provincia de Grodno, que en ese momento pasaba por ahí, ordenó una investigación.
El púlpito y los optimistas no cesan de hablar sobre la firme marcha de nuestra humanidad hacia la perfección final. Como siempre, se saltan a la torera las estadísticas. Es lo propio del púlpito -lo propio del optimista.
¿Se puede descubrir el mínimo progreso, en el sentido de la moderación, en lo que va de la matanza de los albigenses a la de los judíos de Rusia? Hay una diferencia. En el grado de refinamiento, de crueldad y brutalidad, la matanza moderna excede a la antigua. ¿Se puede descubrir un progreso desde el día de la Matanza de San Bartolomé hasta estas matanzas de judíos? Sí, la misma diferencia: el cristianismo ruso moderno y su zar han alcanzado una sangrienta y bestial atrocidad tan extravagante que ni la soñaron sus toscos hermanos de hace trescientos treinta y cinco años.
El Evangelio de la Paz siempre hace mucho bombo; se regocija invariablemente en el progreso hacia la perfección final, olvidándose diligentemente en todos los casos de mostrar estadísticas. Jorge II reinó sesenta años, nadie había reinado tanto en Inglaterra antes que él. Cuando su venerada sucesora, Victoria, alcanzó el mojón de los sesenta -batiendo con ello el récord de reinado largo-, se celebró el acontecimiento con gran pompa y circunstancia y regocijo popular en Inglaterra y colonias. Entre las estadísticas sacadas a relucir para la admiración general figuran las siguientes: por cada uno de los sesenta años de reinado, los cristianísimos soldados de Victoria habían luchado en una guerra distinta, independiente de las demás. Entretanto, las posesiones inglesas se habían acrecentado tanto, gracias a la depredación de paganos indefensos y sin dios, que no había cifras suficientes en Gran Bretaña para expresar la superficie robada, y hubo que importarlas de otros países.
No hay naciones pacíficas hoy día -salvo las infelices naciones cuyas fronteras no han sido violadas por el Evangelio de la Paz-. La cristiandad entera es un campamento de soldados. Durante la generación pasada los cristianos pobres rayaron el hambre para poder pagar impuestos que financiaran los gigantescos armamentos que los gobiernos cristianos acumularon, para protegerse cada uno del resto de la hermandad y, de paso, birlar el mínimo trozo de bienes raíces descuidado por su propietario salvaje. El rey Leopoldo II de Bélgica -probablemente el monarca más intensamente cristiano, salvo Alejandro VI, que ha escapado del Infierno hasta la fecha- robó un reino entero en África, y, en catorce años de cristiano empeño, logró reducir su población de treinta millones de habitantes a sólo quince mediante el asesinato, la mutilación, el exceso de trabajo, el robo, la rapiña -confiscando a la vez el propio trabajo de los indefensos nativos sin darles nada a cambio sino la salvación y un hogar en el Cielo, provisto en el último momento por el cura cristiano.
En el curso de la última generación, las potencias cristianas han concentrado toda su atención en la búsqueda de armas cada vez más nuevas y eficientes para matar cristianos -y, de paso, algún que otro pagano-; la manera más segura y rápida de hacerse rico en el reino terrenal de Cristo es inventar un cañón que mate más cristianos de un tiro que cualquier otro.
Además, y al mismo tiempo, cada gobierno cristiano ha jugado con sus vecinos un continuo partido de póquer naval. En este juego Francia bota un navío de guerra; Inglaterra lo ve y bota uno mejor; viene Rusia y aumenta la apuesta con uno o dos navíos más -solía aumentarla, hasta que el extranjero ignorante se entrometió en el juego y redujo su augusta pila de fichas a un ferry averiado y a un crucero incapaz de «cruzar»-. En eso estamos. Y el partido sigue, y sigue, y sigue. Nunca se vuelve a barajar el mazo; nunca hay una nueva mano. Ningún jugador pide que se vuelvan a dar las cartas. Es sencillamente una mano sin fin, que consiste en aumentar, y aumentar, y aumentar la puesta; y por la ley de probabilidades llegará el día en que no quedarán cristianos en tierra, salvo las mujeres: los hombres se habrían hecho todos a la mar, para tripular las flotas.
