Holbach aclara que si las virtudes del cristianismo no tienen nada de sólido y real o no producen ningún efecto que la razón pueda aceptar, ésta no verá tampoco nada estimable en la numerosas prácticas fastidiosas, inútiles y, con frecuencia, peligrosas que aquel impone como deberes a sus devotos seguidores, a quienes los presenta como medios seguros de aplacar a la divinidad, obtener sus gracias y merecer sus recompensas inefables.
El primero y más esencial de los deberes del cristiano es rezar. El cristianismo vincula la felicidad a la oración continua. Su Dios, al que se supone lleno de bondad, quiere ser solicitado para repartir sus gracias, que concede sólo si es importunado. Sensible a los halagos, al igual que los reyes de la tierra, exige etiqueta y no escucha favorablemente sino a quienes se presentan siguiendo un determinado protocolo. ¿Qué diríamos de una padre que, conocedor de las necesidades de sus hijos, no consintiera en darles la comida necesaria a menos que se la arrancaran con súplicas fervientes y a menudo inútiles? Por otro lado, ¿no es desconfiar de la sabiduría de Dios prescribir reglas a su conducta? ¿No es poner en duda su inmutabilidad creer que sus criaturas pueden obligarlo a cambiar sus decretos? Si lo sabe todo, ¿por qué necesita ser advertido continuamente de las disposiciones del corazón y los deseos de sus súbditos? Si es todopoderoso, ¿cómo puede ser halagado por sus homenajes, sus sumisiones reiteradas y el anonadamiento de quienes se postran a sus pies?
En suma, la oración supone un Dios caprichoso, falto de memoria, sensible al halago, que se vanagloria de ver a sus súbditos humillados ante él y está ansioso por recibir a cada instante muestras continuas de sumisión.
Estas ideas, tomadas de los príncipes de la tierra, ¿pueden aplicarse a un Ser todopoderoso que ha creado el universo únicamente para el hombre y desea sólo su felicidad? ¿Puede creerse que un Ser todopoderoso, sin igual y sin rival, esté sediento de gloria? ¿Existe una gloria para un Ser que no puede ser comparado con nada? ¿No ven los cristianos que, al querer exaltar y honrar a su Dios no hacen, en realidad, otra cosa que rebajarlo y envilecerlo?
En el sistema de la religión cristiana ocurre también que las opciones de unos pueden ser aplicables a otros. Su Dios, parcial con sus favoritos, recibe sólo las peticiones de éstos y sólo escucha a sus pueblo cuando sus votos le llegan a través de sus ministros. De este modo, Dios se convierte en un sultán accesible únicamente a sus ministros, sus visires, sus eunucos y las mujeres de su harén. De ahí esa multitud innumerable de sacerdotes, anacoretas, monjes y religiosas, cuya exclusiva función es elevar sus manos ociosas al cielo y rogar día y noche con el fin de obtener sus favores para la sociedad. Las naciones pagan caro estos importantes servicios, y los piadosos holgazanes viven en el esplendor mientras el mérito real, el trabajo y la industria languidecen en la miseria.
Con el pretexto de ocuparse de las oraciones y ceremonias de su culto, el cristiano, sobre todo en algunas sectas más supersticiosas, está obligado a permanecer ocioso y con los brazos cruzados durante gran parte del año; se le convence de que honra a su Dios mediante su inutilidad. Las fiestas, multiplicadas por el interés de los sacerdotes y la credulidad de los pueblos, suspenden los trabajos necesarios de millones de brazos. El hombre del pueblo va a rezar a un templo en lugar de cultivar su campo y allí llena sus ojos con ceremonia pueriles y sus oídos con fábulas y dogmas que no puede comprender. Una religión titánica convierte en delincuente al artesano o al labrador que, en esas jornadas consagradas al ocio, osa ocuparse de la subsistencia de una familia numerosa e indigente. De acuerdo con la religión, el gobierno castigará a quienes tengan la audacia de ganarse el pan en lugar de rezar o cruzarse de brazos.
¿Pueden la razón estar de acuerdo con esa extraña obligación de abstenerse de carne y otros alimentos, que imponen ciertas sectas cristianas? A causa de esa ley, el pueblo que vive de su trabajo está obligado a contentarse durante largos períodos con una comida cara, malsana y poco propicia para reparar las fuerzas.
