Moral cristiana
Si nos atuviéramos a los doctores de los cristianos, parecería que, antes de la venida del fundador de su secta, no hubo verdadera moral sobre la Tierra pues nos describen el mundo entero sumido en las tinieblas y el crimen. Sin embargo, la moral fue siempre necesaria para los hombres; una sociedad sin moral no puede existir. Antes de Jesucristo hallamos naciones florecientes y filósofos instruidos que han recordado incesantemente sus deberes a los hombres. En pocas palabras, en Sócrates, Confucio y los gimnosofistas indios encontramos máximas que no desmerecen en nada de las del Mesías de los cristianos. En el paganismo descubrimos ejemplos de equidad, humanidad, patriotismo, templanza, desinterés, paciencia y sosiego que desmienten por completo las pretensiones del cristianismo y prueban que antes de su fundador existían virtudes mucho más reales que las que vino a enseñarnos.
¿Era necesaria una revelación sobrenatural para enseñar a los hombres que la justicia es necesaria para mantener la sociedad y que la justicia no les reportará sino enemigos dispuestos a perjudicarlos? ¿Hacía falta que hablara un Dios para mostrarles que los seres que viven juntos tienen necesidad de amarse y prestarse auxilio mutuo? ¿Era necesaria la ayuda de lo alto para descubrir que la venganza es un mal y un ultraje a las leyes del país propio, que, cuando son justas, se encargan de vengar a los ciudadanos? El perdón de las injurias, ¿no es una consecuencia de este principio? ¿No se eternizan acaso los odios cuando se quiere ejercer una venganza implacable? Perdonar a los enemigos, ¿no es la consecuencia de una grandeza de alma que nos da ventajas sobre quien nos ofende? Hacer el bien a nuestro enemigos, ¿no nos da superioridad sobre ellos? Esta conducta, ¿no es la adecuada para hacer amigos? Todo hombre que quiera salvaguardarse, ¿no siente que los vicios, los excesos y la voluptuosidad ponen en peligro su vida? En definitiva, ¿no ha demostrado la experiencia a todo ser pensante que el crimen es objeto de odio entre sus semejantes, que el vicio es perjudicial para quienes están infectados por él, que la virtud atrae la estima y el amor a quienes la cultivan? A poco que los hombres reflexionen sobre lo que son, sobre sus verdaderos intereses y sobre los fines de la sociedad, sentirán que se deben los unos a los otros. La buenas leyes los forzarán a ser buenos y no tendrán necesidad de que se hagan bajar del cielo las reglas necesarias para su conservación y bienestar. La razón es suficiente para enseñarnos nuestros deberes hacia los seres de nuestra especie. ¿Qué auxilio puede obtener de la religión, que la contradice sin cesar y la degrada?
Se nos dirá sin duda que la religión, lejos de contradecir a la moral, le sirve de apoyo y hace sus obligaciones más sagradas, otorgándoles la sanción de la divinidad. Respondo que la religión cristiana, lejos de apoyar la moral, la vuelve titubeante e incierta. Es imposible funda sólidamente la moral sobre las querencias de un Dios cambiante, parcial, caprichoso, que ordena del mismo modo la justicia y la injusticia, la concordia y la masacre, la tolerancia y la persecución. Afirmo que es imposible seguir los preceptos de una moral razonable bajo el dominio de una religión que hace un mérito del celo, el fervor y el fanatismo más destructor. Afirmo que una religión que nos ordena imitar a un déspota que se place en tender trampas a sus súbditos, es implacable en sus venganzas y quiere que todos cuantos tienen la desgracia de disgustarle sean exterminados es incompatible con cualquier moral. Los crímenes con los que el cristianismo se ha manchado más que todas las otras religiones sólo han tenido como pretexto complacer al Dios feroz recibido de los judíos. El carácter moral de este Dios debe regular, necesariamente, la conducta de quienes lo adoran. Si este Dios es cambiante, sus adoradores cambiarán, su moral será fluctuante y su conducta arbitraria seguirá a su temperamento.
