Si examinamos las virtudes cristianas, encontramos en ellas la huella del fervor y veremos que son poco afortunadas para el hombre, se elevan más allá de su esfera, son inútiles para la sociedad y tienen a menudo las más peligrosas consecuencias. En definitiva, en los preceptos o consejos que Jesucristo vino a darnos, no hallaremos sino máximas exageradas, cuya práctica es imposible, y reglas que, seguidas al pie de la letra, perjudicarían a la sociedad. En aquellos preceptos que pueden llevarse a la práctica no encontraremos nada que no fuese ya mejor conocidos por sabios de la Antigüedad sin la ayuda de la revelación.
Según el Mesías, toda su fe consiste en amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo. ¿Es posible este precepto? ¡Amar a un Dios colérico, caprichoso e injusto, amar al Dios de los judíos! ¡Amar a un Dios injusto, implacable, lo bastante cruel como para condenar eternamente a sus criaturas! ¡Amar al objeto más temible que el espíritu humano haya podido alumbrar jamás! ¿Está hecho un objeto semejante para suscitar en el corazón del hombre un sentimiento de amor? ¿Cómo amar lo que se teme? ¿Cómo adorar a un Dios que nos obliga a estremecernos bajo un látigo? ¿No es un autoengaño persuadirse de que se ama a un Dios tan terrible y tan apropiado para provocar indignación?
Séneca dice, con razón, que un hombre sensato no puede temer a los dioses, ya que nadie puede amar lo que teme. Deos nemo sanus timet, furor enim est metuere salutaria, nec quisquam amat timet. La Biblia nos dice: Initium sapientia, timor Domini (El principio de la sabiduría es temer al Señor). ¿No es más bien el principio de la locura?
Debido a su naturaleza, se ama a sí mismo por encima de los demás, ama a los otros sólo en cuanto contribuyen a su propia felicidad, es virtuoso cuando hace el bien a su prójimo y generoso cuando sacrifica su amor propio, pero lo ama sólo por las cualidades útiles que encuentra en él; sólo puede amarlo cuando lo conoce y su amor no es forzado a regularse según las ventajas que recibe.
Amar a los enemigos es, por tanto, un precepto imposible. Uno puede abstenerse de hacer el mal a quien nos perjudica, pero el amor es un movimiento del corazón que no se estimula más que al contemplar algo que juzgamos favorable para nosotros. Las leyes justas de los pueblos civilizados han prohibido siempre vengarse o hacer justicia uno mismo. Un sentimiento de generosidad, grandeza del alma o valor puede llevarnos a hacer el bien a quien nos ofende; entonces nos volvemos más grandes que él e incluso podemos cambiar la disposición de su corazón. De este modo, sin recurrir a una moral sobrenatural, sentimos que nuestro propio interés exige que acallemos la venganza en nuestros corazones. Que los cristianos dejen, pues, de ponderarnos el perdón de las injurias como un precepto que sólo un Dios puede ofrecer y que demuestra la divinidad de su moral. Mucho tiempo antes que el Mesías, Pitágoras dijo: Sólo hay que vengarse de los enemigos procurando hacer amigos. Sócrates dice en Critón: A un hombre que ha recibido una injuria no le está permitido vengarse por medio de otra injusticia.
Jesús olvidaba que hablaba a hombres cuando, para conducirles a la perfección, les habló de abandonar sus posesiones a la codicia del primer ladrón, poner la otra mejilla para recibir un nuevo ultraje, soportar la violencia más injusta, renunciar a las riquezas perecederas de este mundo, abandonar el hogar, los bienes, los parientes y los amigos para seguirle y rechazar los placeres, incluso los más inocentes. ¿Quién no ve en estos sublimes consejos el lenguaje del fervor y la hipérbole? Estos maravillosos consejos, ¿no están hechos para descorazonar al hombre y sumirlo en la desesperación? La práctica literal de todo esto, ¿no sería destructiva para la sociedad?
¿Qué diremos de esta moral que ordena que el corazón se desprenda de los objetos que la razón le ordena amar?