¿Qué ideas abyectas y ridículas deben de tener acerca de su Dios los insensatos que creen que se irrita por los alimentos que entran en el estómago de sus criaturas? Pero el cielo se muestra más complaciente a cambio de dinero. Los sacerdotes de los cristianos han estado continuamente ocupados en molestar a sus crédulos seguidores a fin de obligarlos a que transgredan sus leyes para así tener ocasión de hacerles expiar caro sus pretendidas transgresiones. En el cristianismo, todo, hasta los pecados, redunda en beneficio del sacerdote. Los griegos y cristianos orientales observaban varias cuaresmas y ayunan con rigor. En España y Portugal se compra el permiso de comer carne los días prohibidos: se está obligado a pagar la tasa o bula de la cruzada, incluso cuando uno actúa conforme a las órdenes de la Iglesia. Sin eso, no hay absolución. La costumbre de ayunar y abstenerse de ciertos alimentos pasó de los griegos a los judíos, y de éstos a los cristianos y musulmanes. Los países que los católicos romanos consideran herejes son casi los únicos que aprovechaban la abstinencia de carne: los ingleses les venden bacalao y los holandeses arenques. ¿No es curioso que los cristianos se abstengan de carne, abstinencia que no está ordenada en ninguna parte del Nuevo Testamento, mientras no se abstienen de sangre, de morcilla o de carne de animales sacrificados sin verter su sangre, absolutamente prohibidos por los apóstoles tan severamente como la fornicación? Hechos 15:8
Ningún culto sumió nunca a sus seguidores en una dependencia más completa y continua de sus sacerdotes que el cristianismo. Éstos jamás perdieron de vista su botín y tomaron las medidas más adecuadas para esclavizar a los hombres y obligarlos a contribuir a su poder, riquezas e imperio. Mediadores entre el monarca celeste y su súbditos, esto sacerdotes fueron considerados como cortesanos acreditados, como ministros encargados de ejercer el poder en su nombre, como favoritos a quienes la divinidad nada podía negar. De este modo, los ministros del Altísimo se convirtieron en amos absolutos de la suerte de los cristianos, se apoderaron de por vida de los esclavos suministrados por el miedo y los prejuicios, y se hicieron necesarios a éstos mediante una multitud de prácticas y deberes tan pueriles como caprichosos, que procuraron que se consideraran indispensablemente necesarios para la salvación. De la omisión de estos deberes hicieron crímenes mucho más graves que la violación manifiesta de las reglas de la moral y la razón.
Holbach da en el clavo
No nos extrañemos, por tanto, si en las sectas más cristianas, es decir, en las más supersticiosas, vemos al hombre perpetuamente infestado por los sacerdotes. Apenas sale el vientre de su madre, su sacerdote lo bautiza por dinero bajo el pretexto de lavar una supuesta mancha original, le reconcilia con un Dios al que todavía no ha podido ofender y, con la ayuda de palabras y encantamientos, lo arranca del dominio del demonio. Desde su más tierna infancia, su educación es confiada habitualmente a sacerdotes cuyo principal objetivo es inculcarle, desde bien temprano, los prejuicios necesarios para sus designios. Le inspiran terrores que se multiplicarían a lo largo de su vida, lo instruyen en las fábulas de una religión maravillosa, en sus dogmas insensatos y en sus misterios incomprensibles. En suma, forman un cristiano supersticioso, nunca hacen de él un ciudadano útil o un hombre ilustrado. Se le enseña que sólo una cosa es necesaria: ser devotamente sumiso a la religión. Sé devoto, se le dice, sé ciego, desprecia tu razón, ocúpate del cielo y desatiende la tierra; eso es todo lo que Dios te pide para conducirte hasta la felicidad.
