A fines del siglo XV el poeta converso Juan Álvarez Gato se refería al tribunal de la Inquisición como «la muerte que llovizna cada día». Trescientos años más tarde, a comienzos del XIX, el escritor liberal José María Blanco White invitaba a los extranjeros a instalarse en España y probar, refiriéndose al Santo Oficio, lo que era el tormento de «esa gota de agua que cae sin interrupción sobre uno». Ambos autores, representantes de dos de los muchos colectivos sobre los que se cebó la inquisición española, describían de forma similar el «efecto» de aquel tribunal en la sociedad española, en la que fue calando como una lluvia fina en la memoria colectiva. La Inquisición, creada por los Reyes Católicos en 1478 y extinta en 1834, no fue un invento nuevo. Ya había estado funcionando en Francia y en la Corona de Aragón. Las bases jurídicas y teológicas de aquella antigua Inquisición creada a comienzos del siglo XIII para reprimir la herejía cátara sirvieron a los primeros inquisidores castellanos que comenzaron su andadura represiva sobre la comunidad conversa sevillana en 1480.
A diferencia de la Inquisición medieval, que dependía de Roma, la nueva Inquisición española se creó dependiente directamente de los Reyes Católicos. El nombramiento de fray Tomás de Torquemada como inquisidor general en 1483 supuso situar al frente a un Gran Inquisidor, asistido por un Consejo -el Consejo de la Suprema Inquisición-, uno más en la estructura política de la monarquía, organizada mediante instituciones de este tipo.
Aunque esta institución se levantó sobre las bases de la Inquisición medieval, una de las claves de su pervivencia a lo largo de los siglos fue su sorprendente capacidad para dar contenido a su razón de ser, la persecución de la herejía. Porque, en definitiva, ¿qué es la herejía? La teoría teológica y jurídica la definía como cualquier acción o palabra al margen de las creencias y dogmas de la Iglesia católica. Pero la Inquisición llenaría esta palabra de otros contenidos a lo largo de los siglos en función de las «necesidades» políticas, sociales y religiosas de cada momento. Y todo ello desde su posición privilegiada, otorgada por el papado y la monarquía, por la cual los inquisidores se atribuían el papel de jueces de Dios. Esa elasticidad del concepto de «herejía» fue la que le permitió convertirse en un pieza clave de la política nacional. De perseguir a los criptojudíos en el siglo XV, la Inquisición pasó a reprimir a masones y liberales en el siglo XIX.
El problema de las conversiones
Cuando la Inquisición fue creada en 1478 se invocó como razón para ello el enorme número de falsos conversos o judaizantes: judíos convertidos al cristianismo que continuaban practicando en secreto su antigua fe.
La Inquisición de aquellos primeros años, hasta 1530, se dedicó a controlar de manera brutal a la población conversa. Sólo en el tribunal de Valencia los judaizantes procesados por la Inquisición hasta esa fecha fueron 2.156. El descubrimiento de una sinagoga clandestina en Valencia en 1500 contribuyó a radicalizar la represión. En Mallorca se procesó a 769 chuetas (nombre que allí se daba a los conversos judíos), y dos de cada tres fueron condenados a muerte. Familias enteras de conversos fueron barridas.
La familia del filósofo Juan Luis Vives, uno de los grandes representantes del pensamiento humanista, ha quedado como el más visible testimonio de la tragedia de la comunidad de conversos valencianos: su madre fue detenida por primera vez a los catorce años, y su abuela materna fue quemada junto a su padre en un auto de fe en el que también ardieron otras seis personas, todas de su familia. Por eso casi toda su carrera se desarrollara en el extranjero, donde gozó del aprecio y de la amistad de autores como Erasmo de Rotterdam y Tomás Moro.
La represión fue tan intensa que el problema converso cambió de perfil desde mediados del siglo XVI. Es estatuto de limpieza de sangre, formulado por la iglesia de Toledo considera el hito que marca la nueva era: el problema ya no radicaba en el ejercicio de la religión, sino en la cuestión genealógica, en la presencia de ascendientes judíos en las familias, porque dicho estatuto convertía en ciudadanos de segunda, sin posibilidad de acceder a cargos públicos, a todos los que tuviesen sangre judía hasta la tercera generación.