Rechazar el bienestar que la naturaleza nos ofrece, ¿no es desdeñar los favores de la divinidad? ¿Qué bien real puede resultar para la sociedad de estas virtudes feroces y melancólicas que los cristianos consideran como perfecciones? ¿Resulta útil un hombre para la sociedad cuando su espíritu se halla turbado perpetuamente por terrores imaginarios, ideas lúgubres y negras inquietudes que le impiden consagrarse a lo que debe a su familia, a su país y a quienes lo rodean? Si es consecuente con estos tristes principios, ¿no debe resultar tan insoportable para sí mismo como para los demás?
En general, se puede afirmar que el fanatismo y el entusiasmo son la base de la moral de Cristo. Las virtudes que recomienda tienden a aislar a los hombres, sumirlos en un humor sombrío y convertirlos a menudo en dañinos para sus semejantes. Aquí abajo hacen falta virtudes humanas; el cristianismo sólo ve las suyas más allá de lo real; la sociedad necesita virtudes reales que la mantengan y le proporcionen energía y actividad; las familias requieren vigilancia, afecto y trabajo; a todos los seres de la especie humana les es necesario el deseo de procurarse placeres legítimos y aumentar su felicidad. El cristianismo está ocupado perennemente en degradar a los hombres mediante terrores abrumadores o en embriagarlos mediante esperanzas frívolas, sentimientos igualmente apropiados para desviarlos de sus verdaderos deberes. Si el cristiano sigue al pie de la letra los principios de su legislador, será siempre un miembro inútil o perjudicial para la sociedad.
En efecto, ¿qué ventajas puede extraer el género humano de estas virtudes ideales que los cristianos llaman evangélicas, divinas y teologales y prefieren a las virtudes sociales, humanas y reales, y sin las que suponen que no se puede agradar a Dios ni entrar en su gloria? Examinemos con detalle esas virtudes tan alabadas, veamos qué utilidad tienen para la sociedad y si merecen realmente la preferencia que se les da sobre las que nos inspira la razón como necesarias para el bienestar del género humano.
La primera de las virtudes cristianas es la fe
Consistente en una convicción imposible en dogmas revelados y fábulas absurdas que el cristianismo ordena creer a sus discípulos. De aquí se deduce que esta virtud exige una renuncia total al sentido común, un asentimiento imposible a hechos improbables y una sumisión ciega a la autoridad de los sacerdotes, únicos garantes de la verdad de los dogmas y de las maravillas que todo cristiano debe creer so pena de ser condenado.
Esta virtud, aunque necesaria para todos los hombres, es, sin embargo, un don del cielo y el efecto de una gracia especial. La fe prohíbe la duda y el examen, priva al hombre de la facultad de ejercer su razón y de la libertad de pensar, y lo reduce al embrutecimiento de las bestias en materias que son, supuestamente, las más importantes para la felicidad eterna. Por todo ello, se ve que la fe es una virtud inventada por hombres que temían las luces de la razón, que quisieron engañar a sus semejantes para someterlos a su propia autoridad y que trataron de degradarlos con el fin de ejercer su poder sobre ellos.
San Pablo dijo: Fides ex auditu, lo que significa que sólo se cree en cosas oídas. La fe jamás es otra cosa que la adhesión a las opiniones de los sacerdotes. La fe viva es una piadosa obsesión que hace que no podamos imaginar que estos sacerotes puedan engañarse a sí mismos ni quieran engañar a otros. La fe sólo se puede fundar en la buena opinión que tenemos de las luces de los sacerdotes.
Si la fe es una virtud, es útil, sin duda, sólo para los guías espirituales de los cristianos, los únicos que recogen sus frutos. Esta virtud no puede sino resultar funesta para el resto de los hombres, a quienes enseña a menospreciar la razón, que los distingue de los animales, y es la única que puede guiarlos de manera certera en este mundo. En efecto, el cristianos nos describe esta razón como pervertida, como una guía infiel, con lo que parece confesar no estar hecho para seres razonables.
