Breve historia del cristianismo
En una nación judía, tan dispuesta a alimentarse de esperanzas y quimeras fue donde apareció un nuevo iluminado cuyos seguidores han conseguido cambiar la faz de la tierra. Un pobre judío que se pretendía heredero de la sangre real de David (Los judíos dicen que Jesús era hijo de un soldado llamado Pandira o Panter, que sedujo a María, una peluquera casada con un tal Yojanán. Según otros, Pandira gozó varias veces con María mientras ésta creía tener relaciones con su marido; de este modo quedó embarazada, y su triste marido se retiró a Babilonia. Otros pretenden que Jesús aprendió magia en Egipto y desde allí vino a ejercer su arte a Galilea, donde se le dio muerte. Otros aseguran que Jesús fue un bandolero que se convirtió en jefe de ladrones. Véase el Talmud.), largo tiempo ignorado en su propio país, surgió de pronto de la oscuridad para hacer prosélitos. Los encontró entre el populacho más ignorante. Predicó su doctrina y los convenció de que era el hijo de Dios, el liberador de su nació oprimida, el Mesías anunciado por los profetas. Sus discípulos, impostores o convencidos, dieron un brillante testimonio de su poder y pretendieron que su misión había sido demostrada por innumerables milagros. El único prodigio que no logró realizar fue el de convencer a los judíos, quienes, lejos de dejarse influir por sus obras benéficas y maravillosas, le hicieron morir mediante un infame suplicio. Así, el hijo de Dios murió a la vista de todo Jerusalén, pero sus partidarios aseguraron que había resucitado secretamente tres días después de su muerte. Visible sólo para ellos e invisible para la nación que había venido a instruir y llevar por los camino de su doctrina, Jesús resucitado conversó durante mucho tiempo, según dicen, con sus discípulos y después subió al cielo, donde, convertido en Dios como su padre, comparte las adoraciones y homenajes de los seguidores de su ley. Estos, a fuerza de acumular supersticiones, imaginar imposturas, forjar dogmas y amontonar misterios, han formado poco a poco un sistema religioso informe y deshilvanado que fue llamado el cristianismo, por el nombre de Cristo, su fundador.
Las diversas naciones a las que los judíos estuvieron sometidos les habían infectado con una multitud de dogmas extraídos del paganismo. Así, la religión judía, egipcia en su origen, adoptó los ritos, los conceptos y una parte de las ideas de los pueblos con los que había tratado los judíos. No hay que extrañarse si vemos a los judíos y a los cristianos que los sucedieron imbuidos de nociones tomadas de los fenicios, magos o persas, griegos y romanos. En materia de religión, los errores de los hombres poseen una similitud general: sólo parecen diferentes por sus combinaciones. El trato de los judíos y cristianos con los griegos les hizo conocer, ante todo, la filosofía de Platón, tan análoga al espíritu novelesco de los orientales y tan conforme al genio de una religión que se impuso el deber de hacerse inaccesible a la razón (Orígenes dice que Celso reprochaba a Jesucristo haber tomado varias de sus máximas de Platón: véase Orígenes, Contra Celso, 1, 6. San Agustín confiesa que halló en Platón el comienzo del Evangelio de san Juan: véase san Agustín, Confesiones, Libro VII, caps. 9, 10, 20. Las ideas del Verbo están claramente extraídas de Platón: desde entonces, la Iglesia ha sabido sacar gran partido de este filósofo). Pablo, el más ambicioso y entusiasta de los discípulos de Jesús, llevó su doctrina, aliñada con lo sublime y maravilloso, a los pueblos de Grecia y Asia e incluso a los habitantes de Roma. Tuvo seguidores porque cualquiera que habla a la imaginación de hombres toscos despertará su interés, y este archivo apóstol puede pasar justamente por el fundador de una religión que sin él no hubiera podido extenderse debido a la falta de luces de sus ignorantes condiscípulos, de los que no tardó en separarse para ser el jefe de su secta (Los ebionitas o primeros cristianos consideraban a san Pablo apóstata y hereje porque se alejaba de la ley de Moisés, que los otros apóstoles querían sólo reformar).