Esto impulsó cierta manipulación de la memoria familiar: tanto el padre de santa Teresa de Jesús como el de fray Luis de León falsificaron su ejecutoria de hidalguía para acceder a cargos públicos. Había que demostrar que se tenía una familia «limpia», de cristiano viejo. El abuelo de Teresa, Juan Sánchez, rico mercader toledano en telas finas, había desfilado en un auto público de fe como judaizante. Pero sus hijos y nietos insistieron en no pagar impuestos, como si fueran hidalgos; y el padre de Teresa se casó dos veces con hidalgos abulenses, dándose a la vida noble hasta dilapidar las dotes de sus esposas.
En cuanto a los musulmanes, un edicto de los Reyes Católicos obligaba a los de Castilla a elegir entre el cristianismo y la expulsión. Muchos eligieron el bautismo y negociaron un período de transición para instruirse en la fe sin temor a persecuciones por sus eventuales errores. Surgía de este modo el problema morisco, que persistió a lo largo de todo el siglo XVI hasta la solución final: la expulsión de 1609. Hubo moriscos en Aragón, Valencia, Granada, Castilla… Los moriscos fueron un problema sobre todo religioso, por su resistencia al adoctrinamiento pues mantuvieron su lengua, sus tradiciones y su organización religiosa.
Pero desde mediados del siglo XVI, el problema morisco fue adquiriendo unos tintes cada vez más políticos, hasta que la actividad de los piratas berberiscos en las costas mediterráneas de la Península implicó su definitiva politización. El acoso al que se vio sometida la comunidad morisca determinó la revuelta de las Alpujarras en 1568, con consecuencias funestas para los 80.000 moriscos granadinos, que fueron obligados a la dispersión por Castilla. A partir de 1580 se fue gestando la idea de la expulsión, que se hizo efectiva en 1609, en el reinado de Felipe III.
Contactos con el maligno
Distinto, en cierto modo, fue el tema de la brujería. Respecto a él, la Inquisición mostró siempre una actitud ambigua. En toda Europa, desde mediados del siglo XVI y hasta mediados del XVII, se extendió una caza de brujas que elevó a miles el número de víctimas de las persecuciones. En cambio, en España fue siempre una «caza menor» gracias a un escepticismo militante por parte de los inquisidores, un escepticismo vinculado a la imagen de la mujer.
Los inquisidores jamás dudaron de la existencia del diablo ni de su poder. Pero las mujeres eran mentalmente frágiles. Por tanto, todas las afirmaciones de las presuntas brujas acerca de vuelos nocturnos, relaciones con el diablo o asesinatos rituales ¿debían ser creídas a pies juntillas o eran el resultado de la debilidad mental femenina? Hubo una división notable de opiniones. En Granada se decidió que, antes que castigar, era mejor enviar párrocos a los pueblos para que adoctrinaran a la población.
De la cautela del Santo Oficio da cuenta un episodio sucedido en 1548, cuando un inquisidor del tribunal de Barcelona, Diego Sarmiento, abrió proceso contra varias mujeres acusadas de brujería. Las presiones que recibió y su ansia por congraciarse con las autoridades locales le llevaron a condenar a seis mujeres a la hoguera. Pero el Consejo de la Suprema Inquisición envió a un inspector, Francisco Vaca, para saber qué estaba pasando. Su informe fue terminante: las mujeres habían sido injustamente condenadas. Sarmiento se vio obligado a devolver los bienes confiscados y a liberar al resto de presas, y fue suspendido de empleo durante dos años. El inspector concluyó su informe con autocrítica:
Y es de doler que todos los jueces con los oficiales que tenemos somos antes aficionados a condenar que a absolver y esto se ve claro en que cuando salimos del tormento si el reo niega salimos muy tristes y si confiesa muy alegres y esto no es poca parte para que los reos confiesen.