Sin embargo, ¿no cabría preguntar a los doctores cristianos hasta dónde debe llegar esta renuncia a la razón? Ellos mismos, en ciertos casos, ¿no recurren a ella? ¿No apelan a la razón cuando se trata de probar la existencia de Dios? Si la razón está pervertida, ¿por qué remitirse a ella en una materia tan importante como la existencia de ese Dios?
En cualquier caso, decir que se cree lo que no se concibe es mentir de manera evidente; creer sin darse cuenta de lo que se cree constituye un absurdo. Hay que sopesar los motivos de la creencia. Pero, ¿cuáles son los motivos de los cristianos? La confianza que tienen en los guías que los instruyen. ¿En qué está fundada esta confianza? En la revelación. ¿Y sobre qué está fundada la revelación? Sobre la autoridad de los guías espirituales. Así razonan los cristianos. Sus argumentos en favor de la fe se reducen a decir: para creer en la religión hay que tener fe y pare tener fe hay que creer en la religión. O bien: hay que tener ya fe para creer en la necesidad de la fe.
La fe desaparece en el momento en que se razona. Esta virtud jamás soporta un examen sereno. He ahí lo que hace a los sacerdotes del cristianismo tan enemigos de la ciencia. El propio fundador de esta religión declaró que su fe sólo estaba hecha para los simples y los niños. La fe es el efecto de una gracia que Dios casi nunca concede a las personas ilustradas y acostumbradas a tener presente el sentido común. Está hecha únicamente para hombres incapaces de reflexión o para almas ebrias de fervor o seres presos ineluctablemente en los prejuicios de la infancia. La ciencia fue y será siempre objeto del odio de los doctores cristianos, que serían enemigos de sí mismos si apreciaran a los científicos.
Una segunda de las virtudes cristianas es la esperanza
Fundada en las halagüeñas promesas que hace el cristianismo a quienes son desdichados en esta vida, la esperanza alimenta su fervor, les hace perder de vista la felicidad presente, los convierte en inútiles para la sociedad y les hace creer firmemente que Dios recompensará en el cielo su inutilidad, su carácter atrabiliario, su odio a los placeres, sus mortificaciones insensatas, sus oraciones y su ociosidad. ¿Cómo un hombre ebrio de pomposas esperanzas se ocupará de la felicidad actual de quienes le rodean mientras permanece indiferente a la suya propia? ¿No sabe acaso que hacerse miserable en este mundo es el único modo que puede esperar de agradar a su Dios? En efecto, por halagüeñas que sean las ideas que el cristianismo se hace del futuro, su religión las envenena mediante los terrores de un Dios celoso que quiere que se opere su salvación con temor y temblor, que castigaría su presunción y le condenaría despiadadamente si hubiera tenido la debilidad de ser hombre un instante de su vida.
La tercera de las virtudes cristianas es la caridad
Consistente en amar a Dios y al prójimo. Ya hemos visto lo difícil, por no decir imposible, que resulta tener sentimientos de ternura hacia un ser a quien se teme. Se dirá, sin duda, que el temor de los cristianos es un temor filial, pero las palabras no cambian en nada la esencia de las cosas: el temor es una pasión totalmente opuesta al amor. Un hijo que tema a su padre, que desconfíe de su cólera y que recele de sus caprichos, nunca lo amará sinceramente. El amor de un cristiano por su Dios jamás podrá ser, por tanto, verdadero. En vano tratará de sentir ternura hacia un maestro inclemente que debe asustar su corazón; no lo amará sino como a un tirano al que su boca rinde un culto que su corazón le niega. El devoto no actúa de buena fe consigo mismo cuando pretende amar a su Dios, su ternura es una alabanza simulada semejante a la que se cree obligado a rendir a esos déspotas inhumanos que, incluso causando la infelicidad de sus súbditos, exigen signos exteriores de su apego. Si algunas almas tiernas llega a dejarse entusiasmar por el amor divino a fuerza de ilusiones, se trata de una pasión mística y novelesca producida por un temperamento ardiente y una imaginación encendida, que hace que no contemplen a su Dios sino del lado más amable y cierren los ojos a sus verdaderos defectos. El temperamento ardiente y sentimental produce la devoción mística. Las mujeres histéricas son, en general, quienes aman a Dios con mayor intensidad, lo aman arrebatadamente, como amarían a un hombre. Las santas Teresas, las Magdalenas de Pazzi, las Marías Alacoque y casi todas las religiosas muy devotas son ejemplo de ello. Su imaginación se extravía, y dan a su Dios, a quien pintan con rasgos encantadores, la ternura que no les está permitido dar a seres de nuestra especie. Se necesita imaginación para enamorarse de un objeto desconocido. Y más aún para amar un objeto que no tiene nada de amable. Se necesita locura para amar un objeto odioso. El amor a Dios no es el misterio menos inconcebible de nuestra religión.
