Para mostrarnos su origen celeste, la religión cristiana basa sus derechos en libros sagrados que considera sagrados e inspirados por el mismo Dios. Veamos, por tanto, si sus pretensiones están fundadas, y examinemos si esas obras poseen realmente la impronta de la sabiduría, la omnisciencia y la perfección que atribuimos a la divinidad.
Naturaleza de los libros sagrados
La Biblia, objeto de veneración de los cristianos, en la que no se halla una sola palabra que no haya sido inspirada, está formada por la mezcla, poco compatible, de los libros sagrados de los hebreos, conocidos como Antiguo Testamento, combinados con obras más recientes inspiradas de igual modo a los fundadores del cristianismo y conocidas por el hombre de Nuevo Testamento. Al comienzo de esta colección, que sirve de fundamento y código a la religión cristiana, se encuentran cinco libros atribuidos a Moisés, quien al escribirlos no fue, según se dice, sino el secretario de la divinidad. Moisés se remonta en ellos al origen de las cosas y quiere iniciarnos en el misterio de la creación del mundo, cuando él mismo no tiene más que ideas tan vagas y confusas que a cada instante delatan una profunda ignorancia de las leyes de la física. Dios crea el Sol, que es la fuente de luz de nuestro sistema planetario, varios días después de crear la luz. Dios, que no puede ser representado por imagen alguna, crea al hombre a su imagen, lo crea macho y hembra y, olvidando inmediatamente lo que acaba de hacer, crea a la mujer de una costilla del hombre. En suma, desde el comienzo no vemos en la Biblia más que ignorancia y contradicciones. Todo prueba que la cosmogonía de los hebreos sólo es un tejido de fábulas y alegorías incapaz de proporcionarnos idea alguna sobre las cosas, dirigida únicamente a comentar a un pueblo salvaje, ignorante y tosco, ajeno a las ciencias y al razonamiento.
En el resto de libros sagrados atribuidos a Moisés hallaremos una multitud de historias improbables y fantásticas, y un amasijo de leyes ridículas y arbitrarias. Finalmente, el autor concluye relatando su propia muerte. Los libros posteriores a Moisés no están menos llenos de ignorancia: Josué detiene el Sol, que no gira; Sansón, el Hércules de los judíos, posee fuerza suficiente para derribar un templo… No acabaríamos nunca si quisiéramos señalar todas las sandeces y fábulas que aparecen en cada uno de los pasajes de una obra que tienen la desfachatez de atribuir al Espíritu Santo. Toda la historia de los hebreos no es más que un amasijo de cuentos indignos de la seriedad de la historia y la majestad de la divinidad. Ridícula para el sentido común, parece haberse inventado únicamente para entretener la credulidad de un pueblo infantil y estúpido.
Esta recopilación informe aparece trufada de oráculos oscuros y deshilvanados de diversos iluminados o profetas, que, uno tras otro, han saciado la superstición de los judíos. En resumen, en el Antiguo Testamento todo respira fervor, fanatismo y delirio, decorados a menudo con un lenguaje pomposo. Allí se encuentra de todo excepto sentido común, lógica y razón, que parecen haber sido concienzudamente excluidos del libro que sirve de guía a hebreos y cristianos.
Hemos considerado ya las ideas despreciables y a menudo absurdas que este libro nos proporciona acerca de la divinidad. Esta se muestra ridícula en todo su comportamiento, juega a dos barajas, se contradice a cada instante, obra con imprudencia, se arrepiente de lo que ha hecho, construye con una mano para destruir con la otra y se desdice por boca de un profeta de lo que ha dicho por boca de otro. Mientras castiga con la muerte a toda la raza humana por el pecado de un solo hombre, anuncia a través de Ezequiel que es justa y que no hace responsables a los hijos de la iniquidad de sus padres. Por boca de Moisés, ordena a los israelitas que roben a los egipcios; y en el decálogo, publicado como ley de Moisés, les prohíbe el robo y el asesinato. En pocas palabras, Yaveh, siempre en contradicción consigo mismo, en el libro inspirado por su espíritu, cambia con las circunstancias, no mantiene jamás una conducta uniforme y se pinta como un tirano que avergonzaría a los malvados más empedernidos.
