Otros misterios y dogmas del cristianismo
Poco contentos con las misteriosas sombras que el cristianismo ha extendido sobre la divinidad y con las fábulas judaicas que adoptaron al respecto, los doctores cristianos parecen únicamente dedicados a multiplicar los misterios y confundir más y más la razón de sus discípulos. La religión, destinada a iluminar a las naciones, sólo es un tejido de enigmas, un laberinto del que es imposible salir cuerdo. Lo que las antiguas supersticiones creyeron más inconcebible tuvo que hallar necesariamente un lugar en un sistema religioso que ponía como principio imponer un silencio eterno a la razón. En manos de los sacerdotes cristianos, el fatalismo de los griegos se convirtió en predestinación. Siguiendo este tiránico dogma, el Dios de la misericordia destina a la mayor parte de los desdichados mortales a los tormentos eternos. Los pone por un tiempo en este mundo sólo para que abusen de sus facultades y su libertad a fin de hacerse dignos de la cólera implacable de su creador. Un Dios, lleno de previsión y bondad, proporciona al hombre un libre albedrío del que ese Dios sabe bien que hará un uso lo bastante perverso como para merecer la condenación eterna. Así, la divinidad no pone en el mundo a la mayoría de los hombres, no les proporciona las inclinaciones necesarias para su felicidad ni les permite actuar más que para tener el placer de hundirlos en el infierno. Nada más espantoso que el cuadro que nos presenta el cristianismo de esta morada destinada a la mayor parte de la raza humana. El Dios misericordioso se saciará durante toda la eternidad de las lágrimas de los desdichados a los que sólo ha hecho nacer para ser desgraciados.
El pecador, encerrado en tenebrosos calabozos, será entregado para siempre a las llamas voraces, las bóvedas de esa prisión retumbarán con el rechinar de dientes y los alaridos, los tormentos que se padecerán; al cabo de millones de siglos estarán sólo en el comienzo y no habrá esperanza consoladora de ver acabadas las penas algún día. En suma, Dios, por un acto de su omnipotencia, hará al hombre capaz de sufrir ininterrumpidamente y sin medida, y su justicia le permitirá castigar crímenes finitos, cuyos efectos son limitados en el tiempo, con suplicios infinitos por toda la eternidad. Ésta es la idea que el cristianismo se forma del Dios que exige su amor. Ese tirano no lo crea más que para hacerlo desgraciado, le da la razón sólo para engañarlo, inclinaciones sólo para extraviarlo, y libertad sólo para determinarlo a hacer lo que ha de perderle para siempre. En definitiva, no le da ventajas sobre los animales más que para tener la oportunidad de exponerlo a tormentos de los que los animales, al igual que las substancias inanimadas, están exentos. El dogma de la predestinación hace que la suerte del hombre sea mucho más terrible que la de las piedras o los animales.
Es verdad que el cristianismo promete una estancia deliciosa a quienes la divinidad haya escogido para ser objeto de su amor, pero este lugar sólo está reservado a unos pocos elegidos que, sin ningún mérito por su parte, tendrán, sin embargo, derecho a la bondad de su Dios, parcial con ellos y cruel con el resto de la humanidad.
De este modo, el Tártaro y los Campos Elíseos de la mitología pagana, inventados por impostores que querían hacer temblar a los hombres o seducirlos, han hallado un lugar en el sistema religioso de los cristianos, quienes cambiaron el nombre de estas moradas por el paraíso e infierno. Se nos repetirá que el dogma de las recompensas y penas de la otra vida es útil y necesario para los hombres, que de no ser por esto se abandonarían sin temor a los mayores excesos. Respondo que el legislador de los judíos les había ocultado cuidadosamente ese supuesto misterio y que el dogma de la vida futura formaba parte del secreto que en los misterios griegos se revelaba a los iniciados. Este dogma fue ignorado por el vulgo, y la sociedad no dejó de subsistir. Además, lo que contiene a los hombres no son los terrores lejanos, que las pasiones presentes menosprecian siempre o al menos vuelven problemáticos, sino las buenas leyes, una educación razonable y unos principios honestos. Si los soberanos gobernasen con sabiduría y equidad, no tendrían ninguna necesidad del dogma de las recompensas y las penas futuras para contener a los pueblos. Los hombres serán más sensibles a las ventajas presentes y los padecimientos visibles que a los placeres y suplicios que se les anuncian en la otra vida. El temor al infierno no reprimirá a los criminales, a quienes el temor al menosprecio, la infamia o la horca no son capaces de reprimir. Las naciones cristianas, ¿no están llenas de malhechores que desafían continuamente un infierno de cuya existencia nunca han dudado?
