Siempre ha habido hombres que han sabido sacar provecho de los errores de la tierra. El clero de todas las religiones han encontrado el medio de cimentar su propio poder, sus riquezas y su grandeza en los miedos del vulgo, pero ninguna religión ha tenido tantas razones como el cristianismo para esclavizar los pueblos al clero. Los primeros predicadores del Evangelio, los apóstoles, los primeros sacerdotes de los cristianos, son descritos como hombres divinos, inspirados por el espíritu de Dios, con el que comparten su omnipotencia. Aunque no todos sus sucesores gozan de las mismas prerrogativas, el cuerpo de sus sacerdotes, o Iglesia, es continuamente iluminada, en opinión de los cristianos, por el Espíritu Santo, que jamás lo abandona. Goza colectivamente de infalibilidad y, por consiguiente, sus decisiones resultan tan sagradas como las de las propia divinidad o son fruto de una revelación continua.
Según estas ideas tan importantes que nos da el cristianismo acerca del clero, éste debe dirigir las naciones en virtud de los derechos que emanan del mismo Jesucristo, no ha de encontrar ningún obstáculo a sus caprichos y ha de doblegar a los reyes a su autoridad. Debía ser ilimitado, pues se fundaba en la autoridad del Todopoderoso; debía ser despótico, ya que los hombres no tienen el derecho de restringir el poder divino; y debía degenerar en abuso, porque los sacerdotes que lo ejercieron fueron hombres embriagados y corrompidos por la impunidad.
En el origen del cristianismo, los apóstoles predicaron el Evangelio a judíos y gentiles en virtud de la misión de Jesucristo. Como hemos visto, la novedad de su doctrina les proporcionó, numerosos seguidores entre el pueblo. Los nuevos cristianos, llenos de fervor por estas nuevas opiniones, formaron en cada ciudad congregaciones que fueron gobernadas por hombres elegidos por los apóstoles, que, habiendo recibido la fe de primera mano, conservaron siempre el derecho de inspección sobre las diversas sociedades cristianas que había formado. Éste parece ser el rigen de los obispos o inspectores que se han perpetuado en la Iglesia hasta nuestros días, origen del que se vanaglorian los príncipes de los sacerdotes del cristianismo moderno. Es sabido que, al nacer esta secta, sus asociados ponían sus bienes en común. Parece que fue una obligación exigida rigurosamente, pues dos de los nuevos cristianos cayeron muertos por orden de san Pedro por haberse guardado algunos bienes. Los fondos de la comunidad estaban a disposición de los apóstoles y, después de éstos, de los inspectores u obispos o sacerdotes que los reemplazaron. Y como es necesario que el sacerdote viva del altar, es verosímil que estos obispos se retribuyeran a sí mismos del erario público por sus enseñanzas. Quienes intentaron nuevas conquistas espirituales estuvieron obligados, seguramente, a contentarse con las aportaciones voluntarias de quienes convertían. En cualquier caso, los tesoros amasados por la crédula piedad de los fieles se convirtieron en objeto de la codicia de los sacerdotes e introdujeron la discordia entre ellos: todos quisieron gobernar y disponer de los fondos de la comunidad, y de ahí las intrigas y facciones que vemos originarse en la Iglesia de Dios. Los sacerdotes fueron los primeros que abandonaron el fervor religioso; la ambición y avaricia debieron desengañarlos pronto de las máximas desinteresadas que predicaban a los demás.
Mientras el cristianismo permaneció en la indigencia y fue perseguido, el clero, obispos y sacerdotes en discordia combatieron sordamente y sus querellas no salieron de su entorno. Pero cuando Constantino quiso consolidarse con la ayuda de una facción muy numerosa, extendida gracias a su clandestinidad, todo cambió en la Iglesia. Los jefes de los cristianos, seducidos por la autoridad y convertidos en cortesanos, se combatieron abiertamente. Comprometieron a los soberanos en sus querellas, persiguieron a sus rivales y, poco a poco, colmados de honores y riquezas, ya no se reconocía en ellos a los sucesores de los pobres apóstoles o mensajeros que Jesús había enviado a predicar su doctrina. Se convirtieron en príncipes que, sostenidos por las armas de la opinión, estaban en disposición de dictar la ley a los mismos soberanos e incendiar el mundo.