Para mantener al cristiano en las ideas abyectas y fanáticas de las que fue imbuido en su juventud, sus sacerdotes lo obligan en algunas sectas a deponer en su seno sus faltas más escondidas, sus acciones más ignoradas y sus pensamientos más secretos y lo fuerzan a acudir a humillarse a sus pies y rendir homenaje a su poder. Asustan al culpable y, si les parece que lo merece, lo reconcilian con la divinidad quien, por orden de su ministro, lo absuelve de los pecados con los que se había manchado. Las sectas cristianas que admiten esta práctica la elegían como un freno muy útil a las costumbres y apropiada para contener las pasiones de los hombres, pero la experiencia nos muestra que, en los países donde es más fielmente observada, lejos de tener costumbres más puras que en el resto, las tienen más disolutas. Estas expiaciones tan fáciles no hacen otra cosa que alentar el delito. La vida de los cristianos es un círculo de desenfrenos y confesiones periódicas. El clero es el único que saca beneficio de esta práctica, que le permite ejercer un gobierno absoluto sobre las conciencias de los hombres. ¡Cómo debe de ser el poder de una clase de hombres que abren y cierran las puertas del cielo a su capricho, poseen los secretos de las familias y pueden encender el fanatismo en los espíritus según su voluntad!
Sin el consentimiento del clero, el cristiano no puede participar en sus sagrados misterios y los sacerdotes tienen derecho a excluirlo. Podría consolarse de ese supuesta privación, pero los anatemas o excomuniones de los sacerdotes producen a los hombres un daño real. Las penas espirituales tienen efectos temporales, y todo ciudadano que se exponga a la ira de la Iglesia corre peligro de sufrir la del gobierno y se convierte en un elemento odioso para sus conciudadanos. Hemos visto ya que los ministros de la religión se inmiscuyen en los asuntos del matrimonio. Sin su permiso, un cristiano no pueden convertirse en padre: debe someterse a las caprichosas formas de la religión. De no hacerlo, la política, de acuerdo con la religión, excluiría a sus hijos del rango de ciudadanos. Por poco que se lea la historia, se verá que los sacerdotes cristianos han querido inmiscuirse en todo; la Iglesia, como buena madre, se ha entrometido en el peinado, la vestimenta y el calzado de sus hijos. En el siglo XV se irritó contra los zapatos puntiagudos que se llevaban entonces con el nombre de zapatos de polaina. En su época, san Pablo ya había denigrado las sortijas.
El cristiano es obligado durante toda su vida a asistir a las ceremonias de su culto y someterse a las instrucciones de sus sacerdotes so pena de incurrir en culpa. Una vez que cumple fielmente este importante deber, se cree favorecido por su Dios y se convence de que no debe nada más a la sociedad. Así, esta prácticas inútiles ocupan el lugar de la moral, que se halla subordinada por doquier a la religión sobre la que debería mandar.
Cuando se aproxima el final de su vida y se halla postrado en su lecho, en su lecho, el cristiano es acosado todavía por los sacerdotes en sus últimos momentos. En algunas sectas cristianas, la religión parece estar pensada para hacer que la muerte del hombre sea mil veces más amarga. Un sacerdote impasible viene a traer la alarma al lecho de muerte del moribundo y, con el pretexto de reconciliarlo con su Dios, le hace saborear el espectáculo de su fin. Si esta práctica es destructiva para los ciudadanos, es muy útil, sin embargo, para el clero, que debe gran parte de sus riquezas a los terrores que inspira deliberadamente en los cristianos ricos y moribundos. La moral no obtiene los mismos frutos: la experiencia nos enseña que la mayor parte de los cristianos que vivían con seguridad en el desenfreno o el crimen postergan hasta la muerte la preocupación de reconciliarse con su Dios. Gracias a la ayuda de un arrepentimiento tardío y a la generosidad con el clero expían sus faltas y se les permite esperar que el cielo olvide sus rapiñas, injusticias y delitos cometidos a lo largo de toda una vida dedicada a perjudicar a sus semejantes.
Ni siquiera la muerte termina con el imperio del clero sobre los cristianos de algunas sectas: los sacerdotes sacan provecho de sus cadáveres. A precio de oro se adquiere el derecho de que los despojos mortales sean depositados en un templo y siembren las ciudades de infecciones y enfermedades. ¿Qué digo? El poder sacerdotal se extiende incluso más allá de los límites del fallecimiento. Las oraciones de la Iglesia para librar a las almas de los muertos de los suplicios purificadores que, al parecer, les estaban destinados en el otro mundo, se compran muy caras. ¡Bienaventurados los ricos en una religión en la que, con ayuda del dinero, se puede interceder para que los favoritos de Dios recen para que condone las penas con las que su justicia inmutable los había castigado!