Un comportamiento parecido lo encontramos más tarde en la cautelosa actuación del inquisidor Alonso de Salazar y Frías en la famosa caza de brujas llevada a cabo en el pueblo navarro de Zugarramundi desde 1609. Escéptico a la hora de dar credibilidad a los testimonios, Salazar supo demostrar que éstos en su gran mayoría eran falsos; muchos eran producto del clima emocional creado por la misma predicación inquisitorial.
Hay que decir que los archivos inquisitoriales están llenos de hechiceros y hechiceras del más diverso pelaje. En 1527 se detuvo en la localidad de Pareja (Guadalajara) a Francisca de Ansarona. Hacía treinta años que mantenía relaciones con el diablo, que se le presentaba en forma de hombre joven y negro, con los ojos rojos y la voz ronca. Francisca se untaba con una mezcla de grasa de caballo y de culebra, corteza de nogal y grasa de niño, y volaba diciendo: «De viga en viga, con la ira de Dios y santa María». A Francisca se la acusaba de haber asesinado a doce criaturas y, para lograr su confesión, se la sometió al tormento del agua; dicho tormento consistía en dejar caer sobre un trapo de lana introducido en la garganta del reo ciertas medidas de agua; al ir descendiendo el trapo, el reo empezaba a ahogarse mientras se hería la garganta en sus ansias por respirar.
Aunque quizás el más famoso mago fue Eugenio Torralba. Nacido a finales del siglo XV en Cuenca, el doctor Torralba marchó a Roma siendo una adolescente, y allí estudió filosofía y medicina. Entre las muchas amistades que hizo en la ciudad estaba un espíritu o ángel bueno, llamado Zequiel, que aparecía en luna nueva, plenilunios y cualquier otro día que le acomodase. Torralba se hizo famoso en Roma, pero también en España, gracias a sus estudios de quiromancia y su profundo conocimiento de las plantas medicinales, conocimientos transmitidos por Zequiel.
En Roma, Torralba sup0 de la muerte del rey Fernando el Católico en 1516 el mismo día que ocurrió, merced a Zequiel, y así creció su fama de vidente. La aventura más espectacular que vivió tuvo lugar el 5 de mayo de 1527: Zequiel le dijo que Roma sería tomada por las tropas imperiales de Carlos V, y Torralba fue allí para verlo. De la mano de Zequiel, con los ojos bien cerrados, se trasladó de Valladolid a Roma aquella noche en sólo una hora. Denunciado al Santo Oficio en 1528, Torralba fue condenado tres años más tarde.
La sexualidad fue otro de los ámbitos en que actuó la Inquisición. A partir de la segunda mitad del siglo XVI, tras el concilio de Trento, amplió su campo de acción sobre todos aquellos delitos sexuales que atentaban contra la moral católica: solicitación de confesionario, bigamia, homosexualidad y bestialismo.
La Inquisición y los delitos sexuales
El delito de solicitación de confesionario entró en el ámbito inquisitorial a partir de 1561 y su vigilancia se acentuó en el siglo XVII. Se trataba de penalizar los abusos sexuales que los confesores pudieran cometer sobre sus penitentes en el marco de la confesión. Naturalmente, la mayoría de los denunciados solía negar el delito, y la estrategia más extendida como defensa era la de desacreditar a la denunciante. Y, por supuesto, muchos alegaron que sus gestos y palabras habían sido malinterpretados.
La variedad de situaciones es compleja: desde los confesores que buscan lugares discretos para trabar relaciones íntimas hasta la tosquedad de los que actúan en el mismo confesionario. Tocamientos, besos, exhibicionismo, relaciones completas, sadismo, masoquismo, onanismo… Son múltiples las formas de expresión de este delito.
Toledo, 1591
ACUSACIÓN: Los vecinos de una aldea, tras el fallecimiento repentino de cinco niños, acusaron a una mujer llamada Catalina Mateo de haberlos matado con artes de brujería. Arrestada y torturada por la justicia episcopal, Catalina confesó que por las noches se reunía con el diablo y volaba hasta las casas vecinas, donde mataba a los niños quemando su espalda y rompiendo sus brazos.
