Sobre las pruebas del cristianismo, los milagros, las profecías y los mártires
El cristianismo no dispone de ninguna ventaja sobre el resto de religiones del mundo, las cuales, a pesar de su discordancia, se dicen todas emanadas de la divinidad y pretenden poseer un derecho exclusivo a sus favores. El indio asegura que el propio Brahma es el autor de su culto, el escandinavo tomaba el suyo del temible Odín, el judío y el cristiano han recibido el suyo de Yaveh a través del ministerio de Moisés y Jesús, el mahometano asegura que recibió el suyo por medio de su profeta, inspirado por el mismo Dios. Todas las religiones se consideran emanadas del cielo, todas prohíben el uso de la razón para examinar sus derechos sagrados, todas pretenden ser verdaderas con exclusión de las demás, todas amenazan con la cólera divina a quienes rehúsen someterse a su autoridad. En definitiva, todas poseen la característica de la falsedad por las contradicciones palpables de las que están llenas, por las ideas informes, oscuras y con frecuencia odiosas que proporcionan acerca de la divinidad, por las leyes extravagantes que le atribuyen y por las disputas que suscitan entre sus seguidores. En fin, todas las religiones que vemos sobre la tierra no nos muestran otra cosa que un amasijo de imposturas y fantasías que sublevan la razón. Así pues, por lo que atañe a las pretensiones, la religión cristiana no posee ninguna ventaja sobre las demás supersticiones que infectan el universo, y su origen celeste es cuestionado por todas las demás con tanta razón como ella cuestiona el suyo.
¿Cómo, pues, decidirse a su favor? ¿Por qué medio probar la verdad de sus pretensiones? ¿Posee algún carácter distintivo que la haga merecedora de que se le otorgue preferencia? ¿Cuál? ¿Nos hace conocer mejor que las demás la esencia y naturaleza de la divinidad? Por desgracia, sólo logra volverla más inconcebible, no nos muestra más que a un caprichoso tirano cuyas fantasías tan pronto son favorables como, la mayoría de las veces, perjudiciales para la especie humana. ¿Hace mejores a los hombres? Desafortunadamente, vemos que en todas partes los divide, los enfrenta, los vuelve intolerantes y los fuerza a ser los verdugos de sus propios hermanos. ¿Hace a los imperios florecientes y poderosos? Allí donde reina, ¿no vemos a pueblos esclavizados, desprovistos de vigor, energía y actividad, sumirse en un vergonzoso letargo y carecer de cualquiera noción de la verdadera moral? ¿Cuáles son, por tanto, los signos por los que se quiere que reconozcamos la superioridad del cristianismo sobre las otras religiones? Se nos dice que sus milagros, sus profecías y sus mártires. Pero yo veo milagros, profecías y mártires en todas las religiones del mundo. Observo por doquier a hombres más astutos e instruidos que el vulgo, al que engañan mediante encantamientos y deslumbran con obras que cree sobrenaturales, pues ignora los secretos de la naturaleza y los recursos del arte.
Si el judío me cita los milagros de Moisés, veo esas supuestas maravillas ejecutadas ante los ojos del pueblo más ignorante, estúpido y crédulo, cuyo testimonio no tiene ningún peso para mí. Además, puedo sospechar que esos milagros han sido insertados en los libros sagrados de los hebreos mucho tiempo después de la muerte de quien habría podido desmentirlos. Si el cristiano me cita Jerusalén y el testimonio de Galilea para probarme los milagros de Jesucristo, no veo sino a un pueblo ignorante como el único que puede atestiguarlo. Me pregunto cómo fue posible que un pueblo entero, testigo de los milagros de Mesías, consintiera su muerte e incluso la pidiese con celo. ¿Consentiría el pueblo de Londres o París que se asesinara antes sus ojos a un hombre que hubiese resucitado a los muertos, devuelto la vista a los ciegos, enderezado a los cojos y sanado a los paralíticos? Si los judíos pidieron la muerte de Jesús, sus milagros quedan en nada a los ojos de cualquier hombre imparcial.
Por otra parte, ¿no podemos oponer a los milagros de Moisés, así como a los de Jesús, los que Mahoma realizó a los ojos de todos los pueblos de La Meca y Arabia juntas? Los milagros de Mahoma tuvieron, al menos, como efecto convencer a los árabes de que era un hombre divino. Los milagros de Jesús no convencieron a nadie de su misión. El propio San Pablo, que se convirtió en el más ardiente de sus discípulos, tampoco fue convencido por los milagros, que en su tiempo contaban con tantos testimonios: le hizo falta un nuevo milagro para convencerlo. ¿Con qué derecho se nos quiere hacer creer hoy maravillas que no eran convincentes en los tiempos de los apóstoles, es decir, poco después de realizarlas?
