Sobre la mitología cristiana, o las ideas del cristianismo acerca de Dios y su conducta
Dios hace surgir el universo de la nada mediante un acto inconcebible de su omnipotencia. Crea el mundo para que sea la morada del hombre, a quien la hecho a su imagen. Apenas ha visto la luz este hombre, único objetivo de las obras de su Dios, su creador le tiende una trampa en la cual sabía, sin duda, que iba a caer. Una serpiente que habla seduce a una mujer que no se sorprende de este fenómeno. Persuadida por la serpiente, pide a su marido que coma un fruto prohibido por el mismo Dios. Debido a esta falta ligera, Adán, el padre del género humano, atrae sobre sí y su inocente posteridad una multitud de males a los que sigue la muerte, sin, no obstante, ponerle fin. Por la ofensa de un solo hombre, toda la raza humana se convierte en objeto de la cólera celeste y es condenada por una ceguera involuntaria con un diluvio universal. Dios se arrepiente de haber poblado el mundo y encuentra más fácil ahogar y destruir la especie humana que cambiar su corazón.
Sin embargo, un pequeño número de justos escapa a esta catástrofe, pero ni la tierra sumergida ni el género humano aniquilado son suficientes para su venganza implacable. Una raza nueva aparece; aunque surgida de los amigos de Dios, que ha salvado del naufragio del mundo, esta raza empieza de nuevo a irritarlo con nuevos crímenes. El Todopoderoso nunca llega a modelar a su criatura tal como la desea y una nueva corrupción se apodera de las naciones: nueva cólera por parte de Yaveh.
Finalmente, parcial en su ternura y preferencias, pone los ojos sobre un asirio idólatra, se alía con él y le promete que su raza, multiplicada como las estrellas del cielo o los granos de la arena del mar, gozará siempre del favor de su Dios. Es a esta raza elegida a la que revela sus caprichos; por ella cambia cien veces el orden que había establecido en la naturaleza, por ella es injusto y destruye naciones enteras. Sin embargo, esta raza favorecida no es más feliz ni está más unida a su Dios; siempre recurre a dioses extranjeros, de los que espera las ayudas que el suyo le niega, y ultraja a este Dios que puede exterminarla. Dios tan pronto la castiga como la consuela, tan pronto la odia sin motivos como la ama sin razón alguna. En fin, sumido en la imposibilidad de atraer hacia sí a un pueblo perverso, que ama con terquedad, le envía a su propio hijo. Este hijo no es escuchado. ¿Qué digo? Ese hijo querido igual a Dios, su padre, es asesinado por el pueblo objeto de la ternura obstinada de aquel padre, quien no puede salvar al género humano sin sacrificar a su propio hijo. Así, un Dios inocente se convierte en la víctima de un Dios justo que lo ama. Ambos consienten en este extraño sacrificio, juzgado necesario por un Dios que sabe que será inútil para una nación endurecida, que no cambiará nada. La muerte de un Dios, inútil para Israel, ¿servirá entonces al menos para expiar los pecados del género humano? A pesar de la eternidad de la alianza que el Altísimo juró solemnemente, tantas veces renovada con sus descendientes, la nación favorecida fue finalmente abandonada por su Dios, quien no puedo reconducirla hacia sí. Los méritos de los sufrimientos y la muerte de su hijo son aplicados a naciones antaño excluidas de sus favores; éstas son reconciliadas con el cielo, que a partir de ese momento se muestra más justo con ellas. El género humano vuelve a estar en gracia. Sin embargo, a pesar de los esfuerzos de la divinidad, sus favores son inútiles: los hombres continúan pecando, no cesan de provocar la cólera celeste y de hacerse dignos de los castigos eternos destinados a la mayoría.
Ésta es la fiel historia del Dios sobre el que se funda el cristianismo. Con una conducta tan extravagante, tan cruel y tan opuesta a toda razón, ¿es sorprendente ver que los adoradores de este Dios no tienen ninguna idea de sus deberes, que desconocen la justicia, aplastan a la humanidad y hacen esfuerzos, en su delirio, por asimilarse a la divinidad bárbara que adoran y se proponen como modelo? ¿Qué indulgencia puede esperar el hombre de un Dios que ni siquiera ha evitado el sufrimiento de su propio hijo? ¿Qué indulgencia tendrá con sus semejantes el hombre cristiano convencido de esta fábula? ¿No debe imaginar que el medio más seguro de complacer a su Dios consiste en ser tan feroz como Él? (Se nos muestra la muerte del hijo de Dios como una prueba indudable de su bondad. ¿No es más bien una prueba indudable de su ferocidad, su venganza implacable y su crueldad? Un buen cristiano dijo en el momento de morir que jamás había podido concebir que un Dios bueno hubiera hecho morir a un Dios inocente para aplacar a un Dios justo.