SENTENCIA: Trasladada al tribunal de Toledo, declaró que había confesado por miedo a la tortura. Los inquisidores volvieron a torturarla, y confesó de nuevo. Fue condenada a adjurar de levi (lo que sucedía cuando las sospechas eran leves) en un auto de fe, a recibir 200 azotes y a ser encarcelada por el período que la Inquisición juzgara oportuno.
Granada, 1595
ACUSACIÓN: Mientras se hallaba en Granada, un humilde pastor reveló a sus amigos que no creía en el sacramento de la confesión. «Qué confesión pensáis que es la que se hace con un clérigo que tan pecador es como yo, que la perfecta confesión es la que se hace con Dios», dijo. Fue denunciado por ello a la Inquisición.
SENTENCIA: Los inquisidores, tras interrogar al pastor, dijeron de él que «parecía muy rústico e ignorante y de poca capacidad de entendimiento y casi falto de él». Para evitar que cundiera su mal ejemplo, decidieron sentenciarlo a ser recluido durante una temporada en un monasterio con la finalidad de que allí fuese educado en los principios de la religión católica.
Sevilla, 1627
ACUSACIÓN: Catalina de Jesús, una «beata» (mística) de Linares, rechazaba los ritos religiosos ordinarios, como asistir a misa o adorar las imágenes de santos. Se enorgullecía de haber alcanzado un «estado de perfección» que le permitía comunicarse directamente con Dios: «teniendo a Dios dentro de si no había más que mirarle allí», decía.
SENTENCIA: Un total de 145 testigos declararon que su santidad era fingida y que, en realidad, esta mujer vivía en trato sospechoso con varios clérigos. En 1627 salió en acto público con insignias de penitente, abjuró de leve y fue condenada a pasar seis años en un convento realizando ayunos y oraciones, bajo la supervisión de un confesor designado por el Santo Oficio.
Madrid, 1632
ACUSACIÓN: Juan y Enrique Núñez Saravia, financieros madrileños descendientes de judios protugueses, fueron acusados de practicar en secreto el judaísmo y de proteger a otros judaizantes, y se les detuvo. Juan fue sometido a tormento y, aunque no confesó nada, se le acusó de sacar del país meneda con destino a judíos del extranjero.
SENTENCIA: Juan fue condenado a adjurar de vehementi (cuando la sospecha era grande) y pagar una cuantiosa multa: 20.000 ducados. A Enrique se le confiscaron sus propiedades, por valor de 300.000 ducados. Los dos aparecieron, junto a otros condenados por judaizar, en el auto de fe organizado en Toledo el 13 de diciembre de 1637. La condena supuso la ruina para ambos.
El de Manuel de Ocanto y Rivera es un caso ilustrativo. Teólogo, jurista, profesor universitario, miembro de la Real Audiencia sevillana, fue también un sujeto lascivo, que usaba sus conocimientos para «convencer» a sus penitentes de que accedieran a sus poco edificantes deseos. Es lo que le aconteció a doña Ana Amis, una joven sevillana que empezó a confesarse con él. Parece que la joven tenía cierto problema sexual que llevó al confesor a formular preguntas impertinentes, «indecentes y de mera curiosidad».
Tras varias confesiones, Ocanto apuntó que la solución al problema, fuese cual fuese, «podría ser… que le manifestase sus partes pudendas». El «podría ser» se convirtió en hecho consumado, y el confesor citó a la joven fuera del confesionario afirmado que sería necesario «tener cópula para actuarse de las preguntas que la tenía hecha». El plan se cumplió en la forma prevista, ante la inquietud de doña Ana, a quien «le parecía imposible no hubiera pecado en aquello». Pero don Manuel era hombre inteligente: se presentó ante el Santo Oficio para autoinculparse en 1757, subrayando que la relación no había tenido lugar en el marco del sacramento de la confesión. Escapó con una suspensión de oficios, aunque fue rehabilitado en 1764.