Con la ayuda del dogma del purgatorio, y la eficacia de los sacerdotes de la Iglesia para hacer salir de éste, la Iglesia romana ha llegado a menudo a despojar a las familias de sus más preciadas herencias. A menudo, los buenos cristianos desheredan a sus parientes para dárselo todo a la Iglesia: a eso se llama hacer su alma heredera. En el Concilio de Basilea, en 1443, los franciscanos intentaron convertir en dogma esta proposición:
Beatus Franciscus, ex divino privilegio, quotannis in Purgatorium descendit, suosque omnes in coelum deducit
El bienaventurado Francisco desciende cada año al purgatorio por un privilegio divino y lleva al cielo a todos los suyos
Pero este dogma, demasiado favorable para los franciscanos, fue rechazado por los obispos. La opinión de la Iglesia católica es que las oraciones por los fallecidos son puestas en común. En este caso, como es lógico, los más ricos hacen el gasto.
Éstos son los deberes principales que el cristianismo predica como necesarios y de cuya observancia hace depender la salvación. Éstas son las prácticas arbitrarias, ridículas y dañinas con las que a menudo se sustituyen los deberes hacia la sociedad. No combatiremos diversas prácticas supersticiosas, admitidas respetuosamente por algunas sectas y rechazadas por otras, como los honores dedicados a la memoria de estos piadosos fanáticos, esos héroes del arrebato y oscuro contemplativos a los que el pontífice romano incluye en el número de los santos. No hablaremos de esos peregrinajes a los que la superstición de los pueblos hace tanto caso, ni de esas indulgencias con la ayuda de las cuales se perdonan los pecados. Nos contentaremos con decir que estas cosas son, en general, más respetadas por el pueblo que las admite que las reglas de la moral, que a menudo se ignoran totalmente. A los hombres les cuesta menos acomodarse a esos ritos, ceremonias y prácticas que ser virtuosos. Un buen cristiano es un hombre que se somete exactamente a lo que los sacerdotes le exigen. Éstos sólo le piden, como única virtud, ser ciego, generoso y sumiso.
Acabas de leer esta entrada. ¿Qué opinas? ¿Te parece interesante? ¿No tiene sentido lo que se dice en ella o todo lo contrario? ¿Te ofende, o no le das importancia? Como sea… Si reaccionas ¡¡Es que tienes opinión!! ¿Vas a pasar desapercibido? ¡A qué esperas!. Lee, piensa, reacciona y escribe un comentario… Haz que tu voz sea protagonista.
Si las virtudes del cristianismo no tienen nada de sólido y real o no producen ningún efecto que la razón pueda aceptar, ésta no verá tampoco nada estimable en la numerosas prácticas fastidiosas, inútiles y, con frecuencia, peligrosas que aquel impone como deberes a sus devotos seguidores, a quienes los presenta como medios seguros de aplacar a la divinidad, obtener sus gracias y merecer sus recompensas inefables.
El primero y más esencial de los deberes del cristiano es rezar. El cristianismo vincula la felicidad a la oración continua. Su Dios, al que se supone lleno de bondad, quiere ser solicitado para repartir sus gracias, que concede sólo si es importunado. Sensible a los halagos, al igual que los reyes de la tierra, exige etiqueta y no escucha favorablemente sino a quienes se presentan siguiendo un determinado protocolo. ¿Qué diríamos de una padre que, conocedor de las necesidades de sus hijos, no consintiera en darles la comida necesaria a menos que se la arrancaran con súplicas fervientes y a menudo inútiles? Por otro lado, ¿no es desconfiar de la sabiduría de Dios prescribir reglas a su conducta? ¿No es poner en duda su inmutabilidad creer que sus criaturas pueden obligarlo a cambiar sus decretos? Si lo sabe todo, ¿por qué necesita ser advertido continuamente de las disposiciones del corazón y los deseos de sus súbditos? Si es todopoderoso, ¿cómo puede ser halagado por sus homenajes, sus sumisiones reiteradas y el anonadamiento de quienes se postran a sus pies?
En suma, la oración supone un Dios caprichoso, falto de memoria, sensible al halago, que se vanagloria de ver a sus súbditos humillados ante él y está ansioso por recibir a cada instante muestras continuas de sumisión.