Todo esto puede indicarnos el origen de la incertidumbre en que se encuentran los cristianos cuando se trata de examinar si es más conforme al espíritu de su religión tolerar que perseguir a quienes defieren de sus opiniones. Ambas actitudes encuentran igualmente en la Biblia órdenes precisas de la divinidad que autorizan conductas tan opuestas. En cierto momento, Yaveh declara que odia a los pueblos idólatras y que deben ser exterminados y, luego, Moisés prohíbe maldecir a los dioses de las naciones, mientras que el hijo de Dios condena la persecución tras haber dicho él mismo que hay que forzar a los hombres a entrar en su reino. Sin embargo, la idea de un Dios severo y cruel causa en el espíritu una impresión más fuerte y profunda que la de un Dios bonachón. Por ello, los verdaderos cristianos se han creído casi siempre obligados a mostrar gran celo contra aquellos a quienes han supuesto enemigos de su Dios. Se ha imaginado que no podían ofenderle poniendo un ardor excesivo en su causa. Cualesquiera que fuesen su órdenes desde el más allá, casi siempre han creído más seguro para ellos perseguir, atormentar y exterminar a quienes veían como objetivos de la cólera celeste. La tolerancia sólo fue admitida por los cristianos descuidados y poco celosos, de un temperamento poco análogo al Dios a quien servían.
Un verdadero cristiano, ¿no debe sentir la obligación de ser feroz y sanguinario cuando se le ponen como ejemplo los santos y héroes del Antiguo Testamento? ¿No halla motivos para ser cruel en la conducta de Moisés, el legislador que hizo derramar por dos veces la sangre de los israelitas e hizo inmolar a su Dios a más de 40.000 víctimas? ¿No encuentra en la crueldad pérfida de Fines, Jael y Judit razones para justificar la suya? ¿No ve en David, ese modelo cumplido de reyes, un monstruo de barbarie, infamias, adulterios y sublevaciones que no le impiden, sin embargo, ser un hombre que responde a los deseo de Dios? En suma, todo en la Biblia parece anunciar al cristiano que sólo se puede agradar a la divinidad por medio de un celo furioso, y que ese celo es suficiente para justificar a sus ojos todos los crímenes.
No nos sorprendamos entonces al ver a los cristianos persiguiéndose unos a otros sin descanso. Si mostraron tolerancia, sólo lo hicieron cuando ellos mismos fueron perseguidos o demasiado débiles para perseguir a otros: desde el momento en que tuvieron poder lo hicieron sentir a quienes no mantenían las mismas opiniones que ellos sobre todos los puntos de su religión. Desde la fundación del cristianismo vemos enfrentarse a diferentes sectas, vemos a los cristianos odiarse, dividirse, perjudicarse y tratarse recíprocamente con la crueldad más refinada. Vemos a soberanos imitadores de David prestarse a los furores de sus sacerdotes en discordia y servir a la divinidad a sangre y fuego. Vemos incluso a los reyes convertirse en las víctimas de un fanatismo religioso que nada respeta cuando cree obedecer a su Dios.
En resumidas cuentas, la religión, que presumía de traer la concordia y la paz, desde hace 18 siglos han causado más estragos y ha hecho derramar más sangre que todas las supersticiones del paganismo. Se levantó un muro de división entre ciudadanos de igual condición, la unión y el afecto fueron desterrados de las familias y la injusticia y la inhumanidad se convirtieron en un deber. Todo el mundo resulta inicuo bajo un Dios lo bastante inicuo como para ofenderse por los errores de los hombres. Bajo un Dios celoso y vengativo, todo el mundo se cree obligado a entrar en sus querellas y vengar sus injurias. Bajo un Dios sanguinario se convirtió en un mérito derramar sangre humana.
Éstos son los importantes servicios que la religión cristiana ha prestado a la moral. Que no se nos diga que estos horrores han ocurrido a causa de un vergonzoso abuso de esa religión: el espíritu de persecución y la intolerancia son propios de una religión que se cree emanada de un Dios celoso de su poder y que ha ordenado formalmente el asesinato, cuyos partidarios han sido perseguidores inhumanos, y que, en el colmo de su cólera, no ha ahorrado la muerte ni a su propio hijo. Cuando se sirve a un Dios de tan horrible carácter, se puede estar seguro de que se le agradará más exterminando a sus enemigos que dejándolos ofender en paz a su creador. Semejante divinidad tiene que servir de pretexto a los excesos más dañinos, y el celo de su gloria será un velo que cubrirá las pasiones de todos los impostores o fanáticos que pretendan ser los intérpretes de la voluntad del cielo. Un soberano creerá poder entregarse a los más grandes crímenes si cree lavarlos con la sangre de los enemigos de su Dios.