Es evidente, al menos, que los seguidores de semejante Dios deben de tener una moral incierta, cuyos principios carecerán de estabilidad; efectivamente, este Dios no es siempre injusto y cruel, su conducta varía. Tan pronto crea la naturaleza entera para el hombre, como parece no haber creado a éste más que para lanzar sobre él sus furores arbitrarios; unas veces lo ama a pesar de sus faltas, otras condena la raza humana a la desgracia por culpa de un fruto. En fin, este Dios inmutable está agitado alternativamente por el amor y la cólera, por la venganza y la piedad, por la benevolencia y el arrepentimiento. Nunca hay en su conducta esa uniformidad que caracteriza a la sabiduría. Parcial en su afecto por una nación despreciable y cruel sin razón con el resto del género humano, ordena el fraude, el robo y el asesinato, e impone a su amado pueblo el deber de cometer sin vacilar los crímenes más atroces, violar la buena fe y despreciar el derecho de gentes. En otras ocasiones le vemos prohibir estos mismos crímenes, ordenar la justicia y prescribir a los hombres abstenerse de todo aquello que turbe el orden y la sociedad. Este Dios que se llama a la vez Dios de las venganzas, Dios de las misericordias, Dios de los ejércitos y Dios de la paz, juega siempre con dos barajas; en consecuencia, deja a cada uno de sus adoradores como señor de su propia conducta, y por ello su moral resulta arbitraria. ¿Es, pues, sorprendente, después de todo esto, que los cristianos no hayan podido ponerse nunca de acuerdo sobre si era más conforme a los ojos de su Dios mostrar indulgencia hacia los hombres o exterminarlos por sus opiniones? En suma, para ellos constituye un problema saber si es conveniente degollar y asesinar a quienes no comparten sus ideas o dejarlos vivir en paz y mostrarles su humanidad.
Los cristianos no dejan de justificar a su Dios por la conducta caprichosa y con frecuencia inicua que vemos en él según los libros sagrados. Dicen que este Dios, señor absoluto de las criaturas, puede disponer de ellas a su gusto sin que se le pueda acusar por ello de injusticia ni pedirle cuentas de sus acciones: su justicia no es la del hombre y éste no tiene derecho a censurarlo. Es fácil apreciar la insuficiencia de esta respuesta. Efectivamente, los hombres, al atribuir la justicia de Dios, no pueden tener idea de esta virtud más que suponiendo que, por sus efectos, se parece a la de sus semejantes. Si Dios no es justo como los hombres, no sabemos cómo lo es y le atribuimos una cualidad de la que no tenemos idea alguna. Si se nos ha dicho que Dios nada debe a sus criaturas, se le supone un tirano que no tiene más regla que capricho, que no puede ser, por tanto, el modelo de nuestra justicia, y ha dejado de tener relaciones con nosotros, pues toda relación debe ser recíproca. Si Dios no debe nada a sus criaturas, ¿cómo pueden éstas deberle algo? Si, como se nos repite continuamente, los hombres son respecto a Dios como la arcilla en manos del alfarero, no puede haber relaciones morales entre ellos. Sin embargo, toda religión se funda en estas relaciones. Así, decir que Dios no debe nada a sus criaturas y que su justicia no es la misma que la justicia humana es minar los fundamentos de toda justicia y de toda religión, que supone que Dios debe recompensar a los hombres por el bien y castigarlos por el mal que hacen.
Se nos dirá que es en otra vida donde se mostrará la justicia de Dios. Aceptado esto, no podemos llamarle justo en ésta, en la que vemos con tanta frecuencia la virtud oprimida y el vicio recompensado. Mientras las cosas continúen en este estado, estará fuera de nuestro alcance atribuir justicia a un Dios que se permite, al menos durante esta vida -la única que podemos apreciar- injusticias pasajeras que se supone esta dispuesto a reparar algún día. Pero esta suposición, ¿no es gratuita? Y si este Dios ha podido consentir ser injusto un solo momento, ¿por qué pensamos que no lo volverá a ser de nuevo? ¿Cómo conciliar con la inmutabilidad de este Dios una justicia que se desmiente a cada momento?
Lo dicho anteriormente sobre la justicia divina puede atribuirse también a la bondad que se le supone, y en la que los hombres fundan sus deberes. En efecto, si este Dios es todopoderoso, si es el autor de todas las cosas, si todo se hace por su voluntad, ¿cómo atribuirle bondad en un mundo donde sus criaturas se encuentran expuestas a males continuos, crueles enfermedades, trastornos físicos y morales y, en fin, a la muerte? Los hombres pueden únicamente atribuir bondad a Dios por los bienes que reciben; desde el momento en que experimentan el mal, su Dios deja de ser bondadoso. Los teólogos ponen a cubierto la bondad de su Dios negando que sea autor del mal, que atribuyen a un genio malhechor tomado de las doctrinas de los magos, perpetuamente ocupado en perjudicar al género humano y en frustrar las favorables intenciones de la providencia divina. Esos doctores nos dicen que Dios no es el autor del mal; que solamente lo permite. ¿Acaso no ven que permitir el mal es lo mismo que cometerlo en el caso de un agente todopoderoso que podría impedirlo? De hecho, si la bondad de Dios ha podido ser negada en alguna ocasión, ¿qué nos asegura que no lo será más veces? En fin, ¿cómo conciliar en el sistema cristiano la conducta frecuentemente bárbara y las órdenes sanguinarias que los libros sagrados atribuyen a Dios con su bondad o con su sabiduría? ¿Cómo puede un cristiano atribuir bondad a un Dios que ha creado a la mayoría de los hombres sólo para condenarlos eternamente?
Se nos dirá, sin duda, que la conducta de Dios es para nosotros un misterio impenetrable que no tenemos derecho a examinar, que nuestra débil razón se perdería al querer sondear las profundidades de la sabiduría divina, que es necesario adorarle en silencio y someternos, temiendo los oráculos de un Dios que ha dado a conocer su voluntad: se nos cierra la boca diciéndonos que la divinidad se ha revelado a los hombres.
