Erasmo de Rotterdam presentaba así a Julio II en un panfleto publicado de forma anónima tras la muerte del pontífice:
Rodeado de una turba de soldados de aspecto siniestro, vestido él mismo con una armadura de guerrero manchada de sangre, con una mirada salvaje, ceño amenazador y expresión arrogante.
Estos fueron los rasgos que muchos contemporáneos observaron con escándalo en este papa de carácter intempestivo, que comandó ejércitos, tramó alianzas políticas, celebró sus victorias con paseos triunfales y no dejó de acumular poder. Otros, en cambio, vieron en él al defensor de Italia frente a los invasores extranjeros, así como a un gran mecenas que quiso emplear a los mejores artistas de su época, desde Bramante y Rafael hasta Miguel Ángel.
Giuliano della Rovere nació en 1443 en la ciudad italiana de Albisola, cerca de Savona. Su familia era modesta. Su tio protagonizó una fulgurante carrera en la Iglesia, que lo llevó a cardenal y a ostentar la tiara papal cuatro años después, con el nombre de Sixto IV. Bajo su protección, Giuliano emprendió el mismo camino de ascenso en la esfera eclesiástica, hasta obtener en 1471 el capelo cardenalicio. Conocido como il Vincula por una de las muchas prebendas que recibió de su tío, se hizo notar pronto por su carácter colérico. Se decía, por ejemplo, que golpeaba a los criados que lo hacían enojar.
Rival de los Borgia
Durante el papado de Sixto IV, el cardenal Giuliano desempeñó importantes misiones diplomáticas y militares. En 1474, por ejemplo, se puso al frente del ejército papal para restablecer la autoridad pontificia en Umbría. Dos años después marchó a la corte de Luis XI de Francia, donde anudó una conexión privilegiada con la monarquía francesa, que mantendría largo tiempo.
A la muerte del pontífice, en el año 1484, Giuliano conservó un gran ascendiente sobre el nuevo papa, Inocencio VIII, y su infancia en la curia cardenalicia no hizo sino crecer; una idea gobernaba su mente: subir él mismo al trono de san Pedro. Sin embargo, en su camino se interpuso otro cardenal no menos ambicioso que el propio Giuliano: el valenciano Rodrigo Borgia. Los dos habían intervenido a favor de la elección de Inocencio VIII, pero enseguida surgió entre ambos una gran rivalidad, hasta el punto de que ante el lecho de muerte de Inocencio VIII ambos cardenales llegaron al insulto y Giuliano llamó al Borgia:
¡Bárbaro y puerco catalán!
A la muerte de Inocencio, la declarada y conocida simpatía de Giuliano por Francia y las enormes prebendas distribuidas por la familia de los Borgia entre los cardenales inclinaron la balanza en favor de Rodrigo. Temiendo por su vida, Giuliano huyó apresuradamente de Roma para refugiarse en su castillo fortificado de Ostia. Y en julio del año siguiente abandonó Italia camino de la corte de Carlos VIII de Francia.
Allí, Giuliano envalentonó al monarca francés para que llevara a cabo su ambicioso proyecto de invadir Italia, deponer a Alejandro VI y conquistar el reino de Nápoles. En 1494 acompañó a Carlos en su expedición al frente de su poderoso ejército, con el que entró en Florencia y posteriormente en Roma. Sin embargo, al año siguiente las tropas galas tuvieron que abandonar Italia ante las maniobras de la diplomacia vaticana y la alianza de los principales reinos y ducados italianos contra el enemigo común. Giuliano recibió garantías de que se respetarían sus bienes y su persona, pero no volvió a su residencia en Roma. Pese a los intentos de pactar con Alejandro VI su retorno, los recelos y desavenencias con el papa persistieron, y Giuliano pasó varios años entre Saboya, Milán y Monferrato.