Por una fastidiosa imprudencia, el pontificado había sido separado del Imperio por Constantino, y los emperadores tuvieron razones para arrepentirse. El obispo de Roma, ciudad antaño señora del mundo, cuyo sólo nombre seguía imponiendo respeto al resto de las naciones, supo sacar provecho de los problemas del Imperio, las invasiones de los bárbaros y las debilidades de los emperadores, demasiado alejados para vigilar su conducta. Así, a fuerza de manejos e intrigas, el pontífice romano llegó a sentarse en el trono de los césares. Para él combatieron Emilios y Escipiones. En Occidente fue considerado el monarca de la Iglesia, el obispo universal, el vicario de Jesucristo en la tierra, en suma, el órgano infalible de la divinidad. Es sabido que la preeminencia de los papas, discutida siempre por los patriarcas de Alejandría, Constantinopla y Jerusalén, está fundada en un equívoco que se encuentra en el Nuevo Testamento. El papa pretende ser el sucesor de san Pedro, a quien Jesús dijo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. Pero los mejores críticos niegan que san Pedro haya estado jamás en Roma. Respecto a la infalibilidad del papa, por más que muchos cristianos han tenido la fuerza de espíritu para negarla en voz baja, es una verdad indiscutible para españoles, italianos, portugueses, alemanes, flamencos e, incluso, para la mayor parte de los franceses. Bellarmino asegura que el papa tiene derecho a cometer injusticias: Jure potest contra jus decernere.
Aunque estos títulos altivos fueron rechazados en Oriente, el pontífice de los romanos reinó sin competencia sobre la mayor parte del mundo cristiano. Fue un Dios en la tierra, y por la estupidez de los soberanos se convirtió en árbitro de sus destinos. Fundó una teocracia, o gobierno divino, del que fue jefe, y los reyes fueron sus lugartenientes. Los destronó y sublevó a los pueblos contra ellos cuando tuvieron la audacia de desafiarlo. En definitiva, sus armas espirituales fueron más fuertes, durante largos siglos, que las temporales; estuvo en disposición de distribuir las coronas, siempre fue obedecido por las naciones embrutecidas, dividió a los príncipes a fin de reinar sobre ellos y su imperio duraría todavía hasta hoy si el progreso de las luces, de las que los soberanos parecen, sin embargo, tan enemigos, no los hubiera frenado poco a poco, o si los soberanos, inconsecuentes con los principios de su religión, no hubieran atendido a su ambición más que a su deber. Efectivamente, si los ministros de la Iglesia han recibido su poder del mismo Jesucristo, oponerse a sus representantes es rebelarse contra éste. Los reyes, al igual que los súbditos, no pueden sustraerse a la autoridad de Dios sin cometer un crimen: la autoridad espiritual, que proviene del monarca celestial, debe estar por encima de la temporal, que proviene de los hombres. Un príncipe realmente cristiano debe ser un servidor de la Iglesia o el primer esclavo de los sacerdotes.
No nos sorprendamos, pues, si, en los siglos de ignorancia, el clero tuvo más poder que los reyes y fueron obedecidos siempre con preferencia por los pueblos, más ligados a los intereses del cielo que a los de la tierra. En las naciones supersticiosas, la voz del Altísimo y su intérpretes debe ser más escuchada que la del deber, la justicia y la razón. Un buen cristiano sumiso a la Iglesia debe ser ciego e irracional cuando la Iglesia lo ordene, pues éste tiene el derecho de volvernos absurdos y ordenarnos crímenes.
Por otro lado, los hombres cuyo poder en la tierra proviene de Dios mismo no pueden depender de ningún otro poder: de este modo, la independencia de los cristianos respecto al clero está fundada sobre los principios de su religión, y supo siempre valerse de ellos. No hay que sorprenderse si los sacerdotes del cristianismo, enriquecidos y dotados por la generosidad de reyes y pueblos, no reconocieron la verdadera fuente de su opulencia y privilegios. Los hombres pueden quitar lo que han dado por imprevisión o temor. Las naciones, tras abandonar el error de sus prejuicios, podrían un día reclamar contra esas donaciones arrancadas mediante el miedo, o sorprendidos por la impostura. Los sacerdotes sintieron todos esos inconvenientes y pretendieron, por tanto, que vivían de Dios y no de lo que los hombres les habían otorgado y, por una sorprendente milagro, se les creyó.