La caridad, considerada como el amor hacia nuestros semejantes, es una disposición virtuosa y necesaria. No es sino la humanidad sensible que nos lleva a interesarnos por los seres de nuestra especie, nos predispone a prestarles ayuda y nos liga a ellos. Pero ¿cómo conciliar este apego a las criaturas con las órdenes de un Dios celoso que quiere que sólo se le ame a él y que ha venido a separar al hijo de su padre y al amigo del amigo? Según las máximas del Evangelio, sería un crimen ofrecer a Dios un corazón compartido con alguna otra cosa terrestre, y una idolatría hacer competir a la criatura y al creador. Por otro lado, ¿cómo amar a seres que ofenden continuamente a la divinidad o que son para nosotros una ocasión continua de ofenderla? ¿Cómo amar a los pecadores? La experiencia nos enseña también que los devotos, obligados por principio a odiarse a sí mismos, están muy poco dispuestos a tratar mejor al prójimo, hacerle la vida agradable y mostrarle indulgencia. Quienes lo hacen así, no alcanzan la perfección del amor divino. En suma, vemos que quienes pasan por amar más ardientemente al Creador no son los que muestran más afecto por sus pobres criaturas; al contrario, los vemos sembrar la amargura en todo lo que nos rodea, acentuar con acritud los defectos de sus semejantes y considerar un crimen las muestras de indulgencia hacia la fragilidad humana.
En efecto, un amor sincero a la divinidad debe ir acompañado por el celo. Un verdadero cristiano debe irritarse al ver cómo se ofende a su Dios, armarse de una justa y santa crueldad para reprimir a los culpables y tener un ardiente deseo de hacer reinar su religión. Este celo, derivado del amor divino, es el origen de las persecuciones y furores de los que el cristianismo ha sido tantas veces culpable. Éste es el celo que produce tanto verdugos como mártires, el celo que hace que el intolerante arranque el rayo de manos del Altísimo bajo el pretexto de vengar sus injurias, el que hace que los miembros de una misma familia y los ciudadanos de un mismo Estado se detesten, se atormenten por sus opiniones y a menudo por ceremonias pueriles que el celo lleva a considerar como cosas de la mayor importancia. Éste celo alumbró mil veces en nuestra Europa las guerras de religión, tan notables por su atrocidad. En definitiva, este celo por la religión es lo que justificó la calumnia, la traición, las masacres y los desórdenes más funestos para las sociedades. Desde el momento en que se trató de apoyar la causa de Dios, se permitió la astucia, la mentira y el engaño. Los hombres más biliosos, coléricos y corrompidos son por lo general los más celosos y esperan que, en pago de su celo, el cielo les perdonará la depravación de sus costumbres y el resto de sus desórdenes.
Por ese mismo celo, vemos a cristianos enfervorizados recorrer tierras y mares para extender el imperio de su Dios, hace prosélitos y conseguirle nuevos súbditos. Por el celo también los misioneros se creen obligados a ir a perturbar la tranquilidad de los Estados que consideran infieles, mientras que les resultaría muy extraño que vinieran misioneros a su país para anunciarles una ley distinta. Cuando estos propagadores de la fe tuvieron poder, impulsaron en sus conquistas las revueltas más espantosas o ejercieron sobre los pueblos sometidos violencias adecuadas sólo para hacer odioso a su Dios. Creyeron, sin duda, que hombres para quienes su Dios había sido tanto tiempo desconocido no podían ser otra cosa que animales sobre los que estaba permitido ejercer las mayores crueldades. Para un cristiano, un infiel siempre fue un perro.