Que no se diga que los milagros de Jesucristo están atestiguados como algunos hechos de la historia profana y que pretender dudar de ellos es tan ridículo como dudar de la existencia de Escipión o César, en quienes creemos sólo por las referencias de los historiadores que nos han hablado de ellos. La existencia de un hombre, de un general del ejército, de un héroe, no es increíble: no es un milagro. Damos crédito a los hechos verosímiles narrados por Tito Livio, al tiempo que rechazamos con desprecio los milagros que nos cuenta. Un hombre aúna a menudo la credulidad más estúpida y los talentos más brillantes; el mismo cristianismo nos proporciona innumerables ejemplos. En materia de religión, todos los testimonios son sospechosos; el hombre más ilustrado ve muy mal cuando se halla embargado por el fervor, ebrio de fanatismo o seducido por su imaginación. Un milagro es una cosa imposible; Dios no sería inmutable si cambiara el orden de la naturaleza.
Se nos dirá tal vez que, sin cambiar el orden de las cosas, Dios o sus predilectos pueden encontrar en la naturaleza recursos desconocidos por los demás hombres, pero entonces sus obras no serán sobrenaturales y no tendrán nada de maravilloso. Un milagro es un efecto contrario a las leyes constantes de la naturaleza; en consecuencia, Dios mismo no es capaz de hacer milagros sin ofender su sabiduría. Un hombre sabio que viera un milagro tendría derecho a dudar de si había visto bien. Debería examinar si el efecto extraordinario que no comprende responde a alguna causa natural cuyo modo de actuar ignora.
Pero concedamos por un instante que los milagros son posibles y que los de Jesús fueron verdaderos, o que al menos no han sido insertados en los Evangelios mucho tiempo después de su realización. Los testigos que los han transmitido, los apóstoles que los han visto, ¿son dignos de fe, es aceptable su testimonio? ¿Eran instruidos aquellos testigos? Según confesión de los mismos cristianos, se trataba de hombres sin luces, salidos de lo más bajo del pueblo, y por tanto crédulos e incapaces de discriminar. ¿Eran desinteresados estos testigos? No; tenían, sin duda, grandísimo interés en afirmar hechos maravillosos que probasen la divinidad de su maestro y la verdad de la religión que querían establecer. Esos mismos hechos, ¿han sido confirmados por los historiadores contemporáneos? Ninguno se ha referido a ellos, y en una ciudad tan supersticiosa como Jerusalén no se ha hallado ni un solo judío o pagano que oyera hablar de los hechos más extraordinarios y difundidos que la historia haya contado jamás. Sólo los cristianos atestiguan los milagros de Cristo. Se quiere que creamos que, a la muerte del hijo de Dios, la Tierra tembló, el Sol se eclipsó y los muertos salieron de sus tumbas. ¿Cómo es posible que acontecimientos tan extraordinarios fueran observados sólo por algunos cristianos? ¿Fueron los únicos que se dieron cuenta? Se pretende que creamos que Cristo resucitó y se nos cita como testigos a apóstoles, mujeres y discípulos. Pero una aparición solemne, en una plaza pública, ¿no habría sido más decisiva que todas esas apariciones clandestinas hechas a hombres interesados en formar una nueva secta? La fe cristiana está fundada, según san Pablo, en la resurrección de Jesucristo: por tanto, este hecho debía ser demostrado a las naciones de la forma más clara e indudable. ¿No se podría acusar de malicia al Salvador del mundo por no haberse mostrado más que a sus discípulos y predilectos? ¿No quería que todo el mundo creyera en él? Se me dirá que los judíos, al asesinar a Cristo, merecían permanecer ciegos. Pero, en ese caso, ¿por qué los apóstoles predicaban el Evangelio? ¿Podían esperar que se concediese más crédito a su relato que a sus propios ojos?