En cualquier caso, el dogma de la vida futura supone que el hombre se sobrevivirá a sí mismo o, al menos, que después de su muerte será objeto de las recompensas y penas previstas por la religión. Según el cristianismo, los muertos recobrarán un día sus cuerpos y, por un milagro de la omnipotencia, las moléculas disueltas y dispersas que componían sus cuerpo se unirán y combinarán de nuevo con sus almas inmortales: estás son las ideas maravillosas que ofrece el dogma de la resurrección. Los judíos, cuyo legislador nunca habló de este extraño fenómeno, parecen haber tomado esta doctrina de los magos durante su cautividad en Babilonia; sin embargo, no fue admitida universalmente entre ellos. Los fariseos admitían la resurrección de los muertos y los saduceos la rechazaban; hoy día es uno de los puntos fundamentales de la religión cristiana. En Eclesiastés 3:19-22 «Pues lo mismo les sucede a los hijos de los hombres que a las bestias: como mueren las unas, así mueren los otros, y todos tienen un mismo aliento de vida. No es más el hombre que la bestia, porque todo es vanidad. Todo va a un mismo lugar; todo fue hecho del polvo, y todo al polvo volverá. ¿Quién sabe si el espíritu de los hijos de los hombres sube a lo alto, y el espíritu del animal baja a lo hondo de la tierra?. Así, pues, he visto que no hay cosa mejor para el hombre que alegrarse en su trabajo, porque ésa es su recompensa; porque, ¿quién lo llevará para que vea lo que ha de venir después de él?» compara la muerte del hombre a la de los animales y parece, al menos, cuestionar el dogma de la inmortalidad del alma. Sus seguidores creen firmemente que resucitarán algún día, y que su resurrección será seguida por el juicio universal y el fin del mundo. Según ellos, Dios, que lo sabe todo y conoce hasta los pensamientos más secretos de los hombres, vendrá sobre nubes para pedirles cuenta exacta de su conducta. Los juzgará irrevocablemente echada: los buenos serán admitidos en la morada placentera reservada por la divinidad para sus elegidos y los ángeles, y los malvados serán arrojados a las llamas destinadas a los demonios, enemigos a Dios y de los hombres.
En efecto, el cristianismo admite seres invisibles de una naturaleza diferente a la del hombre; unos que ejecutan los deseos del Altísimo, y otros ocupados perpetuamente en tratar de malograr sus designios. Los primeros son conocidos con el nombre de ángeles o mensajeros subordinados a Dios. Se supone que Dios se sirve de ellos para velar por la administración del universo y, sobre todo, por la conservación del hombre. Según los cristianos, estos seres bienhechores son espíritus puros, pero tienen el poder de hacerse sensibles tomando forma humana. Los libros sagrados de los judíos y cristianos están llenos de apariciones de estos seres maravillosos, que la divinidad enviaba a los hombres a quienes quería favorecer, con el fin de que se convirtieran en sus guías, protectores y dioses tutelares. De esto se deduce que los ángeles buenos son, en la imaginación de los cristianos, lo que las ninfas, lares y penates eran para la imaginación de los paganos, y lo que eran las hadas para nuestros novelistas.
