Sobre la revelación
¿Cómo saber, sin la ayuda de la razón, si es verdad que ha hablado la divinidad? Por otra parte, ¿acaso la religión cristiana no proscribe la razón? ¿No prohíbe su uso en el examen de los prodigiosos dogmas que nos presenta? ¿No clama sin cesar contra una razón profana a la que acusa de insuficiencia y que contempla a menudo como una rebelión contra el cielo? Antes de poder examinar la revelación divina, habría que tener una idea justa de la divinidad. Pero, ¿de dónde sacar esta idea si no es de la revelación misma, ya que nuestra razón es demasiado débil para elevarse hasta el conocimiento del Ser Supremo? De este modo, la propia revelación nos demostrará la autoridad de la revelación. A pesar de este círculo vicioso, abramos los libros que deben iluminarnos y a los que debemos someter nuestra razón. ¿Encontramos ideas precisas sobre ese Dios cuyos oráculos se no revelan? ¿Sabremos a qué atenernos respecto a sus atributos? ¿No es un amasijo de cualidades contradictorias que constituyen un enigma inexplicable? Si, como se supone, esta revelación es emanada por el propio Dios, ¿cómo confiar en el Dios de los cristianos, al cual se pinta como alguien injusto, falso y disimulador, que tiende trampas a los hombres, se complace en seducirlos, cegarlos y endurecerlos, les hace signos para engañarlos y derrama sobre ellos el espíritu del extravío y el error?
Así, desde los primeros pasos, el hombre que quiere cerciorarse de la religión cristiana es arrojado a la desconfianza y la perplejidad, y no sabe si el Dios que le ha hablado tiene el propósito de engañarlo, como ha engañado a tantos según su propio testimonio. Además, ¿acaso no está forzado a pensarlo, a la vista de las disputas interminables entre sus guías sagrados, que jamás se han podido poner de acuerdo sobre la forma de entender los oráculos precisos de una divinidad?
Las incertidumbres y los temores de quien examina de buena fe la revelación adoptada por los cristianos, ¿no debería aumentar al ver que su Dios no ha pretendido darse a conocer mas que a algunos seres favorecidos, mientras ha querido permanecer oculto para el resto de los mortales, a quienes, sin embargo, esta revelación les era igualmente necesaria? ¿Cómo sabrá si no es uno de aquéllos a quienes su Dios partidista no ha querido darse a conocer? ¿No debería turbarse su corazón a la vista de un Dios que no consiente en mostrarse y hacer anunciar sus decretos más que a un número muy poco considerable de hombres, si lo comparamos con toda la especie humana? ¿No sentirá la tentación de acusar a este Dios de oscura malicia, viendo que, por no haberse manifestado a muchas naciones, ha causado, durante muchos siglos, su necesaria pérdida? ¿Qué idea puede formarse de un Dios que castiga a millones de hombres por haber ignorado leyes secretas que él mismo ha dado a conocer a escondidas en un oscuro e ignorado rincón de Asia?
Así, cuando el cristiano consulta incluso los libros revelados, todo debe concurrir para ponerlo en guardia contra el Dios que le habla, todo le inspira desconfianza sobre su carácter moral, todo se vuelve incertidumbre para él. Su Dios, de común acuerdo con los intérpretes de sus pretendidas voluntades, parece haber concebido el proyecto de aumentar las tinieblas de su ignorancia. En efecto, para asentar sus dudas, se le dice que las voluntades reveladas son misterios, es decir, cosas inaccesibles al espíritu humano.
En ese caso, ¿qué necesidad tenía de hablar? ¿No debería un Dios manifestarse a los hombres sólo para no ser comprendido? ¿No es esta conducta tan ridícula como insensata? Decir que Dios se ha revelado sólo para anunciar misterios equivale a decir que Dios se ha revelado sólo para permanecer desconocido, ocultarnos sus caminos, desviar nuestro espíritu y aumentar nuestra ignorancia y nuestra incertidumbre.