Por lo demás, los milagros sólo parecen inventados para suplir los buenos razonamientos. La verdad y la evidencia no tienen necesidad de milagros para hacerse adoptar. ¿No es sorprendente que la divinidad encuentre más fácil perturbar el orden de la naturaleza que enseñar a los hombres verdades claras, apropiadas para convencerlos y capaces de arrancarles su asentimiento? Los milagros han sido inventados únicamente para enseñar a los hombres cosas imposibles de creer: si se hablara con sentido común, no habría necesidad de milagros. Así pues, son cosas increíbles las que sirven de prueba para otras cosas increíbles. Casi todos los impostores que han llevado religiones a los pueblos les han anunciado cosas improbables; después han hecho milagros para obligarles a creer en las cosas que les anunciaban. No podéis comprender lo que os digo, dijeron, pero os demuestro que digo la verdad haciendo ante vuestros ojos cosas que no podéis comprender. Los pueblos se contentaron con estas razones, la pasión por lo maravilloso les impidió siempre razonar y no vieron que los milagros no podían probar cosas imposibles ni cambiar la esencia de la verdad. Las maravillas que pueda hacer un hombre o, si se quiere, Dios, jamás probarán que dos más dos no son cuatro y que tres sólo es uno, que un ser inmaterial y desprovisto de órganos haya podido hablar a los hombres o que un ser sabio, justo y bueno, haya podido ordenar locuras, injusticias, crueldades, etc… De donde se sigue que los milagros no prueban nada, salvo el ingenio y la impostura de quienes pretenden engañar a los hombres para confirmar las mentiras que les han anunciado y la credulidad estúpida de aquellos a quienes estos impostores seducen. Estos últimos siempre han empezado por mentir, por dar ideas falsas sobre la divinidad, por pretender tener una relación íntima con ella, y, para probar estas maravillas increíbles, realizaban obras increíbles que atribuían a la omnipotencia del ser que les enviaba. Todo hombre que hace milagros no pretende demostrar verdades sino mentiras. La verdad es simple y clara, lo maravilloso anuncia siempre la falsedad. La naturaleza es siempre verdadera, se comporta según leyes que no se desdicen jamás. Decir que Dios hace milagros es decir que se contradice a sí mismo, que se desdice de las leyes que él mismo ha prescrito a la naturaleza y que vuelve inútil la razón humana, de la que es autor. Sólo los impostores pueden decirnos que renunciemos a la experiencia y rechacemos la razón.
De esta manera, los pretendidos milagros que el cristianismo nos relata tienen únicamente como base, como los de todas las demás religiones, la credulidad de los pueblos, su fervor, su ignorancia y la astucia de los impostores. Lo mismo podemos decir de las profecías. Los hombres tuvieron siempre curiosidad por conocer el futuro y encontraron, por tanto, hombres dispuestos a servirlos. En todas la naciones del mundo vemos encantadores, adivinos y profetas. En este aspecto, los judíos no fueron más favorecidos que los tártaros, los negros y todos los demás pueblos de la Tierra, que tuvieron impostores dispuestos a engañarlos a cambio de obsequios. Esos hombres maravillosos debieron de comprender rápidamente que sus oráculos debían ser vagos y ambiguos para no ser desmentidos por los hechos. No hay que sorprenderse, pues, si las profecías judías son oscuras y de tal naturaleza que uno encuentra en ellas todo lo que quiere buscar. Las que los cristianos atribuían a Jesucristo no son vistas del mismo modo por los judíos, que todavía esperan a ese Mesías que los primeros creen llegado hace 18 siglos. Los profetas del judaísmo han anunciado desde siempre a una nación inquieta y descontenta de su suerte un liberador, que fue asimismo esperado por los romanos y por casi todas las naciones del mundo. Por una inclinación natural, todos los hombres esperan el fin de sus desgracias y creen que la providencia no puede dejar de hacerles más afortunados. Los judíos, más supersticiosos que el resto de los pueblos, basándose en la promesa de su Dios, han debido esperar siempre a un conquistador o monarca que hiciera cambiar su suerte y los librara del oprobio. ¿Cómo se puede ver a este libertador en la figura de Jesús, el destructor y no el restaurador de la nación hebrea, que ni siquiera tuvo el favor de su Dios?
No faltará quien diga que la destrucción del pueblo judío y la diáspora fueron predichas y proporcionaron una prueba convincente de las profecías de los cristianos. Respondo que era fácil predecir la diáspora y la destrucción de un pueblo siempre inquieto, tumultuoso y rebelde con sus señores, desgarrado siempre por divisiones internas. Además, ese pueblo fue a menudo conquistado y dispersado, el templo destruido por Tito ya había sido destruido por Nabucodonosor, quien llevó a las tribus cautivas a Asiria y las repartió por sus Estados. Nos damos cuenta de la diáspora de los judíos y no de la de otras naciones conquistadas porque éstas, al cabo de cierto tiempo, se han fusionado con la nación conquistadora mientras que los judíos no se mezclan con las naciones entre las que habitan y permanecen siempre segregados. ¿No ocurre lo mismo con los seguidores de Zoroastro o los parsis de Persia y del Indostán, así como con los armenios que viven en países mahometanos? Los judíos siguen dispersos porque son insociables e intolerantes y están ciegamente ligados a sus supersticiones. (Los Hechos de los Apóstoles prueban con toda evidencia que los judíos estaban dispersos antes de Jesucristo. Acudieron a Jerusalén, a la festividad de Pentecostés, de Grecia, Persia, Arabia, etc. (Hechos 2:8). Así pues, después de Jesús, sólo los habitantes de Judea fueron dispersados por los romanos.)