Hubo de esperar a la muerte de Alejandro VI para volver a Roma a tiempo para tomar parte en la elección de un nuevo papa. En el cónclave era uno de los cardenales mejor situados para alcanzar la tiara pontificia, pero César Borgia, el hijo de Alejandro, logró que fuera elegido el cardenal Francesco Piccolomini. Sin embargo, el nuevo papa, Pío III, murió 26 días después y se reunió un nuevo cónclave. Esta vez, César Borgia, necesitado de alianzas para asegurar su posición política, cedió a las falsas promesas de Giuliano. Después de una deliberación que duró apenas unas horas, Giuliano resultó elegido papa con 37 votos de los 38 posibles, y adoptó el nombre de Julio II.
El papa guerrero
A pesar de las restricciones al poder papal acordadas en el cónclave, el impaciente y desafiante Julio II no tardó en dar rienda suelta a sus ambiciones. El reto más inmediato lo representaba César Borgia, que controlaba el ducado de la Romaña, un territorio que pertenecía a los Estados Pontificios. Julio hizo detener a Borgia para encerrarlo en el castillo de Sant’Angelo y entregarlo poco después a las tropas españolas del Gran Capitán.
A continuación, el pontífice lanzó su ejército contra las principales ciudades del ducado, que tras la captura de César Borgia habían vuelto a manos de sus antiguos gobernantes o habían caído bajo el dominio veneciano. Para asombro y escándalo de muchos de sus contemporáneos. Julio II no dudó en dirigir él mismo en persona las operaciones militares. Perugia se rindió y Bolonia capituló después de dos meses de asedio, en noviembre del mismo año. La presencia del papa en el campo de batalla y su entrada triunfal en Bolonia, llevando desafiante una armadura bajo los ropajes papales, le valieron los epítetos de «papa guerrero» y «terrible pontífice».
Sin embargo, Julio II aún no había conseguido el objetivo de consolidar su dominio en toda la extensión de los Estados Pontifícios, pues la poderosa república de Venecia rehusaba devolver las ciudades conquistadas. Incapaz de vencer a los venecianos únicamente con las tropas pontificias, Julio II decidió mover los hilos de la diplomacia. En diciembre de 1508 ya había conseguido comprometer en una misma liga al emperador Maximiliano I, a Fernando el Católico, al rey de Francia Luis XII, a la república de Florencia y a los duques de Saboya y Mantus. Cinco meses después los ejércitos de la liga de Cambrai infligían una dura derrota a los venecianos en la batalla de Agnadello, cerca de Milán. Al poco tiempo, la república veneciana se rendía y devolvía las ciudades remañolas de Rimini y Faenza a los Estados Pontificios, además de perder gran parte de sus posesiones en la Tierra Ferma, sus dominios continentales.
Pero el papa y sus aliados italianos pagaron un precio muy alto por su victoria sobre los venecianos, pues ésta acrecentó la presencia de franceses y españoles en tierras italianas. Julio II, que tanto había hecho para abrir las puertas de Italia a las potencias extranjeras, se alzó de repente contra ellas y salió de nuevo al campo de batalla para expulsarlas de la Península, al grito de:
¡Fuera los bárbaros!
Francia, la potencia que había ayudado al cardenal Giuliano della Rovere en su camino hacia el solio pontificio, fue la primera en sufrir sus malas artes. Según declaró el papa a su fiel amigo Prospero Colonna, «Luis XII quiere que me convierta en su capellán, pero antes de convertiré en mártir. El rey de Francia es un poderoso soberano, pero Dios es más poderoso y más grande que él.» En una serie de libelos difamatorios, el papa difundió una verdadera leyenda negra contra los franceses, a los que comparó con las hordas bárbaras de Medievo. El siguiente pas ofue excomulgar a todos aquellos príncipes italianos que ayudaran a Luis XII, como el duque Alfonso de Ferrara, a la vez que rehabilitaba públicamente a sus antiguos enemigos venecianos. La respuesta del rey de Francia no tardó. En septiembre de 1510 convocaba en Tours un sínodo de obispos franceses que determinó el derecho de todo príncipe a invadir los Estados Pontificios y a retirar la obediencia de sus súbditos al papa si éste atacaba sus dominios.