Estas ideas, tomadas de los príncipes de la tierra, ¿pueden aplicarse a un Ser todopoderoso que ha creado el universo únicamente para el hombre y desea sólo su felicidad? ¿Puede creerse que un Ser todopoderoso, sin igual y sin rival, esté sediento de gloria? ¿Existe una gloria para un Ser que no puede ser comparado con nada? ¿No ven los cristianos que, al querer exaltar y honrar a su Dios no hacen, en realidad, otra cosa que rebajarlo y envilecerlo?
En el sistema de la religión cristiana ocurre también que las opciones de unos pueden ser aplicables a otros. Su Dios, parcial con sus favoritos, recibe sólo las peticiones de éstos y sólo escucha a sus pueblo cuando sus votos le llegan a través de sus ministros. De este modo, Dios se convierte en un sultán accesible únicamente a sus ministros, sus visires, sus eunucos y las mujeres de su harén. De ahí esa multitud innumerable de sacerdotes, anacoretas, monjes y religiosas, cuya exclusiva función es elevar sus manos ociosas al cielo y rogar día y noche con el fin de obtener sus favores para la sociedad. Las naciones pagan caro estos importantes servicios, y los piadosos holgazanes viven en el esplendor mientras el mérito real, el trabajo y la industria languidecen en la miseria.
Con el pretexto de ocuparse de las oraciones y ceremonias de su culto, el cristiano, sobre todo en algunas sectas más supersticiosas, está obligado a permanecer ocioso y con los brazos cruzados durante gran parte del año; se le convence de que honra a su Dios mediante su inutilidad. Las fiestas, multiplicadas por el interés de los sacerdotes y la credulidad de los pueblos, suspenden los trabajos necesarios de millones de brazos. El hombre del pueblo va a rezar a un templo en lugar de cultivar su campo y allí llena sus ojos con ceremonia pueriles y sus oídos con fábulas y dogmas que no puede comprender. Una religión titánica convierte en delincuente al artesano o al labrador que, en esas jornadas consagradas al ocio, osa ocuparse de la subsistencia de una familia numerosa e indigente. De acuerdo con la religión, el gobierno castigará a quienes tengan la audacia de ganarse el pan en lugar de rezar o cruzarse de brazos.
¿Pueden la razón estar de acuerdo con esa extraña obligación de abstenerse de carne y otros alimentos, que imponen ciertas sectas cristianas? A causa de esa ley, el pueblo que vive de su trabajo está obligado a contentarse durante largos períodos con una comida cara, malsana y poco propicia para reparar las fuerzas.
¿Qué ideas abyectas y ridículas deben de tener acerca de su Dios los insensatos que creen que se irrita por los alimentos que entran en el estómago de sus criaturas? Pero el cielo se muestra más complaciente a cambio de dinero. Los sacerdotes de los cristianos han estado continuamente ocupados en molestar a sus crédulos seguidores a fin de obligarlos a que transgredan sus leyes para así tener ocasión de hacerles expiar caro sus pretendidas transgresiones. En el cristianismo, todo, hasta los pecados, redunda en beneficio del sacerdote. Los griegos y cristianos orientales observaban varias cuaresmas y ayunan con rigor. En España y Portugal se compra el permiso de comer carne los días prohibidos: se está obligado a pagar la tasa o bula de la cruzada, incluso cuando uno actúa conforme a las órdenes de la Iglesia. Sin eso, no hay absolución. La costumbre de ayunar y abstenerse de ciertos alimentos pasó de los griegos a los judíos, y de éstos a los cristianos y musulmanes. Los países que los católicos romanos consideran herejes son casi los únicos que aprovechaban la abstinencia de carne: los ingleses les venden bacalao y los holandeses arenques. ¿No es curioso que los cristianos se abstengan de carne, abstinencia que no está ordenada en ninguna parte del Nuevo Testamento, mientras no se abstienen de sangre, de morcilla o de carne de animales sacrificados sin verter su sangre, absolutamente prohibidos por los apóstoles tan severamente como la fornicación? Hechos 15:8
Ningún culto sumió nunca a sus seguidores en una dependencia más completa y continua de sus sacerdotes que el cristianismo. Éstos jamás perdieron de vista su botín y tomaron las medidas más adecuadas para esclavizar a los hombres y obligarlos a contribuir a su poder, riquezas e imperio. Mediadores entre el monarca celeste y su súbditos, esto sacerdotes fueron considerados como cortesanos acreditados, como ministros encargados de ejercer el poder en su nombre, como favoritos a quienes la divinidad nada podía negar. De este modo, los ministros del Altísimo se convirtieron en amos absolutos de la suerte de los cristianos, se apoderaron de por vida de los esclavos suministrados por el miedo y los prejuicios, y se hicieron necesarios a éstos mediante una multitud de prácticas y deberes tan pueriles como caprichosos, que procuraron que se consideraran indispensablemente necesarios para la salvación. De la omisión de estos deberes hicieron crímenes mucho más graves que la violación manifiesta de las reglas de la moral y la razón.