Así pues, los cristianos no tienen razón alguna para jactarse de las profecías contenidas en los mismos libros de los hebreos ni para utilizarlas contra éstos, a quienes contemplan como poseedores de títulos de una religión que aborrecen. Judea estuvo siempre sometida a los sacerdotes, que tuvieron gran influencia en los asuntos de Estado y se ocuparon de la política y de predecir los acontecimientos felices o infelices. Ningún país alberga mayor número de iluminados. Vemos que los profetas poseían escuelas públicas donde iniciaban en los misterios de su arte a quienes consideraban dignos o querían, engañando a un pueblo crédulo, obtener respeto y procurarse un medio de subsistencia a sus expensas.
El arte de profetizar fue, por tanto, un verdadero oficio o, si se quiere, una rama del comercio muy útil y lucrativa en una nación miserable, convencida de que su Dios se ocupaba únicamente de ella. Las grandes ventajas resultantes de ese tráfico de imposturas debieron provocar divisiones entre los profetas judíos. Vemos también que se denigraban unos a otros, que cada uno trataba a su rival de falso profeta y pretendía que estaba inspirado por un espíritu maligno. Siempre hubo querellas entre los impostores para saber a quién correspondería el privilegio de engañar a sus conciudadanos.
En efecto, si examinamos la conducta de sus profetas tan alabados del Antiguo Testamento, no encontraremos en ellos nada virtuoso. Vemos a sacerdotes arrogantes, eternamente ocupados en los asuntos de Estado, ligados siempre a los de la religión. Vemos en ellos a súbditos sediciosos, que maquinaban continuamente contra los soberanos que no eran lo bastante sumisos, obstaculizando sus proyectos, sublevando a los pueblos en su contra y llegando a menudo a destruirlos, haciendo cumplir así las funestas predicciones hechas contra ellos. En definitiva, en la mayor parte de los profetas que tuvieron un papel destacado en la historia de los judíos, vemos a rebeldes ocupados sin descanso en perturbar el Estado, crear problemas y combatir la autoridad civil, de la que los sacerdotes fueron siempre enemigos cuando no les pareció lo bastante complaciente y sometida a sus intereses. En cualquier caso, la oscuridad calculada de las profecías permite aplicar las que tenían por objeto al Mesías o liberador de Israel a cualquier hombre singular, iluminado o profeta aparecido en Jerusalén o Judea. Los cristianos, cuyo espíritu estaba enardecido con la idea de su Cristo, han creído verlo por todas partes y lo han percibido claramente en los pasajes más oscuros del Antiguo Testamento. A fuerza de alegorías, sutilezas, comentarios e interpretaciones forzadas, han llegado a engañarse a sí mismos y encontrar predicciones precisas en las fantasías deshilvanadas, los oráculos vagos y los insólitos fárragos de los profetas.
Es cómodo contemplarlo todo en la Biblia como lo hizo san Agustín, que vio todo el Nuevo Testamento en el Antiguo. Según él, el sacrificio de Abel es la imagen del de Jesucristo, las dos mujeres de Abrahám son la Sinagoga y la Iglesia, un pedazo de seda roja expuesto por una mujer de vida alegre que traicionó a Jericó significa la sangre de Jesucristo, el cordero, el chivo y el león son figuras de Jesucristo, la serpiente de bronce representa el sacrificio de la cruz, los propios misterios del cristianismo son anunciados en el Antiguo Testamento, el maná anuncia la eucaristía, etc. (San Agustín, Sermón 78, epístola 157) ¿Cómo puede un hombre sensato ver en el Emmanuel, anunciado por Isaías, al Mesías cuyo nombre es Jesús? (Isaías 7:14) ¿Cómo descubrir en un judío oscuro y asesinado a un jefe que gobernará el pueblo de Israel? ¿Cómo ver a un rey liberador, a un restaurador de los judíos, en un hombre que, lejos de liberar a sus conciudadanos, vino para destruir la ley de los judíos, y tras cuya venida su pequeña región fue asolada por los romanos? Hace falta una profunda ceguera para hallar al Mesías en estas predicciones. Jesús mismo no parece haber sido el más claro ni certero en sus predicciones. Jesús mismo no parece haber sido el más claro ni certero en sus profecías. En el Evangelio de Lucas 21, anuncia evidentemente el juicio final y habla de ángeles que, al son de trompetas, reunirán a los hombres para comparecer ante él. Y añade: En verdad os digo que no pasará esta generación sin que estas predicciones se cumplan. Sin embargo, el mundo todavía dura, y los cristianos esperan el juicio final desde hace 18 siglos.
