Su nombre real fue Paul Henri Thiry, aunque si le dijera que trataré del barón de Holbach, le resultará mucho más conocido. Fue un filósofo francés del siglo XVIII. Trató a la religión como lo que es y, en sus tiempos, eso es mucho decir.
Esta entrada forma parte a la serie dedicada a Holbach, donde expongo su pensamiento «revolucionario» en su época.
Esto escribió Diderot a su amiga y confidente Sophie Volland al respecto a El cristianismo al descubierto.
El cristianismo al descubierto, publicado anónimamente en 1761 en Nancy y en 1767 en Amsterdam fue uno de los libros más buscados y leídos del siglo XVIII, y hoy sigue tan vigente como entonces.
El cristianismo al descubierto
Breve historia del pueblo judío
En una pequeña región casi ignorada por otros pueblos habitaba una nación cuyos fundadores, esclavos durante largo tiempo de los egipcios, fueron liberados de su servidumbre por un sacerdote de Heliópolis que consiguió tener ascendiente sobre ellos. Este hombre, conocido como Moisés, educado en las ciencias de esa región fértil en prodigios y madre de supersticiones, se puso al frente de una tropa de fugitivos a quienes persuadió de que era intérprete de los caprichos de su Dios, conversaba personalmente con él y recibía directamente sus órdenes. Se dice que apoyó su misión con obras que parecieron sobrenaturales a hombres desconocedores de las pautas de la naturaleza y los recursos del arte. La primera de las órdenes que les dio de parte de su Dios fue robar a sus señores. Cuando los hubo enriquecido con los despojos de Egipto y se aseguró su confianza, les condujo a un desierto donde, durante cuarenta años, los habituó a la más ciega obediencia. Les enseñó los caprichos del cielo, la fabulosa maravillosa de sus ancestros, las ceremonias extravagantes a las que el Altísimo vinculaba sus favores. Sobre todo, les inspiró el odio más envenenado hacia los dioses de las otras naciones y la crueldad más refinada contra quienes los adoraban. A fuerza de masacres y severidad, los hizo esclavos dóciles a sus caprichos, dispuestos a secundar sus pasiones y sacrificarse para satisfacer sus ambiciosos proyectos. En suma, hizo de los hebreos unos monstruos de frenesí y ferocidad. Tras haberlos animado así con este espíritu destructor, les mostró las tierras y las posesiones de sus vecinos como la herencia que Dios mismo les había asignado.
Orgullosos de la protección de Yaveh (Nombre del Dios de los judíos, que no se atrevían pronunciar. Su nombre vulgar era Adonai, que se parece al Adonis de los fenicios), los hebreos marcharon hacia la victoria; el cielo les autorizó el engaño y la crueldad, y la religión, unida a la codicia, ahogó en ellos los gritos de la naturaleza. Bajo la dirección de sus jefes inhumanos destruyeron las naciones de Canaán con una barbarie que indigna a cualquier nombre cuya razón no ha sido totalmente aniquilada por la superstición. Su furor, dictado por el mismo cielo, no respetó ni a los niños de pecho ni a los débiles ancianos ni a las mujeres embarazadas de las ciudades a las que estos monstruos llevaron sus armas victoriosas. Bajo las órdenes de Dios o de sus profetas, la buena fe fue violada, la justicia ultrajada y la crueldad ejercida.
Los hebreos, salteadores, usurpadores y asesinos, llegaron, finalmente, a establecerse en una tierra poco fértil, pero que, al salir del desierto, hallaron deliciosa. Allí, bajo autoridad de sus sacerdotes, representantes visibles de su Dios oculto, fundaron un Estado detestado por sus vecinos que fue siempre objeto de su odio o su desprecio. El clero, bajo el nombre de teocracia, gobernó mucho tiempo a este pueblo ciego, arisco y lo persuadió de que, al obedecer a sus sacerdotes, obedecía a su propio Dios.
A pesar de la superstición, obligado por las circunstancias o cansado quizá del yugo de sus sacerdotes, el pueblo hebreo quiso al fin tener reyes siguiendo el ejemplo de otras naciones pero, al elegir a su monarca, se creyó obligado a confiar en un profeta. Así comenzó la monarquía de los hebreos, en los asuntos de cuyos príncipes se inmiscuyeron siempre los sacerdotes, los iluminados y los profetas ambiciosos, que obstaculizaban sin cesar la tarea de los soberanos, a quienes no consideraban lo bastante sometidos a sus caprichos. La historia de los judíos nos muestra únicamente, a lo largo de todas sus épocas, a reyes ciegamente sometidos al clero o perpetuamente en guerra con él y obligados a parecer bajo sus golpes.
La superstición feroz o ridícula del pueblo judío hizo de él un enemigo nato del género humano y lo convirtió en objeto de su indignación y desprecio. Fue siempre rebelde y maltratado por los conquistadores de su pobre tierra. Esclavo sucesivamente de los egipcios, babilonios y griegos, sufrió incesantemente los tratos más duros y merecidos. Infiel a menudo a su Dios, cuya crueldad, al igual que la tiranía de sus sacerdotes, jamás se sometió a sus príncipes; éstos lo aplastaron inútilmente bajo un cetro de hierro pero nunca lograron hacer de él un súbdito fiel. El judío fue siempre víctima de sus iluminados, y su terco fanatismo, sus esperanzas insensatas y su credulidad infatigable lo sostuvieron contra los golpes de la fortuna durante sus mayores desgracias. Finalmente, conquistada junto al resto del mundo, Judea sufrió el yugo de los romanos.
Objeto del desprecio de sus nuevos señores, el judío fue tratado duramente y con altivez por hombres a quienes su ley le llevaba a detestar desde el fondo de su corazón. Amargado por el infortunio, se volvió más sedicioso, más fanático, más ciego. La nación judía, orgullosa por las promesas de su Dios, henchida de confianza por los oráculos que constantemente le anunciaban un bienestar que jamás tuvo, envalentonada por los iluminados o impostores que, uno tras otro, se aprovechaban de su credulidad, esperó siempre un Mesías, un monarca, un liberador que la desembarazara del yugo bajo el cual gemía y la hiciera reinar sobre todas las naciones del universo.