Como consecuencia natural de estos mismos principios, una religión intolerante sólo puede mostrarse condicionalmente sumisa a la autoridad de los soberanos temporales. Un judío o un cristiano no pueden obedecer a los jefes de la sociedad excepto cuando las órdenes de éstos se ajusten a la voluntad arbitraria y a menudo insensata de ese Dios. Pero, ¿quién decidirá si las órdenes de los soberanos más favorables a la sociedad se ajustan a la voluntad de dicho Dios? Los ministros de la divinidad serán, sin duda, los intérpretes de sus oráculos y los confidentes de sus secretos. Así pues, en un Estado cristiano los súbditos deben ser más sumisos a los sacerdotes que a los soberanos. Más aún, si el soberano ofende al Señor, se descuida su culto, si rechaza sus dogmas o no es sumiso a sus sacerdotes, debe perder el derecho de gobernar a un pueblo, cuya religión pone en peligro. ¿Qué digo? Si la vida de un soberano semejante es un obstáculo para la salvación de sus súbditos, el reino de Dios y la prosperidad de la Iglesia, debe ser eliminado de entre los vivos en el momento en que los sacerdotes lo ordenen. Multitud de ejemplos nos prueban que los cristianos han seguido frecuentemente estas máximas detestables. El fanatismo ha puesto cien veces armas en las manos de los súbditos contra su legítimo soberano y ha llevado la confusión a la sociedad. Bajo el cristianismo, los sacerdotes fueron siempre los árbitros de la suerte de los reyes; importó muy poco a los sacerdotes que todo fuera trastornado en la Tierra con tal que la religión fuese respetada. Los pueblos fueron rebeldes a sus soberanos todas las veces que se les convenció de que los soberanos eran rebeldes a su Dios. La sedición y el regicidio se cometen porque parecen legítimos a los cristianos celosos, que deben obedecer a su Dios más que a los hombres y que no pueden dudar entre el monarca eterno y los reyes de la Tierra sin arriesgar su salvación eterna.
Según estas máximas funestas, que derivan de los principios del cristianismo, no hay que sorprenderse si, desde su establecimiento en Europa, vemos con tanta frecuencia a pueblos rebeldes, a soberanos tan vergonzosamente envilecidos bajo la autoridad sacerdotal, a monarcas depuestos por los sacerdotes, a fanáticos armados contra el poder temporal y a príncipes degollados. ¿No han visto, acaso, los sacerdotes cristianos que sus discípulos sediciosos quedaban autorizados por los ejemplos del Antiguo Testamento? Quienes se rebelan contra sus reyes, ¿no estaban justificados por el ejemplo de David? las usurpaciones, violentas, perfidias y violaciones más manifiestas del derecho natural y de gentes, ¿no están legitimadas por el ejemplo del pueblo de Dios y sus jefes?
Así pues, éste es el sostén que proporciona a la moral una religión cuyo primer principio es admitir el Dios de los judíos, es decir, un tirano cuyos lunáticos caprichos aniquilan a cada instante las reglas necesarias para el mantenimiento de las sociedades. Este Dios crea lo justo y lo injusto, su voluntad suprema cambia el mal en bien y el crimen en virtud, su capricho trastoca las leyes que él mismo ha dado a la naturaleza, destruye cuando le place las relaciones existentes entre los hombres, dispensado él mismo de todo deber hacia sus criaturas, a las que parece autorizar a no seguir ninguna ley, salvo las que prescribe en diferentes circunstancias por boca de sus intérpretes e iluminados. Éstos, cuando son señores, sólo predican la sumisión, y cuando se creen perjudicados sólo predican la revuelta. ¿Son demasiado débiles? Entonces predican la tolerancia, la paciencia y el sosiego. ¿Son más fuertes? Entonces predican la persecución, la venganza, la rapiña y la crueldad. Encuentran continuamente en sus libros sagrados elementos con los que autorizar las máximas contradictorias que propalan, y en los oráculos de un Dios poco moral y cambiante órdenes claramente opuestas unas a otras. Fundar la moral en semejante Dios, o en libros que contienen al mismo tiempo leyes tan contradictorias, es darle una base incierta, basarla en el capricho de quienes hablan en nombre de Dios, asentarla sobre el temperamento de cada uno de sus adoradores.
La moral debe estar basada en reglas invariables; un Dios que destruye estas reglas, destruye su propia obra. Si este Dios es el creador del hombre, si desea la felicidad de sus criaturas, si se interesa por la conservación de nuestra especie, querrá que el hombre sea justo, humano y bienhechor, y jamás habrá podido querer que fuera injusto, fanático y cruel.