Sea como fuere, el cristianismo en sus comienzos se veo obligado a limitarse a la gente del pueblo, y sólo fue abrazado por los judíos y paganos más miserables. Lo maravilloso suele arraigar en hombres de esta especie. (Los primeros cristianos fueron llamados, despectivamente, ebionitas, que significa mendigos, pordioseros. Ebion en hebreo significa pobre. Desde entonces, se ha querido personificar la palabra ebion y se ha hecho de ella un hereje, un jefe de secta. En cualquier caso, la religión cristiana debió de complacer sobre todo a los esclavos, quienes eran excluidos de los asuntos sagrados y apenas considerados seres humanos. El cristianismo les convenció de que algún día llegaría su oportunidad y de que en la otra vida serían más felices que sus señores. Un Dios desafortunado, víctima inocente de la maldad, enemigo de los ricos y los poderosos, debió resultar consolador para los desdichados. Las costumbres austeras, el menosprecio de las riquezas, los cuidados aparentemente desinteresados de los primeros predicadores del Evangelio, cuya ambición se limitaba a gobernar las almas, la igualdad que la religión establecía entre los hombres, la comunidad de bienes, las mutuas ayudas que se prestaban los miembros de esta secta, fueron elementos muy apropiados para provocar los deseos de los pobres y multiplicar los cristianos. La unión, la concordia y el afecto recíproco, recomendados continuamente a los primeros cristianos, debieron de seducir a las almas honradas. La sumisión a los poderes, la paciencia en el sufrimiento, la indigencia y la oscuridad hicieron que la secta fuera considerada poco peligrosa en un gobierno acostumbrado a tolerarlas de todas clases. Así, los fundadores del cristianismo tuvieron muchos adeptos entre el pueblo y sus únicos enemigos fueron ciertos sacerdotes idólatras o judíos interesados en mantener las religiones establecidas. Poco a poco, le nuevo culto, cubierto por la oscuridad de sus adeptos y las sombras del misterio, arraigó profundamente y se extendió demasiado como para ser suprimido. El gobierno romano percibió demasiado tarde el progreso de esta asociación despreciada. Los cristianos, ya numerosos, osaron desafiar a los dioses del paganismo incluso en sus propios templos. Los emperadores y magistrados, inquietos, quisieron anular una secta que les hacía sombra. Persiguieron a hombres que no podían recuperar por medios amables y cuyo fanatismo los hacía tercos. Sus suplicios redundaron en su favor: la persecución no hizo más que multiplicar el número de sus partidarios. En fin, su entereza ante los tormentos pareció sobrenatural y divina a quienes la presenciaron. El fervor se transmitió a otros y la tiranía sólo consiguió generar nuevos partidarios de la secta que se quería aplastar.
Que se deje de pregonar, por tanto, los maravillosos progresos del cristianismo. Fue la religión del pobre, anunciaba un Dios pobre, y fue predicada por pobres a pobres ignorantes, a quienes consoló de su estado. Sus ideas lúgubres fueron análogas a la disposición de los desgraciados e indigentes. La unión y concordia que tanto se admira en los primeros cristianos no es tan maravillosas: una secta naciente y oprimida permanece unida y teme escindirse por su propio interés. Sus sacerdotes, perseguidos y tratados como perturbadores, ¿cómo habrían osado predicar en estos primeros tiempos la intolerancia y la persecución? Finalmente, los rigores ejercidos contra los primeros cristianos no pudieron hacerles cambiar de sentimientos porque la tiranía irrita y el espíritu del hombre es indomable cuando se trata de opiniones de las que cree depende su salvación. Tal es el efecto inevitable de la persecución. Sin embargo, los cristianos, a quienes el ejemplo de su propia secta hubiera debido desengañar, no han podido curarse hasta hoy del furor persecutorio.