Las naciones cristianas usurparon las posesiones de los habitantes del Nuevo Mundo siguiendo, al parecer, las ideas judaicas. Los castellanos y portugueses tenían, supuestamente, los mismos derechos para apoderarse de América y África que los hebreos habían tenido para adueñarse de las tierras de los cananeos, exterminar a sus habitantes o someterlos a la esclavitud. Un papa del Dios de la justicia y la paz, ¿no se agoró el derecho a distribuir imperios lejanos entre los monarcas europeos a quienes querías favorecer? Estas violaciones manifiestas del derecho natural y de gentes parecieron legítimas a los príncipes cristianos en favor de los cuales la religión santificaba la avaricia, la crueldad y la usurpación.
Por último, el cristianismo considera la humildad como una virtud sublime a la que adjudica el mayor valor. No eran necesarias, desde luego, luces divinas y sobrenaturales para pensar que el orgullo daña a los hombres y vuelve desagradables a quienes lo muestran a los demás. A poco que uno reflexione, se convencerá de que la arrogancia, la presunción y la vanidad son cualidades deplorables y despreciables, pero la humildad del cristiano debe ir aún más lejos: tiene que renunciar a su razón, desconfiar de sus virtudes, rehusar hacer justicia a sus buenas acciones y perder la autoestima más merecida, lo que muestra que esta pretendida virtud es apropiada sólo para degradar al hombre, envilecerlo a sus propios ojos y aplastar en él toda energía y todo deseo de ser útil a la sociedad. Prohibir a los hombres estimarse a sí mismos y merecer la estima de los demás es romper el resorte más poderoso que los lleva a las grandes acciones, al estudio y la industria. Al parecer, el cristianismo sólo se propone formar esclavos abyectos inútiles al mundo, para quienes la sumisión ciega a sus sacerdotes ocupe el lugar de toda virtud.
No nos sorprendemos: una religión que se jacta de ser sobrenatural debe intentar desnaturalizar al hombre. En efecto, en el delirio de su fervor, le prohíbe amarse así mismo, le ordena odiar los placeres y amar el dolor y hace meritorios los males voluntarios que se procura. De ahí esas austeridades, esas penitencias destructivas de la salud, esas mortificaciones extravagantes, esas privaciones crueles, esas prácticas insensatas, en fin, esos suicidios lentos gracias a los cuales los cristianos más fanáticos creen merecer el cielo. Es cierto que no todos los cristianos se sienten capaces de esas perfecciones maravillosas, pero todos, para salvarse, se creen más o menos obligados a mortificar sus sentidos y renunciar a los favores que un buen Dios les ofrece, porque suponen que ese Dios se irritaría se hicieran uso de estos bienes, y se los ofrece sólo para que se abstengan de utilizarlos. ¿Cómo podría aprobar la razón esas virtudes destructivas para nosotros mismos? ¿Cómo podría el sentido común admitir un Dios que pretende que se sea desgraciado y que se complace contemplando los tormentosos que se infligen sus criaturas? ¿Qué fruto puede recoger la sociedad de esas virtudes que vuelven al hombre sombrío, miserable e incapaz de ser útil a la patria? La razón y la experiencia, sin la ayuda de la superstición, ¿no bastan para probarnos que las pasiones y los placeres, llevados al exceso, se vuelven contra uno mismo, y que el abuso de las mejores cosas se convierte en un verdadero mal? Nuestra naturaleza, ¿no nos lleva a la templanza y a evitar todo aquello que nos pueda perjudicar? En suma, un ser que desee conservarse, ¿no debe moderar sus inclinaciones y huir de lo que le conduce a la destrucción? Es evidente que el cristianismo autoriza, al menos indirectamente, el suicidio.