En cuanto a la bigamia, ésta entró en el ámbito inquisitorial hacia 1545, y de forma intensa al finalizar el concilio de Trento en 1564. La Inquisición medieval no había intervenido sobre este delito porque se consideraba de jurisdicción secular. Pero la redefinición del matrimonio como sacramento y la delimitación de los poderes de la Iglesia en su sanción religiosa y social permitió que la Inquisición extendiera su vigilancia sobre ese delito en combinación con la justicia seglar y la eclesiástica.
El factor de mayor incidencia en la bigamia era la movilidad geográfica. En Cataluña un porcentaje elevado de los procesados en el siglo XVI por este delito eran franceses que, bien por la crisis económica, bien por las guerras de religión en Francia, habían huido hacia el sur abandonando a sus mujeres en su país natal y se habían vuelto a casar en su tierra de acogida. Normalmente eran otros compatriotas los que, habiéndolos conocido en origen, denunciaban el nuevo matrimonio.
El pecado nefando
Sodomía y bestialismo estaban considerados actos contra natura. La delimitación canónica distinguía entre pecados «naturales» -fornicación simple, prostitución y fornicación cualificada (adulterio e incesto)- y los «contra natura». Estos últimos eran denominados el «pecado nefando». Tradicionalmente, los castigos por este delito eran terribles.
La Inquisición no intervino en estos temas hasta 1524, y sólo en la Corona de Aragón. En Castilla la jurisdicción sobre tales delitos la tuvo la justicia ordinaria, civil o eclesiástica. Eran frecuentes las relaciones entre aprendices y maestros, a las que seguían en número las protagonizadas por el clero. Podemos mencionar el caso de Antoni Joan Astor, canónigo y beneficiado de la catedral de Barcelona, personaje singular de 47 años que, en 1610, con sus conocimientos jurídicos, creó enormes problemas al tribunal de Barcelona alargando su proceso durante cuatro años y recibiendo penas relativamente suaves por sus cinco casos consumados de sodomía.
Tras los eclesiásticos, los reos más numerosos de este delito eran los labradores, marinos, esclavos, tejedores, criados, estudiantes y pastores, por este orden; se trataba de la gente de la tierra y de la gente que se desplazaba con frecuencia. Parece evidente el componente xenófobo en algunos procesos que se cebaban en la condición de extranjero del procesado, como sucedió con aquel trompetista veneciano que hipnotizaba a los jóvenes de Castejón de Monegros y se los llevaba al castillo de este pueblo, juzgado en Zaragoza en 1656.
También se dan casos de travestismo, como el de Elena de Céspedes, alias Eleno de Céspedes. Nacida en Granada en 1546, su descompensación hormonal pronto empezó a inquietarla. Tras abandonar el hogar, apuñaló a un hombre en una reyerta, se disfrazó de varón y trabajó como pastor, labrador, soldado, sastre y cirujano en Madrid. Fue en la corte donde un colega le hizo una operación que la convirtió en hombre. Como cirujano se trasladó a Yepes (Toledo), donde al parecer gozó de cuantas mujeres deseó. Tras forzar a una, se vio obligado al matrimonio, pero antes de la ceremonia huyó. Denunciado a la Inquisición en Toledo, al ser examinado se comprobó que se le estaba pudriendo el sexo -de tanto montar a caballo, según él-, el cual se le cayó, quedándole el de mujer. Naturalmente, para los inquisidores todo esto era prueba de contactos diabólicos, por lo que Elena fue condenada a galeras.
En cuanto al bestialismo, los animales más solicitados fueron las burras y las mulas, y en menor grado las perras, cabras, vacas, ovejas, cerdas y gallinas. Los zoófilos eran esencialmente varones y jóvenes. Y algunos muy imprudentes, como el napolitano Camilo Capito, de 18 años, a quien no se le ocurrió otro lugar para «conocer» a su cabra que la plaza del mercado de Millas, en el camino hacia Perpiñán. Recordaría su imprudencia durante los siguientes ocho años, sentado en el barco de una galera.