Así, los intereses del clero fueron separados de los de la sociedad. Los hombres consagrados a Dios y elegidos para ser sus ministros dejaron de ser ciudadanos y no se confundieron con los súbditos profanos; las leyes y los tribunales civiles no tuvieron ningún poder sobre ellos y sólo fueron juzgados por hombres de su propia corporación. Por esta razón, los mayores excesos permanecieron a menudo impunes, y su persona, sometida sólo a Dios, resultó inviolable y sagrada. La causa de los altercados de Enrique II, rey de Inglaterra, con el santo arzobispo de Canterbury consistió en que el monarca quiso castigar a los eclesiásticos por los asesinatos y crímenes cometidos. Recientemente, el rey de Portugal fue obligado a solicitar en vano permiso para juzgar a los jesuitas acusados de haber estado implicados en el crimen de lesa majestad cometido contra su persona… El clero no soporta de buena gana que se castigue a sus ministros: es entonces cuando aborrece la sangre. Cuando se trata de derramar la de los demás, no le resulta tan difícil. Los soberanos fueron obligados a defender las posesiones de los sacerdotes y protegerlas sin que éstos contribuyeran al erario público, o únicamente en la medida en que convino a sus intereses. En definitiva, esos hombres reverenciados fueron impunemente dañinos y malvados y vivieron en las sociedades sólo para devorarlas, con el pretexto de alimentarlas con sus enseñanzas y rezar por ellas.
¿Qué fruto han extraído las naciones del clero desde hace 18 siglos?
¿Han podido esos hombres infalibles ponerse de acuerdo entre ellos sobre los puntos más esenciales de una religión revelada por la divinidad? ¿Qué extraña revelación es la que tiene necesidad de comentarios e interpretaciones continuas? ¿Qué pensar de esas divinas Escrituras que cada secta entiende de manera tan diversa? Los pueblos alimentados incesantemente con la enseñanza de tantos pastores e iluminados con las luces del Evangelio no son ni más virtuosos ni más instruidos sobre el asunto que más les importa. Se les dice que se sometan a la Iglesia, pero la Iglesia nunca está de acuerdo consigo misma. A lo largo de los siglos se ha ocupado de reformar, explicar, destruir y restablecer su celestial doctrina, y sus ministros crean a su conveniencia nuevos dogmas, desconocidos por los fundadores de la Iglesia. Cada época ve nacer nuevos misterios, nuevas fórmulas y nuevos artículos de fe. A pesar de las inspiraciones del Espíritu Santo, el cristianismo jamás ha podido conseguir la claridad, simplicidad y solidez que son las pruebas indudables de un buen sistema. Ni los concilios ni los cánones ni esa infinidad de decretos y leyes que forman el código de la Iglesia han podido fijar ahora los objetos de su creencia.
Si un pagano sensato quisiera abrazar el cristianismo, quedaría sumido desde el primer momento en la mayor perplejidad a la vista de las múltiples sectas, cada una de las cuales pretende conducir del modo más seguro a la salvación y ajustarse de la forma más exacta a la palabra de Dios. ¿Por cual de esas sectas osará decantarse, al ver que se miran con horror y que algunas condenan despiadadamente a otras, que en lugar de tolerarse se atormentan y persiguen, y que las que tienen el poder hacen sentir a sus rivales las crueldades más refinadas y los furores más contrarios a la tranquilidad de las sociedades?. Porque, no nos equivoquemos: el cristianismo, poco contento con violentar a los hombres para someterlos exteriormente a su culto, ha inventado el arte de tiranizar el pensamiento y atormentar las conciencia, arte desconocido para todas las supersticiones paganas. El celo del clero de la Iglesia no se limita al exterior: el clero penetra hasta las entrañas, el clero viola insolentemente su santuario impenetrable, y justifican el sacrilegio del clero y las ingeniosas crueldades por el gran interés que se toman en la salvación de las almas.