Los emperadores romanos, convertidos al cristianismo, llevados por la corriente general que les forzó a servirse de la ayuda de una secta cada vez más poderosa, entronizaron la religión, protegieron a la Iglesia y sus ministros, quisieron que sus cortesanos adoptasen sus ideas y desconfiaron de quienes permanecían vinculados a la antigua religión. Poco a poco llegaron incluso a proscribir su profesión, y acabó por ser prohibida bajo pena de muerte. Se persiguió sin tregua a quienes practicaban el culto de sus padres. Así, los cristianos devolvieron con creces a los paganos todos los males que habían recibido. El imperio romano se llenó de sediciones causadas por el celo desenfrenado de los soberanos y de los pacíficos sacerdotes que, poco antes, no aspiraban sino a la bondad y la indulgencia. Los emperadores, políticos o supersticiosos, colmaron al clero de dones y favores que este infravaloró a menudo: establecieron su autoridad y después acataron como divino el poder creado por ellos mismos. Se eximió a los sacerdotes de todas las funciones civiles para que nada los desviase de su ministerio sagrado. Así, los pontífices de una secta antaño servil y oprimida se hicieron independientes. Finalmente, convertidos en más poderosos que los propios reyes, se arrogaron pronto el derecho a someterlos así mismos. Estos sacerdotes de un Dios de paz, casi siempre en discordia entre ellos, comunicaron sus pasiones y furores a los pueblos, y el universo, asombrado, vio nacer bajo la ley de la gracia luchas y desgracias que jamás se habían experimentado bajo las apacibles divinidades que, en otro tiempo, habían compartido sin disputa alguna las alabanzas de los mortales.
Éste fue el camino de una superstición inocente en su origen pero que, después, lejos de procurar la felicidad a los hombres, fue para ellos una manzana de discordia y germen fecundo de sus calamidades.
Paz en la tierra y buena voluntad a los hombres. Así es como se anuncia este Evangelio que ha costado al género humano más sangre que todas las demás religiones del mundo juntas. Amad a vuestro Dios con todas vuestras fuerzas y a vuestro prójimo como a vosotros mismos. He aquí, según el legislador y el Dios de los cristianos, el compendio de sus deberes. Sin embargo, observamos a los cristianos sumidos en la imposibilidad de amar a ese Dios feroz, severo y caprichoso que adoran y, por otro lado, los vemos eternamente ocupados en atormentar, perseguir y destruir a su prójimo y a sus hermanos. ¿Por qué inversión una religión que sólo aspira a la templanza, la concordia, la humildad, el perdón de las injurias y la sumisión a los soberanos se ha convertido mil veces en signo de discordia, furor, revuelta y guerra y de los crímenes más terribles? ¿Cómo han podido los sacerdotes del Dios de paz servirse de su nombre como pretexto para confundir a la sociedad, desterrar de ella la humanidad, autorizar los crímenes más inauditos, enfrentar a los ciudadanos entre sí y asesinar a los soberanos?
Para explicar todas estas contradicciones basta echar una mirada sobre el Dios que los cristianos han heredado de los judíos. No contentos con los horribles rasgos con que lo dibujó Moisés, los cristianos han desfigurado más aún su imagen. Los castigos pasajeros de esta vida son los únicos de los que habla el legislador hebreo; el cristianismo ve a su bárbaro Dios vengándose con rabia y sin medida por toda la eternidad. En suma, el fanatismo de los cristianos se nutre de la indignante idea de un infierno en el que su Dios, convertido en verdugo tan injusto como implacable, beberá las lágrimas de sus criaturas desafortunadas y perpetuará su existencia para continuar haciéndola eternamente desgraciada. Allí, ocupado en su venganza, disfrutará de los tormentos del pecador y escuchará con placer los alaridos inútiles con los que éste hará retumbar su abrasador calabozo. La esperanza de ver el final de sus penas no dará ninguna tregua a sus suplicios.
En fin, al adoptar al terrible Dios de los judíos, el cristianismo llegó a superar su crueldad: lo representa como el tirano más insensato, bellaco y cruel que pueda concebir el espíritu humano, y supone que trata a sus súbditos con una injusticia y una barbarie verdaderamente dignas de un demonio. Para convencernos de esta verdad, expongamos el retrato de la mitología judaica, adoptada y hecha aún más extravagante por los cristianos.