Los seres desconocidos de la segunda especie fueron designados con el nombre de demonios, diablos o espíritus malignos. Se les ha considerado enemigos del género humano, tentadores de los hombres y seductores ocupados eternamente en hacerles caer en el pecado. Los cristianos les atribuyen un poder extraordinario: la facultad de hacer milagros semejantes a los del Altísimo y, sobre todo, un poder que compite con el suyo y llega a hacer inútiles todos sus proyectos. Así pues, aunque la religión cristiana no otorgue formalmente al demonio el mismo poder que a Dios, supone, sin embargo, que ese espíritu malhechor impide a los hombres llegar a la felicidad que la Divinidad bienhechora les destina, y conduce a la mayoría de ellos a la perdición. En pocas palabras, según las ideas del cristianismo, el imperio del diablo es mucho más extenso que el del Ser supremo. Éste último apenas consigue salvar a unos pocos elegidos, mientras que el otro lleva a la condenación a la multitud inmensa de quienes no poseen la fuerza para resistir sus peligrosas tentaciones. ¿Quién no ve que Satanás, el demonio objeto de terror entre los cristianos, está tomado del dogma de los dos principios, admitido antaño en Egipto y en todo el Oriente? El Osiris y el Tifón de los egipcios y el Orosmades y el Ahrimán de persas y caldeos han dado lugar, indudablemente, a la guerra continua existente entre el Dios de los cristianos y su temible adversario. Gracias a este sistema, los hombres han creído tomar conciencia de los bienes y males que les ocurren. Un diablo todopoderoso sirve para justificar a la divinidad por las desgracias inevitables y poco merecidas que afligen al género humano.
Éstos son los espantosos y misteriosos dogmas sobre los que los cristianos están de acuerdo; hay muchos otros que son propios de sectas particulares. Una secta numerosa del cristianismo admite un lugar intermedio con el nombre de purgatorio, donde las almas menos criminales que las que han merecido el infierno ingresan por un tiempo a fin de expiar, por medio de rigurosos suplicios, las faltas cometidas en esta vida; después son admitidas en la morada de la eterna felicidad. Este dogma, extraído evidentemente de las fantasías de Platón, es, en manos de los sacerdotes de la Iglesia romana, una fuente inagotable de riquezas ya que se han arrogado el poder de abrir las puertas del purgatorio y pretenden que su poderosas plegarias son capaces de moderar el rigor de los decretos divinos y acortar los tormentos de las almas que un Dios justo ha condenado a esa desdichada morada. Es evidente que los católicos romanos deben su purgatorio a Platón. Este filósofo dividió las almas de los hombres en puras, curables e incurables. Las primeras, que habían pertenecido a los justos, retornarían por refusión al alma universal del mundo, es decir, a la divinidad de la que habían emanado. Las segundas irían la los infiernos, donde todos los años serían examinadas ante los jueces de este imperio tenebroso, quienes dejarían volver a la luz a las que hubieses expiado suficientemente sus faltas. Finalmente, las almas incurables permanecerían en el Tártaro, donde serían sometidas a tormentos eternos. Platón, al igual que los casuistas cristianos, indica los crímenes o faltas que merecerían estos diferentes grados de castigo.
Los doctores protestantes, celosos de las riquezas del clero católico, cometieron la imprudencia de rechazar el dogma del purgatorio, por lo que menguaron mucho su propio crédito. Tal vez habría sido más inteligente rechazar el dogma del infierno, del que no pueden sacarse las almas, que el del purgatorio, mucho menos indignante y del que los sacerdotes tienen la facultad de hacer salir a cambio de dinero.
Todo lo anterior nos demuestra que la religión cristiana no ha dejado que a sus seguidores les falten objetos de temor y terror. Si se consigue hacer temblar a los hombres, se logrará hacerlos sumisos y confundir su razón. Al igual que los doctores cristianos, Mahoma sintió la necesidad de aterrorizar a los hombres para tener poder sobre ellos. Se dice en Corán 8 que «los que no crean serán revestidos con un hábito de fuego, se les vertirá agua hirviendo sobre sus cabezas, sus entrañas y pieles serán disueltas y se les golpeará con mazas de acero. Cada vez que intenten escapar del infierno para evitar sus tormentos, se les arrastrará allí de nuevo y los demonios les susurrarán: Saboread el dolor de ser quemados».

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