Éstos son los efectos que derivan necesariamente de los principios de una religión que cree que el error es un crimen digno de la cólera de su Dios. Como consecuencia de estas ideas, el clero, con el consentimiento de los soberanos, son en ciertos países los encargados de mantener la fe en toda su pureza. Jueces de su propia causa, condenan a las llamas a aquellos cuyas opiniones les parecen peligrosas. Los tribunales civiles, cuando son justos, tienen por norma buscar todo lo que pueda beneficiar a la defensa del acusado; el tribunal de la Inquisición hace exactamente lo contrario. Jamás se comunica al acusado la causa de su detención ni se le confronta con testigos. Aunque ignore su crimen, tiene, sin embargo, que confesarlo: éstas son las máximas de los sacerdotes cristianos. Es cierto que la inquisición no condena a nadie, ya que los sacerdotes no pueden derramar sangre. Esta función está reservada al brazo secular, y esos bellacos hacen como si intercedieran en favor del culpable, seguros de no ser escuchados. ¿Qué digo? Montarían seguramente un escándalo si el magistrado les tomase la palabra. Conducta bien digna de estos hombres, en los que el interés ahoga la humanidad, la sinceridad y el pudor. Rodeados de delatores, espían las acciones y palabras de los ciudadanos y sacrifican a su seguridad a todos los que les hacen sombra. En éstas máximas abominables se fundó la Inquisición: quiere encontrar culpables, y para serlo basta con resultarle sospechoso.
Éstos son los principios de un tribunal sanguinario, que perpetúa la ignorancia y el letargo de los pueblos en los que la política errónea de los reyes permite vía libre a sus encarnizamientos. En los países que se consideran más ilustrados y libres vemos a obispos que no tienen vergüenza en hacer firmar fórmulas y profesiones de fe a quienes dependen de ellos y les hacen preguntas capciosas. ¿Qué digo? Ni las mujeres se libran de sus pesquisas; un relato quiere conocer qué piensan sobre sutilezas ininteligibles incluso para quienes las han inventado.
Las disputas entre los sacerdotes del cristianismo hicieron surgir animosidades, odios y herejías desde el mismo nacimiento de la Iglesia. Un sistema fundado en maravillas, fábulas y oráculos oscuros debe de ser una fuente fecunda de disputas. En lugar de dedicarse a conocimiento útiles, los teólogos nunca se ocuparon de otra cosa que de sus dogmas; y en lugar de estudiar la verdadera moral y dar a conocer a los pueblos sus verdaderos deberes, se esforzaron por conseguir partidarios. Los sacerdotes cristianos entretuvieron su ociosidad haciendo especulaciones inútiles de una ciencia bárbara y enigmática que, bajo el nombre de ciencia de Dios, o teología, se procuró el respeto del vulgo. Este sistema, de una ignorancia presuntuosa, tozudo y calculado, semejante al Dios de los cristianos, es tan incomprensible como él. Así, las disputas nacieron de disputas. A menudo, genios profundos y dignos de lástima se ocuparon plácidamente en sutilezas pueriles, cuestiones ociosas y opiniones arbitrarias que, lejos de ser útiles a la sociedad, sólo consiguieron turbarla. Los pueblos entraron en querellas que jamás entendieron, y los príncipes defendieron a los sacerdotes a quienes quisieron favorecer. A golpes de espada decidieron la ortodoxia, y el partido que eligieron aplastó a los otros, ya que los soberanos se creían siempre obligados a inmiscuirse en las disputas teológicas. No se dieron cuenta de que, al hacerlo, les otorgaban importancia y peso; y los sacerdotes cristianos siempre pidieron ayuda humana para sostener opiniones cuya duración consideraban, no obstante, garantizada por Dios. Los héroes que encontramos en los anales de la Iglesia nos muestran sólo a fanáticos testarudos víctimas de sus locas ideas o a perseguidores furiosos que trataron a sus enemigos con la mayor inhumanidad o a facciosos que perturbaron las naciones. El mundo de la época de nuestros padres se despobló por defender extravagancias que producen risa a una posteridad no menos insensata que ellos.