Del mismo modo, si echamos una mirada al Nuevo Testamento, no veremos nada que proclame ese espíritu de verdad que dictó, supuestamente, aquella obra. Cuatro historiadores o fabulistas escribieron la historia maravillosa del Mesías y, poco concordantes sobre las circunstancias de su vida, se contradicen a menudo del modo más evidente. La genealogía de Cristo proporcionada por san Mateo no se parece en nada a la que nos ofrece san Lucas; uno de los evangelios le hace viajar a Egipto, otro no dice nada de esa fuga; uno hace durar su misión tres años, el otro la supone sólo de tres meses. Tampoco concuerdan sobre las circunstancias de los hechos que relatan. San Marcos dice que Jesús murió en la hora tercera, es decir, a las nueva de la mañana, y san Juan dice que murió en la sexta, es decir, a mediodía. Según san Mateo y san Marcos, las mujeres que después de la muerte de Jesús fueron a su sepulcro no vieron más que a un ángel; según san Lucas y san Juan, vieron dos. Según unos, estos ángeles estaban situados fuera de las tumba; según otros, dentro. Varios milagros de Jesús son narrados también de forma diferente por estos evangelistas, testigos o iluminados. Lo mismo ocurre con sus apariciones tras la resurrección. Todo esto, ¿no nos debe hacer dudar de la infabilidad de los evangelistas y de la realidad de sus inspiraciones divinas? ¿Qué diremos acerca de las profecías falsas e inexistentes atribuidas a Jesús en el Evangelio? San Mateo pretende que Jeremías predijo que Cristo sería traicionado por treinta monedas de plata, pero esta profecía no se encuentra en Jeremías. Nada más extraño que la manera en que los doctores cristianos se zafan de estas dificultades. Sus soluciones sólo están hechas para contentar a personas que consideran un deber permanecer en la ceguera. Teofilacto dice que la mejor prueba de la buena fe de los Evangelios es que no concuerdan en todos los puntos, ya que, de otro modo, dice, «podríamos sospechar que los escribieron poniéndose de acuerdo». El propio San Jerónimo afirma que las citas de san Mateo no concuerdan con la versión griega de la Biblia. Erasmo se ve obligado a reconocer que el espíritu divino permitía a los apóstoles equivocarse.
Cualquier hombre razonable observará que ni siquiera todo el aparato de sofismas podrá reconciliar jamás contradicciones tan palpables, y los esfuerzos de los intérpretes no probarán sino la debilidad de su causa. ¿Se puede servir a la divinidad mediante subterfugios, sutilezas y mentiras?
Las mismas contradicciones y los mismos errores encontramos en el pomposo galimatías atribuído a san Pablo. Este hombre, inspirado por el espíritu de Dios, no muestra en sus discursos y epístolas sino el fervor de un loco. Los análisis más detallados no pueden alcanzar a comprender ni conciliar las contradicciones, los enigmas y las ideas deshilvanadas que abundan en sus obras, ni las incertidumbres de su conducta, tan pronto favorable como opuesta al judaísmo.
San Pablo nos dice que fue transportado al tercer cielo. ¿Cómo? ¿Por qué? ¿Y qué aprendió allí? Cosas inefables que el hombre no puede comprender. ¿Para qué podía servir entonces su viaje maravilloso? ¿Pero cómo dar crédito a san Pablo, que en los Hechos de los Apóstoles se hace culpable de engaño cuando asegura, ante el gran sacerdote, que se le persigue porque es fariseo y a causa de la resurrección de los muertos? Esto encierra dos falsedades:
- porque san Pablo en ese tiempo era el apóstol más celoso del cristianismo y, en consecuencia, era cristiano.
- porque no se le acusaba en absoluto de creer en la resurrección. (Hechos 23:6 )
Si los apóstoles mienten, ¿como fiarse de sus discursos? Por otro lado, vemos a ese gran apóstol cambiar a cada instante de opinión y conducta. En el Concilio de Jerusalén se opone a san Pedro, cuya opinión favorecía el judaísmo, mientras que, acto seguido, se acomoda a los ritos de los judíos. En fin, san Pablo se adapta continuamente a las circunstancias y se casa con todos. Parece haber dado ejemplo a los jesuitas cuando se les reprocha cómo se comportaron en las Indias con los idólatras, fusionando su culto con el de Jesucristo.
No más claridad se podrá sacar de las otras obras atribuidas a los apóstoles. Parece como si estos personajes inspirados por la divinidad hubieran venido a la tierra únicamente para impedir que sus discípulos comprendieran algo de la doctrina que les querían enseñar.
En fin, el mosaico que compone el Nuevo Testamento termina con el libro místico conocido con el nombre de Apocalipsis de san Juan, obra ininteligible en la que el autor ha querido insistir en todas las ideas lúgubres y funestas contenidas en la Biblia. Muestra al género humano afligido la perspectiva de la inmimente desaparición del mundo, llena la imaginación de los cristianos de ideas espantosas adecuadas para hacerles estremecer, quitarles las ganas de una vida perecedera y volverlos inútiles o perjudiciales para la sociedad. Así, el fanatismo pone dignamente fin a una recopilación reverenciada por los cristianos pero ridícula y despreciable para el hombre sensato, indigna de un Dios pleno de sabiduría y bondad; una recopilación detestable para cualquiera que considere los males que ha hecho a la tierra.