Los hombres no se cuestionan las cosas que concuerdan con sus puntos de vista. Cuando encaremos sin prejuicios las profecías de los hebreos no veremos más que rapsodias informes que son sólo obra del fanatismo y el delirio; las consideraremos oscuras y enigmáticas, como los oráculos de los paganos. En definitiva, todo nos probará que estos pretendidos oráculos divinos no eran sino los delirios e imposturas de algunos hombres acostumbrados a sacar provecho de la credulidad de un pueblo supersticiosos que daba crédito a los ensueños, las visiones, las apariciones y los sortilegios y recibía ávidamente todas las fantasías que se les quisiera suministrar siempre y cuando estuviesen adornadas con lo maravilloso. Dondequiera que haya hombres ignorantes habrá profetas iluminados y hacedores de milagros. Estos dos modos de comportamiento sólo disminuirán siempre en la misma proporción en que las naciones se ilustren.
En definitiva, el cristianismo cuenta entre las pruebas de la verdad de sus dogmas a un gran número de mártires que han sellado con su sangre la verdad de las opiniones religiosas que habían abrazado. No hay religión sobre la tierra que no haya contado con ardientes defensores dispuestos a sacrificar su vida por las ideas a las que, según se les había convencido, estaba ligada su felicidad eterna. El hombre supersticioso e ignorante es tenaz en sus prejuicios, su credulidad le impide sospechar que sus guías espirituales le hayan podido engañar alguna vez, y su vanidad le hace creer que no ha podido dejarse engañar. En suma, si tiene una imaginación suficientemente poderosa como para ver los cielos abiertos y la divinidad presta a recompensar su valor, no habrá suplicio que no arrastre y soporte. En su ebriedad, menospreciará los tormentos breves, se reirá en medio de los verdugos y su espíritu alienado le hará incluso insensible al dolor. La piedad ablandará entonces el corazón de los espectadores, que admirarán la maravillosa firmeza del mártir. Su delirio los conquista, creen su causa justa y su coraje, que les parece sobrenatural y divino, se convierte en prueba indudable de la verdad de sus opiniones. Así es como, por una especie de contagio, se comunica el fervor. El hombre se interesa siempre por quien muestra más firmeza, y la tiranía gana partidarios para todos aquellos que persigue. De ese modo, por un efecto natural, la constancia de los primeros cristianos debió de crearle prosélitos; los mártires sólo demuestran la fuerza del fervor, la ceguera, la tenacidad que la superstición puede producir y la cruel demencia de quienes persiguen a sus semejantes por sus opiniones religiosas.
Todas las pasiones fuertes tienen su mártires. El orgullo, la vanidad, los prejuicios, el amor, el fervor por el bien público, e incluso el crimen, crean todos los días mártires;o, por lo menos, hacen que quienes están embriagados por esas pasiones cierren los ojos a los peligros. ¿Es sorprendente, entonces, que el fervor y el fanatismo, las dos pasiones más fuertes de los hombres, hayan llevado con tanta frecuencia a afrontar la muerte a quienes han embriagado con las esperanzas que otorgan? Por otra parte, si el cristianismo tiene sus mártires, de los que se vanagloria, ¿no tiene los suyos el judaísmo? Los desgraciados judíos que fueron condenados a la hoguera por la Inquisición, ¿no son mártires de su religión, cuya constancia prueba tanto en su fervor como la de los mártires cristianos puede demostrar en favor del cristianismo? Si los mártires prueban la verdad de una religión, no hay religión o secta que no puede ser considerada como verdadera.
En suma, entre el número, tal vez exagerado, de los mártires de que se jacta el cristianismo, hay algunos que más bien fueron víctimas de un celo desmedido, un humor turbulento y su espíritu sedicioso que de un espíritu religioso. La propia Iglesia no se atreve ya a justificar a quienes su fogosa imprudencia ha llevado hasta perturbar el orden público, romper los ídolos y derribar los templos del paganismo. Si los hombres de esta especie fueran considerados mártires, todos los religiosos y perturbaciones de la sociedad tendría derecho a este título cuando se les castiga.