En ese momento, Julio II ya dirigía su ejército hacia Bolonia, al tiempo que una flota pontificia intentaba infructuosamente recuperar la ciudad de Génova. Tan pronto llegó a Bolonia, el papa enfermó de fiebres. Se recuperó a finales de 1510, y entonces, junto con tropas venecianas y suizas, emprendió el ataque sobre los territorios italianos bajo control francés. A lo largo de los fríos meses de invierno, Julio II dirigió con determinación la toma de Concordia y, sobre todo, el terrible asedio de Mirandola, una plaza que hizo bombardear sin pausa hasta su rendición en enero de 1511. Este episodio consagró definitivamente su imagen como papa guerrero. Las crónicas refieren que durante el sitio de dicha ciudad estuvo a punto de ser alcanzado por una bala de cañón de los defensores y que, una vez caída la plaza, fue el primero en entrar en ella subiendo por una escalera a través de una grieta en la muralla. El embajador veneciano escribiría en una carta:
Es cosa de registrar en todas las historias del mundo que un papa haya venido al campo de batalla, aun afectado por la enfermedad, con tanta nieve y frío como hacer en enero
Tras la conquista de Mirandola, el pontífice lanzó sus tropas contra Ferrar con la determinación que lo había caracterizado hasta el momento. Al parecer, en otro de sus exabruptos, habría declarado:
Quiero Ferrara; preferiría morir como un perro antes que ceder esta plaza.
Pero ante el avance del ejército francés tuvo que desistir de la empresa, trasladándose a Ravena y unos meses después a Roma. Embajadores del papa y del soberano de Francia se reunieron en la ciudad de Módena para empezar las negociaciones diplomáticas, pero Luis XIII demostró entonces que el papado no era el único que sabía moverse con destreza fuera del campo de batalla. Con la ayuda del rey francés y del emperador Maximiliano, cinco cardenales convocaron un concilio en Pisa para contrarrestar la política antifrancesa del papa. Cuando Julio II se vio postrado en cama por una fuerte recaída de sus fiebres, el emperador Maximiliano concebió incluso el plan de unir la tiara pontificia con la corona imperial si el obstinado pontífice fallecía.
Sin embargo, Julio II se recuperó a finales de agosto. La diplomacia vaticana, entretanto, había preparado una gran alianza internacional para expulsar a los franceses de Italia. En octubre de 1511 quedó constituida la Santa Liga, formada inicialmente por el papa, la república de Venecia y Fernando el Católico. Al mes siguiente se adhirieron a ella los suizos y Enrique VIII de Inglaterra, lo que llevó a su vez al emperador Maximiliano a abandonar a su suerte la monarca francés. La batalla de Ravena, en abril de 1512, coronó en el campo de batalla la estrategia del papa: los franceses, derrotados por la infantería suiza, huyeron, y Julio II anexionó el ducado de Módena y las ciudades de Parma, Reggio y Piacenza a los Estados Pontificios. Los «bárbaros» habían sido expulsados, y el dominio papal en Italia parecía más incontestable que nunca. Pero cuando el papa pensaba en volcar todos los esfuerzos contra el dominio hispánico en el reino de Nápoles, su salud le traicionó otra vez y, a inicios de febrero, quedó postrado de nuevo a causa de la enfermedad.
Finalmente, la noche del 20 al 21 de febrero de 1513, Julio II fallecía en su lecho vaticano. Aunque no pudo ser enterrado en la grandiosa y monumental tumba que había proyectado para él Miguel Ángel, pues aún estaba sin finalizar, quince días después de su muerte se organizó en Roma una multitudinaria procesión para celebrar las conquistas y victorias del «pontífice máximo, libertador de Italia y vencedor del cisma». Otros contemporáneos se mostraron menos entusiastas, como el historiador Guicciardini, que sentenció que los éxitos militares del pontífice Julio II habrían sido «dignos ciertamente de suma gloria si hubiese sido un pontífice secular». y no la máxima autoridad religiosa de la cristiandad.