En definitiva, habiendo tomado los cristianos como regla de su conducta y opiniones un libro como la Biblia, es decir, una obra repleta de fábulas espantosas, ideas terribles sobre la divinidad y contradicciones sorprendentes, jamás han podido saber a qué atenerse, jamás se han puesto de acuerdo sobre la manera de entender la voluntad de un Dios cambiante y caprichoso, y jamás han sabido de forma precisa lo que este Dios les exigía. Este libro oscuro fue para los cristianos una manzana de la discordia, una fuente inagotable de querellas, un arsenal en el que los partidos más enfrentados se procuraban por igual las armas. Los geómetras no tienen disputa alguna acerca de los principios fundamentales de su ciencia. ¿Por qué fatalidad el libro revelado de los cristianos, que encierra los fundamentos de su religión divina, de lo que depende su felicidad eterna, es ininteligible y motivo de discusiones que han ensangrentado la tierra con tanta frecuencia? A juzgar por sus efectos, un libro semejante, ¿no debería ser visto más bien como la obra de un genio maligno, con disposición al engaño y las tinieblas, y no como el de un Dios que se interesa por la conservación y bondad de los hombres, a los que iluminar?

Me encantó ese argumento de Teofilacto sobre que «la mejor prueba de la buena fe de los Evangelios es que no concuerdan en todos los puntos, ya que, de otro modo, podríamos sospechar que los escribieron poniéndose de acuerdo». Sugiérale ese tipo de justificación a un juez, y verá cómo le va. No es más razonable pensar que si contradicen incontables veces se deba, entre otras cosas, a que:
1) Fueron escritos muchísimos años después de la muerte de Jesús.
2) Existieron innumerables corrientes cristianas primitivas con creencias muy diferentes.
3) Por orden del Emperador Constantino, los obispos más poderosos del cristianismo primitivo fueron presionados para unificar en una sola todas las versiones «políticamente correctas» del cristianismo, y las demás, lógicamente fueron desechadas (siendo tan inverosímiles como los canónicos)
4) Constituyen un conjunto de rumores transmitidos inicialmente de forma oral y durante mucho tiempo, siendo susceptibles de tergiversaciones, adiciones, sustracciones, inventos e historias creadas a conveniencia.
Tú qué opinas, Andrés?
Hola Norwin
Creo recordar que dijiste haber leído el libro de Bart Ehrman «Los cristianismos perdidos» Efectivamente este libro evidencia esas «luchas» fratricidas por el control del poder en aquellos inicios del cristianismo. Pero si lees cualquier otro texto que documente aquella época no hay diferencias apreciables entre ellos. Todos coinciden en que no sólo se luchaba por el poder político sino también por la interpretación de la tradición y los textos bíblicos. Porque la elección de los libros elegidos para conformar la Biblia que ahora conocemos no es más que un simple cambalache negociador entre las diversas corrientes cristianas. Sólo eso.
Así que me es muy, digamos, divertido oír a predicadores y cristianos convencidos interpretar la Biblia con frases y analizar estas como si hubieran sido dichas por el personaje en cuestión.
Murió Jesús y aproximadamente unos 50 años después alguien tuvo la ocurrencia de escribir sobre su vida. No dudo, o quizá sí, de la única voluntad de plasmar la vida y obras de Jesús. Pero sólo haciendo un simple ejercicio de imaginación hace que sea del todo ridículo pensar en que lo escrito en la Biblia sea tal y como fue.
No había teléfono, ni Internet, ni radio, ni televisión, ni periódicos diarios, ni una cultura de alfabetización generalizada. El boba a boca, los recuerdos de lo que a uno han dicho y transmite posteriormente es el soporte de «fiabilidad» vendida para que podamos decir que lo que dijo Jesús lo dijera efectivamente. Además hemos de tener en cuenta lo que era la cultura de la transmisión del mito.
Todos hemos oído del rey Arturo, de Guillermo Tell, de Juana de Arco, de los tres mosqueteros, del Cid Campeador, de Romeo y Julieta… Alguien con cierta cultura podría decir cuáles de estos personajes fueron ciertos y cuales pura fantasía. Otros se confunden: son ciertos pero rodeados de una halo de misticismo y heroicidad dignas del mismo JRR Tolkien. ¡Pero era lógico!
En aquellas épocas había que transmitir acontecimientos oralmente. La obras escritas estaban reservadas a élites. Tanto los poderes políticos y religiosos les convenía adornar una historia que sin duda era digna de mención pero que había de ser floreada con exageraciones de todo tipo para intentar dar a conocer que se encontraban ante un hecho extraordinario.
No sé si lo conocerás. Pero el Cid Campeador fue un personajes leal, sin duda un gran comandante y guerrero que luchaba contra los «moros» de la época. La forma de animar a las tropas y a una población que tenía otros problemas más acuciantes que la lucha por territorios, era la exageración mitológica, figuras literarias tales que cuando acabas de leer la magnífica obra literaria te podrías quedar preguntando: «Este personaje ¿ fue real o ficción?»
Ya lo comenté en otras entradas. Paulus de Tarso y Constantino fueron los verdaderos creadores del cristianismo, no Jesús.
Saludos Norwin