En casi todos los siglos se lamentaron abiertamente los abusos del clero de la iglesia y se habló de corregirlos. A pesar de esta supuesta reforma en la cabeza y en los miembros de la Iglesia, ésta siempre fue corrupta. Los sacerdotes, codiciosos, turbulentos y sediciosos, hicieron gemir a las naciones bajo el peso de sus vicios, y los príncipes fueron demasiado débiles para hacerlos entrar en razón. Sólo las divisiones y disputas de estos tiranos disminuyeron la pesadez de su yugo sobre los pueblos y soberanos. El imperio del pontífice romano, tras haber durado muchos siglos, fue al fin quebrantado por irritados fervorosos, súbditos rebeldes que osaron examinar los derechos de ese temible déspota. Algunos príncipes, cansados de su esclavitud y pobreza, abrazaron las opiniones que les posibilitaron apoderarse de los despojos del clero. Así se rompió la unidad de la Iglesia, las sectas se multiplicaron y cada una de ellas combatió por defender su propio sistema.
Los fundadores de esta nueva secta, que el pontífice de Roma trató de innovadores, herejes e impíos, renunciaron, a decir verdad, a algunas de sus antiguas opiniones. Pero, contentos con haber dado algunos pasos hacia la razón, nunca se atrevieron a sacudirse por entero el yugo de la superstición: continuaron respetando los libros sagrados de los cristianos, los consideraron como únicas guías de los fieles y pretendieron encontrar en ellos los principios de sus opiniones. En definitiva, pusieron esos libros oscuros, donde cualquiera que hallar fácilmente todo lo que desee y en los que la divinidad habla con frecuencia en un lenguaje contradictorio, en manos de sus seguidores, quienes, extraviados rápidamente en este laberinto tortuoso, hicieron surgir nuevas sectas.
De este modo, los jefes de las sectas, los supuestos reformadores de la Iglesia, no hicieron sino entrever la verdad o se aferraron sólo a minucias. Continuaron respetando los oráculos sagrados de los cristianos y reconociendo a su Dios cruel y caprichoso, admiraron su mitología extravagante y sus dogmas opuestos a la razón. Finalmente, adoptaron los misterios más incomprensibles poniendo otros, sin embargo, en entredicho. No hay que extrañarse si, a pesar de las reformas, el fanatismo, las disputas, las persecuciones y las guerras se hicieron sentir en toda Europa. Las ensoñaciones de estos innovadores no hicieron sino sumirla en nuevas desgracias, la sangre corrió por todas partes y los pueblos no fueron ni más razonables ni más felices. Los sacerdotes de todas las sectas siempre quisieron dominar y que sus decisiones se consideraran infalibles y sagradas. Siempre que tuvieron poder, persiguieron; las naciones se prestaron siempre a sus arrebatos y los Estados se tambalearon siempre a causa de sus fatales opiniones. La intolerancia y el espíritu de persecución son la esencia de toda secta que tenga al cristianismo como base: un Dios cruel, parcial, que se irrita por las opiniones de los hombres, no puede concordar con una religión dulce y humana.
En resumen, en toda secta cristiana el sacerdote ejercerá siempre un poder que puede resultar funesto para el Estado: formará hombres enfervorizados, místicos y fanáticos que provocarán disturbios cada vez que se les haga creer que la causa de Dios los reclama, que la Iglesia está en peligro y que se trata de combatir por la gloria del Altísimo.
También vemos cómo en los países cristianos el poder temporal se halla servilmente sometido al clero, ocupado en ejecutar sus deseos, exterminar a sus enemigos, trabajar por su grandeza y mantener sus derechos, riquezas e inmunidades. En casi todas las naciones sumisas al Evangelio, los hombres más ociosos, los más sediciosos, los más inútiles y los más peligrosos son los más honrados y mejor recompensados. La superstición del pueblo le induce a creer que nunca hace bastante por los ministros de su Dios. Estos sentimientos son los mismos en todas las sectas. A excepción de los cuáqueros que no tienen sacerdotes en su secta. Los sacerdotes se imponen por doquier a los soberanos, fuerzan a la política a plegarse a la religión y se oponen a las instituciones más ventajosas para el Estado. En todas partes, son los instructores de la juventud, a la que llenan desde la infancia de sus tristes prejuicios.