No nos extrañemos, por tanto, si en las sectas más cristianas, es decir, en las más supersticiosas, vemos al hombre perpetuamente infestado por los sacerdotes. Apenas sale el vientre de su madre, su sacerdote lo bautiza por dinero bajo el pretexto de lavar una supuesta mancha original, le reconcilia con un Dios al que todavía no ha podido ofender y, con la ayuda de palabras y encantamientos, lo arranca del dominio del demonio. Desde su más tierna infancia, su educación es confiada habitualmente a sacerdotes cuyo principal objetivo es inculcarle, desde bien temprano, los prejuicios necesarios para sus designios. Le inspiran terrores que se multiplicarían a lo largo de su vida, lo instruyen en las fábulas de una religión maravillosa, en sus dogmas insensatos y en sus misterios incomprensibles. En suma, forman un cristiano supersticioso, nunca hacen de él un ciudadano útil o un hombre ilustrado. Se le enseña que sólo una cosa es necesaria: ser devotamente sumiso a la religión. Sé devoto, se le dice, sé ciego, desprecia tu razón, ocúpate del cielo y desatiende la tierra; eso es todo lo que Dios te pide para conducirte hasta la felicidad.
Para mantener al cristiano en las ideas abyectas y fanáticas de las que fue imbuido en su juventud, sus sacerdotes lo obligan en algunas sectas a deponer en su seno sus faltas más escondidas, sus acciones más ignoradas y sus pensamientos más secretos y lo fuerzan a acudir a humillarse a sus pies y rendir homenaje a su poder. Asustan al culpable y, si les parece que lo merece, lo reconcilian con la divinidad quien, por orden de su ministro, lo absuelve de los pecados con los que se había manchado. Las sectas cristianas que admiten esta práctica la elegían como un freno muy útil a las costumbres y apropiada para contener las pasiones de los hombres, pero la experiencia nos muestra que, en los países donde es más fielmente observada, lejos de tener costumbres más puras que en el resto, las tienen más disolutas. Estas expiaciones tan fáciles no hacen otra cosa que alentar el delito. La vida de los cristianos es un círculo de desenfrenos y confesiones periódicas. El clero es el único que saca beneficio de esta práctica, que le permite ejercer un gobierno absoluto sobre las conciencias de los hombres. ¡Cómo debe de ser el poder de una clase de hombres que abren y cierran las puertas del cielo a su capricho, poseen los secretos de las familias y pueden encender el fanatismo en los espíritus según su voluntad!
Sin el consentimiento del clero, el cristiano no puede participar en sus sagrados misterios y los sacerdotes tienen derecho a excluirlo. Podría consolarse de ese supuesta privación, pero los anatemas o excomuniones de los sacerdotes producen a los hombres un daño real. Las penas espirituales tienen efectos temporales, y todo ciudadano que se exponga a la ira de la Iglesia corre peligro de sufrir la del gobierno y se convierte en un elemento odioso para sus conciudadanos. Hemos visto ya que los ministros de la religión se inmiscuyen en los asuntos del matrimonio. Sin su permiso, un cristiano no pueden convertirse en padre: debe someterse a las caprichosas formas de la religión. De no hacerlo, la política, de acuerdo con la religión, excluiría a sus hijos del rango de ciudadanos. Por poco que se lea la historia, se verá que los sacerdotes cristianos han querido inmiscuirse en todo; la Iglesia, como buena madre, se ha entrometido en el peinado, la vestimenta y el calzado de sus hijos. En el siglo XV se irritó contra los zapatos puntiagudos que se llevaban entonces con el nombre de zapatos de polaina. En su época, san Pablo ya había denigrado las sortijas.
