A los seguidores del blog, que cada vez son más, no les resultará extraño el motivo de la presente entrada. Si se observan los comentarios se pueden apreciar cuáles perteneces a creyentes. No importa qué confesión.
Pocos son los que presentan de una forma ordenada, coherente y con argumentos lógicos, críticas a la entrada en cuestión. Muy, muy pocos. La más de las veces, son creyentes que difícilmente se expresan con el lenguaje escrito y evidencian, de esta forma, que la lectura no es uno de las actividades preferidas de ello.
Otros creyentes sólo y únicamente se dedican a plasmar versículos bíblicos con la referencia del libro donde se encuentran. Apenas ninguna explicación, sólo la literalidad de los versículos, como si con ello quedara no sólo expresado su opinión sobre la entrada correspondiente, sino que además pretenden ser categóricos como que mostrando versículos bíblicos no existe objeción alguna. Desconozco la intención última pero creo que es la de moralizarme con su libro «sagrado».
Discúlpenme, pero no, nunca tomaré semejante libro como explicación moral de mis actos.
Razones no me faltan para ello. Y si fuera mujer aún tendría mayor motivo para ello. Cada uno de los libros del Antiguo Testamento está plagado de versículos que -en consonancia con la época a la que pertenecen- enseñan que la esposa y las hijas son propiedad del marido. El Génesis habla de que Abraham prostituía a su mujer; el Éxodo autoriza a que las esclavas sean usadas para el placer sexual del varón; el Deuteronomio exige que la mujer violada se case con su violador, el cual deberá compensar al padre por la pérdida de su posesión…
Tampoco creo que tomase yo como referencia su libro sagrado en caso de ser homosexual, dado que, en el Levítico, se estaría disponiendo para mí la pena de muerte.
Pero no es preciso ser ni mujer ni homosexual para rechazar como patrón ético su libro. Yo tampoco lo quiero para mí en mi condición de hombre heterosexual. No deseo que las mitologías gobiernen mi vida; ni que textos arcaicos que prescriben barbaries para otros seres humanos me sirvan de guía espiritual. No me hacen falta.
no creo en dioses, no los necesito y, además, soy buena persona- Saramago
Creo poder definirme como buena persona pues aplico un principio muy básico: no querer para otros lo que no querría para mí. Y también creo en el cumplimiento de las leyes humanas, a pesar de sus imperfecciones. No me hacen falta ni intermediarios espirituales ni divinidades imaginadas para saber que no he de matar, ni violar, ni robar…
Y si su propósito no era hacer de mí una mejor persona, sino despertar en mí alguna fe religiosa, siento decepcionarle.
Porque los relatos sobre barcos-zoológicos, serpientes parlanchinas, comunicación telepática con entes dotados de superpoderes… no dejan de ser sólo eso: relatos. Leyendas. Pero todo es opinable: aún hoy sigue habiendo estudiosos del Antiguo Testamento explorando el Monte Ararat a la búsqueda de los restos del arca. Y la mayor parte de la humanidad sigue creyendo en esa comunicación telepática de la que hablábamos.
Cosas de la Fe del creyente
Cuando los creyentes de cualquier religión puedan entender lo cerca que está de un ateo será consciente verdaderamente de lo frágil que es su argumento teológico. Ambos somos ateos respecto al resto de dioses, presentes y pasados, de la humanidad. Lo cual supone muchos miles de dioses.
Lo que realmente nos distancia es esa palabra mágica llamada Fe. La Fe es lo que se tiene en las supersticiones. La fe religiosa, por definición, siempre es ciega. La fe consiste en creer por creer. En creer por pura necesidad emocional.
Veo a mi padre como va envejeciendo y va siendo cada vez más torpe. Así se verá día a día hasta apurar sus últimas idas y venidas por este mundo. Pues bien, fe sería creer que, cuando muera, una parte inmaterial de él va a salir volando en compañía de querubines alados. ¿Mi fe tendría alguna base que la respaldase, más allá de mi tristeza y de mi necesidad de creer, de mi deseo de que mi padre siguiese vivo en un paraíso?.
La respuesta es no: mi fe no tendría ningún cimiento.
La fe del creyente es un conjunto de creencias irracionales, transmitidas sin cuestionar de generación en generación.
Por el contrario, para no creer en mitos no hace falta fe. Yo no afirmo que los dioses no existan. Simplemente no creo en ellos. Y para no creer en algo no se precisa fe. Tan sólo he elegido no dejarme engullir por ningún engaño. Ni siquiera por el más engullidor de todos: el autoengaño. Para no creer en dioses no hace falta fe ninguna.
Por otra parte, lo que mostramos los ateos ante cosas que deseamos sean ciertas no es fe, sino confianza… Fe y confianza… Todos usamos esas dos palabras como sinónimos. Pero, en realidad, sus significados se parecen muy poco. La fe religiosa implica convicción. Presupone certeza.
La confianza no. La confianza duda. Pero, a pesar de sus inseguridades, se sustenta en bases racionales. Yo, por ejemplo, deseo y tengo confianza en que el avance de la ciencia conseguirá, tarde o temprano, mitigar los efectos de la demencia senil en los cerebros de futuras generaciones.
¿Por qué esa confianza? Porque he sido testigo de cómo la curiosidad, la investigación, los conocimientos científicamente adquiridos… han servido para alargar y mejorar las vidas del resto de órganos de nuestros cuerpos.
¿Puedo estar equivocado? Sí, por supuesto… ¡Se pueden tener certezas absolutas en tan pocas cosas!
Conservar celosamente mi derecho a reflexionar, porque incluso pensar erróneamente es mejor que no pensar en absoluto.
- Hipatia de Alejandría
Y tener fe es haber renunciado a pensar, conformándose tan sólo con las creencias heredadas…
Mucho más cómodo, tener fe. Ahora bien, si alguien sostiene que un creador divino le regaló la inteligencia, tener fe, por cómodo que sea, parece una forma poco coherente de darle las gracias.
