Sabemos que vamos a morir. Y no nos gusta. Queremos que nos cambien el final, que el trayecto sea eterno, que no exista un final evidente, tan evidente. Lo que sea y como sea.
Así, surgen vendedores de consuelos que nos ofrecen sus servicios. Nos aseguran que tienen comunicación directa con entes todopoderosos. Nos dicen que, si les seguimos, pueden conseguirnos un camino que no acaba en la muerte. Que pueden hacer que nuestra residencia final sea otro cuerpo, otro tipo de vida, un paraíso… Nos describen todo eso con pelos y señales.
Y hay personas que necesitan creerles. Es comprensible.
El miedo es el principal motivo por el que los seres humanos son tan reticentes a admitir los hechos y se muestran tan ansiosos por envolverse en esa cálida prenda que se llama mito
- Bertrand Russell
Hay gentes -miles de millones- que están convencidas de que sus paraísos y sus dioses existen. Están convencidas…
Las convicciones son enemigas más poderosas de la verdad que las mentiras
- Nietzsche
Yo sólo respeto las religiones sólo si sus actos lo merecen y cumplen la misión de autosatisfacer a los creyentes en ese placebo.
Pero dentro del respeto obligado hacia cualquier persona, las creencia son discutibles como las opiniones.
Las creencias en almas viajeras, en iluminados con información privilegiada, en paraísos celestiales y las creencias en los patriarcas de esos otros mundos son ingenuas. Y no son dignas de respeto desde el momento en que se nos quieran imponer a otros. Y los monoteísmos lo desean hacer.
Porque muchos preferimos sentir por nosotros mismos y seguir disfrutando del viaje sin que las convicciones de terceros, con sus correspondientes ritos, interpretaciones mitológicas y prohibiciones, nos marquen nuestro camino.
El laicismo es necesario
Porque sin laicidad es muy fácil que la religión dominante en cada lugar acabe imponiendo sus convicciones místicas a las personas que no profesamos ninguna y a las personas que quieren profesar otras. Especialmente fácil si se le permite a esa religión adoctrinar a los niños desde bien jóvenes y durante años.
Los dogmas religiosos rara vez pueden ser superados con argumentos. Al no estar basados en la razón, sino en la fe ciega y en la necesidad que muchos tienen de creer en ellos, no pueden ser vencidos, ni por otros dogmas ni por el sentido común. Por eso
Laicismo no es anticlericalismo. A veces se confunden ambos términos, intencionadamente o no.
El anticlericalismo es una reacción natural -natural, pero no deseable- de defensa ante el esfuerzo tenaz por convertir a la religión propia a cuantos más mejor. (Aquél que se engaña a sí mismo, como en el fondo lo sabe, necesita verse rodeado de muchos que afirmen creer en sus mismas fábulas).
Ni yo ni la mayoría de los que defendemos el laicismo somos anticlericales. Las constituciones de los países civilizados protegen el derecho de las personas a expresarse sobre lo que quieran, a reunirse, a asociarse y a compartir con otros sus interpretaciones religiosas. Y así debe seguir siendo.
Lo que pretende el laicismo es, sencillamente, que los estados y las iglesias no se entremezclen. Que las normas, dogmas, creencias, rituales de las religiones no sean impuestas a la sociedad civil. Que las iglesias – o una iglesia en particular – dejen de gozar de tantos privilegios: fiscales, económicos, simbólicos y, especialmente, en lo relativo a asuntos de enseñanza.
Un estado laico es donde todas las entidades jurídicas – tengan o no carácter religioso – son tratadas con igualdad de derechos y de deberes, tributarios y de cualquier tipo.
Un estado laico es aquél en el que los códigos éticos emanados por entes imaginarios a sus enviados especiales son aplicables sólo a los que han decidido seguir a tal o a cual ente, o a tal o a cual enviado especial.
Las sociedades deben dotarse de sus propios principios morales sin la intromisión privilegiada de los poseídos por fervores místicos. Pero no es así.
Incluso en países en los que los estados, los tribunales y los gobiernos deberían ser aconfesionales, la realidad no es ésa. Vistos los tratos de favor con los que cuentan las iglesias, los estados laicos siguen siendo aún una quimera.
El laicismo, más que cualquier otra cosa, es un escudo que nos protege a todos.
A todos.
Creyentes en dioses incluidos.