Como resultado de estas fanáticas ideas, sobre todo en los primeros tiempos del cristianismo, los desiertos y bosques se poblaron de cristianos perfectos que, alejándose del mundo, privaron a su familia de sustento y a sus patrias de ciudadanos, para entregarse a una vida ociosa y contemplativa. De ahí estas legiones de monjes y anacoretas que, bajo los estandartes de diferentes iluminados, se enrolaron en una milicia inútil o dañina para el Estado. Creyeron merecer el cielo sepultando los talentos necesarios para sus conciudadanos y consagrándose a la inacción y al celibato. De ese modelo, en los países donde los cristianos son más fieles a su religión, una multitud de hombres se obligan por piedad a seguir siendo durante toda su vida inútiles y miserables. ¡Qué corazón puede ser tan bárbaro que no viera lágrimas por la surte de estas víctimas, privadas de un sexo encantador que la naturaleza destinó para felicidad del nuestro! Víctimas desafortunadas del fervor de la juventud u obligadas por las opiniones interesadas de una familia autoritaria con desterradas para siempre del mundo. Temerarios juramentos los unen para siempre al tedio, la soledad, la esclavitud y la miseria. Compromisos contrarios a la naturaleza los fuerzan a la virginidad. En vano un carácter más maduro los reclama, proto o tarde, y les hace lamentarse de esos votos imprudentes, la sociedad los castiga por el olvido de su inutilidad y su esterilidad voluntaria. Desvinculadas de sus familias, pasan, entre el tedio, la amargura y las lágrimas, una vida perpetuamente turbada por carceleros molestos y despóticos. Al fin, aisladas, sin ayudas y sin lazos, no les queda más que el espantoso consuelo de seducir a otras víctimas que comparten con ellas las amarguras de su soledad y su suplicio ya irremediable.
En suma, el cristianismo parece haber asumido como tarea combatir en todo la naturaleza y la razón. Si admite algunas virtudes aprobadas por el sentido común, pretende siempre extremarlas y jamás conserva ese justo medio que es el punto de perfección. La voluptuosidad, la disolución y el adulterio, en definitiva, los placeres ilícitos y vergonzosos, son, evidentemente, cosas a las que debe resistirse todo hombre celoso de conservarse y merecer la estima de sus conciudadanos. Los paganos han sentido y enseñado esta verdad, a pesar del desenfreno en las costumbres que el cristianismo les reprocha. La religión cristiana, poco contenta con estas máximas razonables, recomienda el celibato como un estado de perfección, pues el lazo tan legítimo del matrimonio es, a sus ojos, una imperfección. El Padre del Dios de los cristianos había dicho en el Génesis: No es bueno que el hombre esté solo. Había ordenado formalmente a todos los seres crecer y multiplicarse. En el Evangelio, su hijo anula estas leyes y pretende que para ser pefecto hay que provarse del matrimonio, resistirse a una de las mayores y más apremiantes necesidades que la naturaleza inspira en el hombre, morir sin descendencia y negar ciudadanos al Estado y apoyos en su vejez.
Si consultamos la razón, hallaremos que los placeres del amor nos perjudican cuando los romanos en exceso y constituyen crímenes cuando dañan a otros; sentiremos que corromper a una muchacha es condenarla a la vergüenza y la infamia y eliminar para ella las ventajas de la sociedad; y veremos que el adulterio es una invasión de los derechos de otro, que destruye la unión de los esposos y que, al menos, separa unos corazones que estaban hechos para amarse. Concluiremos de todo ello que el matrimonio, al ser el único medio de satisfacer honesta y legítimamente la necesidad de la naturaleza de poblar la sociedad y procurarse apoyos, es un estado mucho más respetable y sagrado que el celibato destructor, esa castración voluntaria que el cristianismo tiene la desfachatez de transformar en virtud. La naturaleza, o el creador de la naturaleza, invita a los hombres a multiplicarse mediante el atractivo del placer y declaró abiertamente que la mujer era necesaria para el hombre. La experiencia ha hecho saber que deben formar una sociedad no sólo para gozar de los placeres pasajeros, sino también para ayudarse a soportar las amarguras de la vida, criar a los niños, formar ciudadanos y hallar en ellos apoyos en su vejez. Al dar al hombre ciudadanos y hallar en ellos apoyos en su vejez. Al dar al hombre fuerzas superiores a las de su compañera, la naturaleza quiso que trabajara para sostener a su familia. Al dar a esta compañera órganos más débiles, la destinó a trabajos menos penosos pero no menos necesarios. Al darle un alma más sensible y dulce, quiso que un sentimiento de ternura la uniese de manera más especial a sus débiles niños. Éstos son los lazos felices que el cristianismo qurría evitar que se formaran; y los caminos que el cristianismo se esfuerza en atajar, proponiendo como un estado de perfección un celibato que despuebla la sociedad, contradice la naturaleza, invita al desenfreno, aísla a los hombres y no puede ser ventajoso sino para la política odiosa de los sacerdotes de algunas sectas cristianas, que se toman como un deber separarse de sus conciudadanos para formar una corporación fatal que se eternice sin posteridad.