Este juego singular, tan costoso, tan ruinoso, tan tonto, es el juego de los hombres de estado -que sólo difiere del juego de los asnos por el nombre-. Cualquiera, salvo un hombre de estado, podría hallar el modo de reducir estos vastos arsenales a proporciones sensatas y seguras de tipo policial, con el resultado de que de ahí en adelante los cristianos podrían dormir sin temor a sus camas y de que el mismísimo Salvador podría bajar y caminar sobre las aguas, Él, un extranjero, sin temor de ser expulsado por los navíos cristianos.
¿Ha hecho la Biblia algo peor que empezar el planeta con sangre inocente? En mi opinión y puedo equivocarme. Jamás hubo un niño protestante ni una niña protestante cuyas mentes no hubieran sido ensuciadas por la Biblia. No hay niño protestante que salga limpio de la lectura de la Biblia. Esta lectura no hay quien la evite. A veces los padres lo posible por impedir el acceso de sus hijos a las horribles obscenidades de la Biblia, con lo que sólo logran estimular el deseo que siente el chico de probar el fruto prohibido; y lo prueba -lo busca a escondidas y lo devora con apetito y fruición-. La Biblia lleva a cabo su labor diaria constantemente, propagando el vicio entre los niños, ideas sucias y viciosas en el seno de cada familia protestante de la cristiandad; una obra más grande que la de todos los libros sucios de la cristiandad juntos; más grande, no: mil veces más grande. Es fácil proteger a los jóvenes de estos otros libros, y la verdad es que están protegidos. Pero nada los protege de la letalidad de la Biblia.
¿Caben dudas de que los jóvenes buscan secretamente los párrafos prohibidos para estudiarlos con placer? Si tuviera a mi lector aquí presente -cualquiera que fuese su sexo o edad, entre los diez y los noventa años-, le haría responder a esta pregunta. Sólo podría contestarla de un modo: se vería obligado a afirmar que por su propio conocimiento y experiencia infantil le consta que la Biblia corrompe a todos los niños protestantes sin excepción.
¿Creo yo que la religión cristiana prevalecerá siempre? ¿Por qué habría de pensarlo? Antes que ella hubo mil religiones. Todas están muertas. Hubo millones de dioses antes de que se inventara el nuestro. Enjambres enteros de dioses han muerto y han sido olvidados hace mucho tiempo. El nuestro es, de muy lejos, el peor Dios nacido de la imaginación enfermiza del genio humano -¿tan luego Él y Su cristiandad habrían de ser inmortales pese al cúmulo probabilístico que contiene la historia teológica pasada? No-. Pienso que la cristiandad y su Dios han de seguir la misma regla. Han de morir cuando les llegue su turno, y hacer sitio a otro Dios y a una religión más estúpida. ¿Qué será quizá mejor que ésta? No. No es probable. La historia enseña que en cuestión de religiones progresamos hacia atrás, no hacia adelante. No tiene importancia, habrá un nuevo Dios y una nueva religión. Serán lanzados a la popularidad y aceptados mediante los únicos argumentos que jamás han persuadido a cualquier pueblo de la tierra a aceptar el cristianismo, o cualquier otra religión que no fuera la suya propia: la Biblia, la espada, la antorcha y el hacha -los únicos misioneros que jamás lograron una victoria desde que hay dioses y religiones en el mundo-. Una vez que un nuevo Dios y una nueva religión queden implantados en la proporción habitual -la quinta parte de la población mundial, miembros ostensibles; las otra cuatro quintas partes, presa de misioneros, y misioneros que se rascan su continental trasero, complacientes e ineficaces-, ¿serán creyentes los nuevos adeptos? Por supuesto que sí. Han creído siempre en los millones de dioses y religiones con que les han llenado el buche. Nada es lo bastante grotesco e increíble como para que el ser humano medio no lo crea. Hoy mismo hay miles y miles de americanos de inteligencia media que creen a pies juntillas en La Ciencia y la salud, aunque no entiendan ni jota de ello, y además adoran a la sórdida e ignorante vieja ladrona de ese evangelio -la señora Mary Baker G. Eddy, a la que creen ciegamente miembro adoptivo de la Sagrada Familia y en vías de desbancar al Salvador a un tercer puesto para ocupar ella misma el que Él ocupa hoy, y seguir ocupándolo por el resto de la eternidad.