La tentación de pensar
La Inquisición pronto se dedicó a censurar una tentación funesta para el orden establecido: la de pensar en libertad. Las primeras disidencias se dieron ya en el siglo XVI, con respecto a la influencia de Erasmo de Rotterdam y su obra. Ni siquiera es posible hablar aquí de herejía en sentido estricto, sino de una crítica moral e intelectual corrosiva para una Iglesia católica que había entrado en la época moderna con grandes rémoras medievales y que sufría desde 1517 el acoso del protestantismo en amplias zonas de Europa.
No es excesivo decir que algunas de las mejores cabeza españolas del siglo XVI se vieron limitadas, oprimidas y perseguidas por la Inquisición; otras muchas tuvieron que autocensurarse para evitar un enfrentamiento de funestos resultados. Ello sucedía tanto en el ámbito intelectual como en el religioso: fray Luis de León, fray Luis de Granada, Juan de Ávila, Alonso Ruiz de Virués, Juan de Vergara, Bernardino Tovar… Con razón se quejaba Juan Luis Vives desde Brujas de «estos tiempos difíciles en que no se puede hablar ni callar sin peligro». Igualmente, se vieron perseguidas corrientes espirituales diversas, como el «alumbradismo» de Francisco de Osuna, el «dejamiento» de beatas como Francisca Hernández, Magdalena de la Cruz o Isabel de la Cruz. Las fronteras de uno y otro movimiento no están claras en absoluto, y tampoco lo estuvieron para los inquisidores que las juzgaron.
En cuanto al protestantismo, su presencia fue más bien efímera. En España ya se tenían noticias de Martín Lutero en 1519, y se hablaba de la introducción de libros luteranos en la Península. Pero hasta mediados del siglo XVI, Lutero fue más bien una amenaza fantasmal. En 1558 las cosas cambiaron. El descubrimiento de focos protestantes en Valladolid y Sevilla, y de grupos menores en Zaragoza o Valencia, desató el pánico. En estos grupos había gentes de todo tipo: desde artesanos, clérigos y monjas hasta gente de la nobleza. La acción inquisitorial fue brutal. Más de cincuenta personas fueron condenadas a muerte en los autos de fe de 1559 y 1560, y en total hubo más de 200 procesados. Fruto de ello fue el exilio, a lo largo del siglo XVI, de todo un rosario de protestantes españoles: los hermanos Enzinas, Francisco de San Román, Juan Pérez de Pineda, Cipriano de Valera… En el siglo XVIII la Inquisición sería especialmente beligerante frente a las corrientes de pensamiento reformista e ilustrado que amenazaban el orden establecido. Los roces con ilustrados relevantes son bien expresivos: el conde de Aranda, Campomanes, Floridablanca, Jovellanos…
Otro objetivo inquisitorial fue la masonería. Ésta había surgido en 1717. cuando varios ingleses formaron en Londres una organización basada en la tolerancia y fraternidad. El culto secreto de los masones, sus ceremonias complicadas, su gusto por lo litúrgico y simbólico, generaron una atracción tan intensa como preocupante para los gobernos (fuesen éstos protestantes o católicos) y para la Iglesia.
En España, la masonería fue introducida por los franceses que acompañaron a Napoleón. Enemigo de la ignorancia, el error, la intolerancia, el fanatismo y la superstición, el masón se presentaba como portavoz de la razón, la ilustración y el progreso en artes y ciencias, la tolerancia y la igualdad civil. Fueron precisamente los mismos franceses quienes, una vez puesto en el trono español José Bonaparte, hermano de Napoleón, decretaron en 1808 el final del Santo Oficio, lo mismo que harían cinco años después las Cortes de Cádiz, de carácter liberal.
La entronización de Fernando VII supondría, además de la vuelta al absolutismo, el retorno de la Inquisición, pero nada fue ya como antes. El tribunal se convirtió en un arma contra las ideas liberales, pero cada vez más contestado y con menos peso efectivo. Tras la muerte del rey, su viuda, María Cristina, decretó la abolición definitiva del Santo Oficio el 15 de julio de 1834.
