El misterio de los ritos cristianos
Si los dogmas enseñados por la religión cristiana son misterios inaccesibles para la razón y el Dios que anuncia es un Dios inconcebible, no debe sorprendernos observar que, los ritos cristianos y sus ceremonias, conservan un carácter ininteligible y misterioso. Bajo un Dios que sólo se ha revelado para confundir a la razón humana, todo debe ser incomprensible y todo debe atentar contra el sentido común.
La ceremonia más importante del cristianismo, sin la que ningún hombre puede ser salvado, se llama bautismo y consiste en derramar agua sobre la cabeza de un niño o adulto al tiempo que se invoca a la Trinidad. Por la virtud misteriosa de esa agua y esas palabras que la acompañan, el hombre es regenerado espiritualmente y se le lavan las manchas transmitidas de generación en generación desde el primer padre del género humano. En definitiva, se convierte en un hijo de Dios, apto para entrar en su gloria cuando salga de este mundo. Sin embargo, según los cristianos, el hombre muere únicamente debido al pecado de Adán y si, por el bautismo, se borra ese pecado, ¿cómo es posible que los cristianos sigan sujetos a la muerte? Tal vez se nos diga que Jesucristo ha liberado a los hombres de la muerte espiritual y no de la corporal, pero esta muerte espiritual no es otra cosa que el pecado, y en ese caso, ¿cómo es posible que los cristianos continúen pecando como si no hubiesen sido rescatados y liberados del pecado? De ello se deduce que el bautismo es un misterio impenetrable para la razón, cuya eficacia queda desmentida por la experiencia.
En algunas sectas cristianas, un obispo o un pontífice, al pronunciar las palabras y aplicar un poco de aceite sobre la frente, hace descender el Espíritu Santo sobre un adolescente o un niño. Mediante esta ceremonia, el cristiano es confirmado en su fe y recibe de modo invisible una multitud de gracias del Altísimo.
Aquellos cristianos que, gracias a la renuncia más absoluta a su razón, entran de lleno en el espíritu de su inconcebible religión, no contentos con los misterios comunes a otras sectas admiten sobre todo uno que causa la mayor sorpresa, el de la transubstanciación. Al son de la temible voz de un sacerdote, el Dios del universo es obligado a descender de la morada de su gloria para convertirse en pan, y este pan transformado en Dios es objeto de las adoraciones de un pueblo que se jacta de detestar la idolatría.
En las pueriles ceremonias, tan valoradas por el fervor de los cristianos, no se pueden dejar de observar vestigios muy notables de la teurgia practicada en los pueblos orientales. La divinidad, obligada por el poder mágico de ciertas palabras acompañadas de ceremonias, obedece a la voz de sus sacerdotes o de quienes conocen el secreto y, a sus órdenes, realiza maravillas. Esta especie de magia es ejercida perpetuamente por los sacerdotes del cristianismo: convencen a sus discípulos de que ciertas fórmulas transmitidas por tradición, actos arbitrarios y movimientos del cuerpo son capaces de obligar al Dios de la naturaleza a suspender sus leyes, plegarse a sus deseos y prodigar sus gracias. Así, en esta religión, el sacerdote adquiere el derecho a controlar al propio Dios, y sobre este dominio ejercido sobre su Dios, sobre esta verdadera teurgia o misterioso comercio entre la tierra y el cielo, están fundadas las pueriles y ridículas ceremonias que los cristianos denominan sacramentos. Hemos visto ya esta teurgia en el bautismo, la confirmación y la eucaristía; la encontramos también en la penitencia, es decir, en el poder que se arrogan los sacerdotes de algunas sectas para perdonar, en nombre del cielo, los pecados que se les han confesado. La misma teurgia se da en la ordenación, es decir, en las ceremonias que imprimen a algunos hombres un carácter sagrado que los distingue de los profanos. La misma teurgia en las funciones y ritos que importunan los últimos momentos de vida de los moribundos. La misma teurgia en el matrimonio, con el que el cristianismo supone que esta unión natural no podría ser aprobada por el cielo si las ceremonias de un sacerdote no la validaran y le procuraran la aprobación del Todopoderoso.
En suma, vemos esta magia blanca o teurgia en las oraciones, las fórmulas, la liturgia y en todas las ceremonias y ritos cristianos. La encontramos en su opinión de que las palabras, dispuestas de un modo determinado, pueden alterar la voluntad de su Dios y obligarlo a cambiar sus decretos inmutables. Muestra su eficacia en los exorcismos, es decir, las ceremonias por las que, gracias a la ayuda de un agua mágica y de ciertas palabras, se cree expulsar a los espíritus malignos que infestan el género humano. El agua bendita que en los cristianos ha tomado el lugar del agua lustral de los romanos, posee, según ellos, las virtudes más asombrosas: vuelve sagrados los lugares y las cosas que antes eran profanos. Finalmente, la teurgia cristiana, empleada por un pontífice en la coronación de los reyes, contribuye a hacer a los jefes de las naciones más respetables a los ojos de los pueblos y les imprime un carácter divino.
De este modo, todo es misterioso, todo es magia, todo es incomprensible en los dogmas, al igual que en el culto de una religión, revelada por la divinidad, que quería liberar al género humano de su ceguera. Ese es el papel de los ritos cristianos. Es la finalidad de los ritos cristianos