Si el cristianismo tuvo la indulgencia de permitir el matrimonio a aquellos de sus seguidores que no osaron o no pudieron entregarse a la perfección, parece que los ha castigado mediante las incómodas trabas puestas a esta unión. Así vemos que el divorcio está prohibido por la religión cristiana. Las uniones peor avenidas son indisolubles, las personas una vez casadas están obligadas a lamentar por siempre su imprudencia, incluso cuando el matrimonio que sólo puede tener como objetivo ya base el bienestar, la ternura y el afecto, se convierte para éstas en una fuente de discordia, amarguras y penas. De este modo, la ley, de acuerdo con esta religión cruel, consiente en impedir que los infieles rompan sus cadenas. Parece que el cristianismo ha hecho todo lo posible parra disuadir del matrimonio y anteponer un celibato que conduce necesariamente al desenfreno, el adulterio y la disolución. La naturaleza jamás pierde sus derechos: los célibes sienten las mismas necesidades que los demás hombres y sólo encuentran recurso en la prostitución, el adulterio o en medios que la decencia no permite nombrar. En España, Portugal e Italia, los monjes y sacerdotes son monstruos de lujuria. El desenfreno, la pederastia y los adulterios son tan comunes en esto países a causa de los célibes. Los vicios de los laicos serían más raros si el matrimonio no fuera indisoluble. Sin embargo, el Dios de los judíos había permitido el divorcio y no vemos con qué derecho su hijo, que venía a cumplir la ley de Moisés, revocó un permiso tan sensato.
No hablaremos aquí de las otras trabas que, desde su fundación, la Iglesia ha puesto al matrimonio. Al prohibir los matrimonios entre parientes, ¿no parece haber prohibido que los que querían unirse se conociesen bien y amasen con demasiada ternura?.
Éstas son las perfecciones que el cristianismo propone a sus hijos, éstas son las virtudes que prefiere a las que llama, con desprecio, virtudes humanas. Además, rechaza y desaprueba esta últimas; las llama falsas e ilegítimas porque quienes las poseían no tenían fe. ¡Vaya! ¡Estas virtudes tan estimables, tan heroicas, de Grecia y Roma, no eran virtudes! Si la equidad, la humanidad, la generosidad, la templanza, la paciencia de un pagano no son virtudes, ¿a qué puede darse este nombre? ¿No es confundir todas las ideas de la moral pretender que la justicia de un pagano no es justicia, que su bondad no es bondad y que su beneficencia es un crimen? Las virtudes reales de Sócrates, Catón, Epicreto y Antonino, ¿no son preferibles al celo de los Cirilos, la testarudez de los Atanasios, las revueltas de los Crisóstomos, la ferocidad de los Domingos y la bajeza de alma de los Franciscos?. Sabemos que san Cirilo, con la ayuda de una tropa de monjes, intentó matar a Orestes, gobernador de Alejandría, y consiguió asesinar del modo más bárbaro a la bella, sabia y virtuosa Hipatia. Todos los santos reverenciados por la Iglesia romana han sido rebeldes que han acrecentado su autoridad o fanáticos que han combatido a causa de su ambición o imbéciles que le han enriquecido o locos o visionarios que se han destruido ellos mismos.