El cristiano es obligado durante toda su vida a asistir a las ceremonias de su culto y someterse a las instrucciones de sus sacerdotes so pena de incurrir en culpa. Una vez que cumple fielmente este importante deber, se cree favorecido por su Dios y se convence de que no debe nada más a la sociedad. Así, esta prácticas inútiles ocupan el lugar de la moral, que se halla subordinada por doquier a la religión sobre la que debería mandar.
Cuando se aproxima el final de su vida y se halla postrado en su lecho, en su lecho, el cristiano es acosado todavía por los sacerdotes en sus últimos momentos. En algunas sectas cristianas, la religión parece estar pensada para hacer que la muerte del hombre sea mil veces más amarga. Un sacerdote impasible viene a traer la alarma al lecho de muerte del moribundo y, con el pretexto de reconciliarlo con su Dios, le hace saborear el espectáculo de su fin. Si esta práctica es destructiva para los ciudadanos, es muy útil, sin embargo, para el clero, que debe gran parte de sus riquezas a los terrores que inspira deliberadamente en los cristianos ricos y moribundos. La moral no obtiene los mismos frutos: la experiencia nos enseña que la mayor parte de los cristianos que vivían con seguridad en el desenfreno o el crimen postergan hasta la muerte la preocupación de reconciliarse con su Dios. Gracias a la ayuda de un arrepentimiento tardío y a la generosidad con el clero expían sus faltas y se les permite esperar que el cielo olvide sus rapiñas, injusticias y delitos cometidos a lo largo de toda una vida dedicada a perjudicar a sus semejantes.
Ni siquiera la muerte termina con el imperio del clero sobre los cristianos de algunas sectas: los sacerdotes sacan provecho de sus cadáveres. A precio de oro se adquiere el derecho de que los despojos mortales sean depositados en un templo y siembren las ciudades de infecciones y enfermedades. ¿Qué digo? El poder sacerdotal se extiende incluso más allá de los límites del fallecimiento. Las oraciones de la Iglesia para librar a las almas de los muertos de los suplicios purificadores que, al parecer, les estaban destinados en el otro mundo, se compran muy caras. ¡Bienaventurados los ricos en una religión en la que, con ayuda del dinero, se puede interceder para que los favoritos de Dios recen para que condone las penas con las que su justicia inmutable los había castigado!
Con la ayuda del dogma del purgatorio, y la eficacia de los sacerdotes de la Iglesia para hacer salir de éste, la Iglesia romana ha llegado a menudo a despojar a las familias de sus más preciadas herencias. A menudo, los buenos cristianos desheredan a sus parientes para dárselo todo a la Iglesia: a eso se llama hacer su alma heredera. En el Concilio de Basilea, en 1443, los franciscanos intentaron convertir en dogma esta proposición:
Beatus Franciscus, ex divino privilegio, quotannis in Purgatorium descendit, suosque omnes in coelum deducit
El bienaventurado Francisco desciende cada año al purgatorio por un privilegio divino y lleva al cielo a todos los suyos
Pero este dogma, demasiado favorable para los franciscanos, fue rechazado por los obispos. La opinión de la Iglesia católica es que las oraciones por los fallecidos son puestas en común. En este caso, como es lógico, los más ricos hacen el gasto.
Éstos son los deberes principales que el cristianismo predica como necesarios y de cuya observancia hace depender la salvación. Éstas son las prácticas arbitrarias, ridículas y dañinas con las que a menudo se sustituyen los deberes hacia la sociedad. No combatiremos diversas prácticas supersticiosas, admitidas respetuosamente por algunas sectas y rechazadas por otras, como los honores dedicados a la memoria de estos piadosos fanáticos, esos héroes del arrebato y oscuro contemplativos a los que el pontífice romano incluye en el número de los santos. No hablaremos de esos peregrinajes a los que la superstición de los pueblos hace tanto caso, ni de esas indulgencias con la ayuda de las cuales se perdonan los pecados. Nos contentaremos con decir que estas cosas son, en general, más respetadas por el pueblo que las admite que las reglas de la moral, que a menudo se ignoran totalmente. A los hombres les cuesta menos acomodarse a esos ritos, ceremonias y prácticas que ser virtuosos. Un buen cristiano es un hombre que se somete exactamente a lo que los sacerdotes le exigen. Éstos sólo le piden, como única virtud, ser ciego, generoso y sumiso.