Sin embargo, el clero gozó siempre del más alto grado de riqueza y poder, sobre todo en las regiones sometidas aún al pontífice romano. La credulidad hizo que se les sometieran los propios reyes; éstos fueron tan sólo los ejecutores de sus deseos, con frecuencia crueles, dispuestos a echar mano de la espada siempre que el sacerdote lo ordenara. Los monarcas de la secta romana, más ciegos que el resto, tuvieron una confianza imprudente en el clero de la Iglesia, que fue la causa de que se plegaran casi siempre a sus intereses. Esta secta borró a las demás por medio de su furor intolerante y sus atroces persecuciones. Su carácter turbulento y cruel la hizo justamente odiosa a las naciones más razonables, es decir, menos cristianas.
No nos extrañe: la religión de Roma fue inventada únicamente para hacer al clero todopoderoso. Sus sacerdotes tuvieron el talento de identificarse con la divinidad, la causa de Dios fue siempre la suya, su gloria se convirtió en la gloria de Dios, y sus decisiones fueron oráculos divinos, sus bienes pertenecían al reino del cielo, y su orgullo, avaricia y crueldades fueron legitimadas por los intereses de su señor celestial. Más aún, en esta secta el sacerdote vio cómo el soberano se ponía a sus pies para hacerle una humilde confesión de sus faltas y pedirle reconciliarse con su Dios. Raramente vemos al sacerdote utilizar su ministerio sagrado para el bienestar de los pueblos; no piensa en reprochar a los monarcas el abuso injusto de su poder, las miserias de sus súbditos o los llantos de los oprimidos. Demasiado tímido o demasiado buen cortesano para hacer tronar la verdad en sus oídos, no les habla de las múltiples vejaciones que sufren las naciones, de los impuestos onerosos que las oprimen, de las guerras inútiles que las destruyen y de las invasiones continuas de los derechos del ciudadano. Estas cosas no interesan a al clero de la Iglesia, que sería al menos de alguna utilidad si empleara su poder para poner freno a los excesos de los tiranos supersticiosos. Los terrores del otro mundo serían mentiras perdonables si sirvieran para hacer temblar a los reyes. Pero éste no ha sido jamás el objetivo de los ministros de la religión: casi nunca procuraron los intereses de los pueblos, incensaron la tiranía, fueron indulgentes con sus crímenes regios, les proporcionaron expiaciones fáciles y les prometieron el perdón del cielo si defendían sus causas con ardor. En la religión romana, el clero reinó sobre los reyes y, en consecuencia, se aseguró el reinado sobre sus súbditos. La superstición y el despotismo formaron una alianza eterna y unieron sus esfuerzos para convertir a los pueblos en esclavos desdichados. El clero subyugó a los súbditos mediante terrores religiosos para que el soberano pudiera devorarlos; en recompensa, éste concedió al sacerdote licencia, opulencia y grandeza, y se comprometió a destruir a todos sus enemigos.
¿Y qué diremos de esos doctores que los cristianos llaman casuistas, esos supuestos moralistas que quisieron medir hasta dónde puede ofender la criatura a su creador sin arriesgar su salvación? Esos hombres profundos enriquecieron la moral cristiana con una ridícula tarifa de pecados: sabían el grado de cólera que provocaba cada pecado en la bilis del Ser supremo. La verdad moral no tiene más que una medida para juzgar las faltas de los hombres: las más graves son las que más perjudican a la sociedad. La conducta que nos perjudica a nosotros mismos es imprudente e irracional, la que daña a otros es injusta y criminal.
Todo, incluso la ociosidad, es recompensado a los sacerdotes cristianos. Ridículas fundaciones mantienen en la holgura a una multitud de holgazanes que devoran a la sociedad sin prestarle ninguna ayuda. Los pueblos, ahogados ya por impuestos, son además atormentados por sangüijuelas que les obligan a comprar muy caras oraciones inútiles o hechas con negligencia. Mientras el hombre de talento, el investigador industrioso y el militar valiente languidecen en la indigencia o no poseen más que lo necesario, los monjes perezosos y los sacerdotes ociosos gozan de una abundancia vergonzosa para los Estados que la toleran.
En suma, el cristianismo hace a las sociedades cómplices de todos los males que les causan los ministros de la divinidad. Ni la inutilidad de sus oraciones, probada por la experiencia de tantos siglos, ni los efectos sangrientos de sus funestas disputas, ni siquiera sus excesos y desenfrenos han podido desengañar todavía a las naciones acerca de estos hombres divinos, de quienes, según se creen ingenuamente, depende su salvación.