Todo lo anterior puede indicarnos qué debemos pensar de esos doctores que pretenden que sin la religión cristiana ningún hombre puede tener moral ni virtud. La proposición contraria sería, desde luego, más verdadera, y se podría adelantar que todo cristiano que se proponga imitar a su Dios y poner en práctica las órdenes, con frecuencia injustas y destructoras, emanadas de su boca debe ser necesariamente un malvado. Si se nos dice que estas órdenes no son siempre injustas, y que a menudo los libros sagrados reflejan bondad, unión y equidad, yo diría que el cristiano debe poseer una moral inconstante, que tan pronto será bueno como malvado, según sus intereses y disposiciones particulares. De lo que se deduce que el cristiano consecuente con sus ideas religiosas no puede tener una verdadera moral o debe fluctuar sin cesar entre el crimen y la virtud.
Por otro lado, ¿no es peligroso unir la moral y la religión? En lugar de apuntalar la moral, ¿no es darle un apoyo débil y ruinoso querer fundarla en la religión? Efectivamente, la religión no resiste el examen, y todo hombre que haya descubierto su debilidad, o la falsedad de las pruebas sobre las que está establecida la religión, en la cual se le dice que está fundada la moral, se sentirá tentado a creer que esta moral es una quimera, al igual que la religión que le sirve de base. De ahí que veamos con frecuencia a hombres perversos entregarse al desenfreno, los excesos y el crimen tras haberse sacudido el yugo de la religión. Al salir de la esclavitud de la superstición, caen en una completa anarquía y creen que todo les está permitido, pues han descubierto que la religión no era sino una fábula. De ahí que las palabras incrédulo y libertino se hayan convertido, por desgracia, en sinónimos. No nos enfrentaríamos a estas dificultades si, en lugar de una moral teológica, se enseñara una moral natural. En lugar de prohibir el desenfreno, los delitos y los vicios porque Dios y la religión prohíben esas faltas, se debería decir que todo exceso perjudica a la conservación del hombre, a quien vuelve despreciable a los ojos de la sociedad, y es prohibido por la razón, que quiere que el hombre se conserve, y también por la naturaleza, que quiere que trabaje por su felicidad duradera. En suma, sea cual sea la voluntad de Dios, independientemente de las recompensas y castigos que la religión anuncia para la otra vida, es fácil demostrar a cualquiera que su interés en este mundo es cuidar su salud, respetar las costumbres, ganarse la estima de sus semejantes y, en definitiva, ser juicioso, moderado y virtuoso. Aquellos a quienes sus pasiones les impidan escuchar estos principios tan claros fundados en la razón no serán más dóciles a las órdenes de una religión, en la que dejarán de creer tan pronto como se oponga a sus inclinaciones desenfrenadas.
Que dejen, pues, de alabarnos las supuestas ventajas que la religión cristiana procura la moral. Los principios que extrae de sus libros sagrados tienden a destruirla, y su alianza con ella sólo la debilita. Por otra parte, la experiencia nos muestra que las naciones cristianas tienen frecuentemente costumbres más corruptas que aquellas a las que califica de infieles y salvajes. Como mínimo, las primeras están más sujetas al fanatismo religioso, pasión muy proclive a desterrar de las sociedades la justicia y las virtudes sociales. Por cada mortal crédulo que la religión cristiana modera, empuja a miles al crimen; por cada hombre que vuelve juicioso, hace cien fanáticos, cien perseguidores, cien intolerantes mucho más dañinos para la sociedad que los disolutos más impúdicos, que sólo se perjudican a sí mismos. Al menos es cierto que las naciones más cristianas de Europa no son aquellas en las que la moral verdadera es más conocida y mejor observada. En España, Portugal e Italia, donde ha fijado su morada la secta más supersticiosa del cristianismo, los pueblos viven en la ignorancia más vergonzosa de sus deberes; el robo, el asesinato, la persecución y el desenfreno se llevan a su apogeo y todo está lleno de supersticiones. Encontramos allí muy pocos hombres virtuosos, y la misma religión, cómplice del crimen, proporciona asilo a los criminales procurándoles medios fáciles para reconciliarse con la divinidad. Las oraciones, las prácticas y las ceremonias parecen dispensar a los hombres de mostrar sus virtudes. En los países donde se jactan de poseer un cristianismo en toda su pureza, la religión ha absorbido tan completamente la atención de sus seguidores que éstos desconocen por entero la moral y creen haber cumplido todos sus deberes desde el momento en que muestran un apego escrupuloso a las minucias religiosas, totalmente ajenas al bienestar de la sociedad.