Una revelación que fuese verdadera, viniese de un Dios justo y bueno, y fuese una revelación necesaria para todos los hombres, debería ser lo bastante clara como para ser entendida por todo el género humano. No debería ser una revelación «particularizada» ¿Es de este tipo de revelación en la que se funda el judaísmo y el cristianismo? Los Elementos de Euclides son inteligibles para todos aquellos que los quieren entender; esta obra no provoca ninguna disputa entre los geómetras. ¿Es tan clara la Biblia? Sus verdades reveladas, ¿no ocasionan disputas entre los teólogos que las anuncian? ¿A qué fatalidad se debe que las Escrituras, reveladas por la propia divinidad, tengan además necesidad de comentarios y requieran la iluminación de lo alto para ser creídas y entendidas? ¿No es asombroso que lo que debería servir como guía para todos los hombres no sea comprendido por ninguno de ellos? ¿No es cruel que lo más importante para ellos les sea lo menos conocido? Todo son misterios, tinieblas, incertidumbres, objeto de disputas en una religión anunciada por el Altísimo para iluminar al género humano. El Antiguo y el Nuevo Testamento encierran las verdades esenciales para los hombres pero nadie las puede comprender, cada uno las entiende de forma diferente y los teólogos jamas se han puesto de acuerdo sobre la manera de interpretarlas. Poco satisfechos con los misterios contenidos en los libros sagrados, los sacerdotes del cristianismo han inventado otros, siglo tras siglo, que sus discípulos están obligados a creer, aunque su fundador y su Dios no haya hablado jamás sobre ellos. Ningún cristiano puede dudar de los misterios de la Trinidad y la Encarnación, como tampoco de la eficacia de los sacramentos; sin embargo Jesucristo jamás se manifestó sobre estas cuestiones. En la religión cristiana todo parece abandonado a la imaginación, los caprichos y las decisiones arbitrarias de sus ministros, que arrojan el derecho a forjar misterios y artículos de fe según lo exigen sus intereses. Así esta revelación se perpetúa por medio de la Iglesia, que se pretende inspirada por la divinidad y que, lejos de iluminar el espíritu de sus hijos, no hace más que confundirlos y sumirlos en un mar de incertidumbres.
Tales son los efectos de esta revelación que sirve de base al cristianismo y de cuya realidad no está permitido dudar. Se nos dice que Dios ha hablado a los hombres, pero, ¿cuándo ha hablado? Habló hace miles de años a unos elegidos a quienes convirtió en sus portavoces, pero, ¿cómo asegurarse de que es cierto que este Dios haya hablado sino remitiéndose al testimonio de los mismos que dicen haber recibido sus órdenes? Estos intérpretes de los caprichos divinos son, pues, hombres; pero, ¿acaso los hombres no son propensos a engañarse a sí mismos y a engañar a otros? ¿Cómo saber entonces si se puede confiar en los testimonios de esos portavoces del cielo? ¿Cómo saber si no han sido víctimas de una imaginación demasiado viva o de alguna ilusión? ¿Cómo demostrar, hoy en día, si es verdad que ese Moisés conversó con su Dios y recibió de él la ley del pueblo judío hace varios miles de años? ¿Cuál era el temperamento de aquel Moisés? ¿Era flemático o apasionado, sincero o canalla, ambicioso o desinteresado, veraz o mentiroso? ¿Se puede confiar en el testimonio de un hombre que, después de haber hecho tantos milagros, nunca pudo desengañar a su pueblo de su idolatría y que, habiendo hecho pasar a cuchillo a 47.000 israelitas, tuvo la desfachatez de declarar que era el más tierno de los hombres? Los libros atribuidos a este Moisés, que narran tantos hechos posteriores a él, ¿son auténticos? En definitiva, ¿qué prueba tenemos de su misión, salvo el testimonio de 600.000 israelitas toscos y supersticiosos, ignorantes y crédulos que acaso fueron las víctimas de un legislador feroz dispuesto siempre a exterminarlos, o que jamás tuvieron conocimiento de lo que se debía escribir luego sobre este famoso legislador?
¿Qué prueba nos proporciona la religión cristiana de la misión de Jesucristo? ¿Conocemos su carácter y temperamento? ¿Qué crédito podemos otorgar al testimonio de sus discípulos, quienes, según su propia confesión, fueron hombres toscos y no instruidos, susceptibles, por tanto, de dejarse deslumbrar por los artificios de un hábil impostor? ¿No habría tenido más peso para nosotros el testimonio de las personas más instruidas de Jerusalén que el de unos ignorantes, que son ordinariamente víctimas de quién quiera engañarlos?
