En mis conversaciones con creyentes, muchas veces siento que la conversación no fructifica. La mayoría de las veces esta sensación se debe a que se inicia la conversación sobre un tema concreto y se acaba hablando de otros simplemente por haberse llevado los argumentos a puntos sin salida. Nadie nos libramos de esos argumentos que llevan a esos callejones, nadie.
Pero si somos conscientes de ello, podremos llevar nuestra conversación por una lógica adecuada Esos razonamientos «contaminantes» son lo que se denominan como falacias. Una falacia es un razonamiento no válido o incorrecto pero con apariencia de correcto o adecuado. Es un razonamiento engañoso o erróneo (falaz), pero que pretende ser convincente o persuasivo. Todas las falacias son razonamientos que vulneran alguna regla lógica. Así, por ejemplo, se argumenta de una manera falaz cuando en vez de presentar razones adecuadas en contra de la posición que defiende una persona, se la ataca y desacredita: se va contra la persona sin rebatir lo que dice o afirma. Ricardo García Damborenea tiene un extraordinario libro donde expone una relación de falacias. Su web es esta y ahí os da la oportunidad de descargároslo o comprarlo según el formato que deseéis.
Definición de falacia
Los argumentos sirven para sostener la verdad de una conclusión. Con frecuencia los construimos mal, con lo que su finalidad no se alcanza. También con frecuencia, empleamos argumentos aparentes con el fin de engañar, distraer al adversario o descalificarlo. A todas las formas de argumentación que encierran errores o persiguen fines no adecuados, las llamamos falacias. El término procede del latín fallatia, que significa engaño.
Ocurre con las falacias como con los dioses del panteón greco-romano: son tantas y con parentescos tan embrollados que cualquier intento de clasificación resulta inútil. Desde que Aristóteles redactara sus Refutaciones Sofísticas hasta hoy, no han aparecido dos libros sobre esta materia que recogieran el mismo ordenamiento. Es mucho más fácil clasificar insectos porque plantean menos problemas conceptuales y están mejor definidos. Los fallos argumentales, por el contrario, son escurridizos y ubicuos: un mismo error puede constituir varios sofismas a la vez. Aquí no vamos ni siquiera a esbozar una clasificación. Nos limitaremos a exponer las falacias más frecuentes en orden alfabético para facilitar su consulta.
A. De dónde proceden nuestros escasos errores y los infinitos de los oponentes
Las falacias con que tropezamos habitualmente se pueden atribuir a cuatro fuentes o tipos de error, de los que derivan todas:
1. El abandono de la racionalidad
Se produce de varias maneras:
- Cuando nos negamos escuchar argumentos que pudieran obligarnos a modificar una opinión que estimamos irrenunciable, es decir, cuando no estamos dispuestos a ser convencidos. Así ocurre, por ejemplo en la Falacia ad baculum y en la Falacia ad verecundiam.
- Cuando disfrazamos la realidad con triquiñuelas como la Ambigüedad o las Preguntas múltiples.
- Cuando tomamos la exigencia de prueba como una cuestión personal y respondemos desviando la cuestión con un Ataque personal, o una Pista falsa.
2. No discutir la cuestión en litigio
Lo más importante en cualquier discusión es saber de qué se discute. Son muy frecuentes los errores motivados porque se abandona (o permitimos que se abandone) la cuestión para introducir otro debate. Cuando esto sucede decimos que se incurre en una falacia de Eludir la cuestión. Se trata de una maniobra que caracteriza el Ataque personal, la falacia casuística, la Pista falsa y las apelaciones emocionales del Sofisma patético.
3. No respaldar lo que se afirma
Quien sostiene una afirmación contrae dos obligaciones: no eludir la carga de la prueba y aportar razones suficientes. Se incurre en argumentación falaz tanto cuando no se sostiene lo que se afirma (falacias del Non sequitur, la Afirmación gratuita, o la Petición de principio), como cuando se traslada la carga de la prueba, que es el caso de la falacia ad ignorantiam.
4. Olvidos y confusiones
Aquí se agrupan los fallos propiamente lógicos, aquellos en que olvidamos alternativas o confundimos conceptos. Si un jugador de ajedrez responde siempre con el primer movimiento que le viene a la cabeza, cometerá errores sin número por olvido de alternativas. Del mismo modo, si confunde un gambito con el enroque, tampoco llegará muy lejos.
El Olvido de alternativas es la madre de numerosas falacias y se da con muchísima frecuencia, por ejemplo en las generalizaciones y disyunciones.
La confusión de conceptos es otra madre de falacias y deriva de nuestros errores al diferenciar ideas como esencia y accidente, regla y excepción, todo y parte, absoluto y relativo, continuo y cambio, de lo que surgen las falacias del Accidente, del Secundum quid, de Composición, y del Continuum.
B. El ataque a la falacia
Nos pasa con los sofismas lo que con los juegos de manos: aunque sabemos que hay un truco no podemos explicarlo. Cada sofisma, como veremos, requiere una respuesta peculiar, pero se pueden señalar algunas sugerencias generales.
- La mejor forma de combatir un mal argumento es dejar que se hunda solo. Para ello lo más sencillo es reconstruirlo en su forma estándar, con lo que sobresaldrán sus contradicciones o sus carencias.
- Lo peor que se puede hacer es emplear la palabra falacia o agitar latinajos. A nadie le gusta que le acusen de falaz. Es un término cuasi insultante que tal vez suscite algún arrepentimiento contrito pero que, generalmente, provoca un contraataque feroz e irracional que puede hundir el debate. Existen vías más sutiles para informar a los contrincantes de que han resbalado en su razonamiento. No merece la pena malgastar tiempo en una descripción técnica del error que, como los latines, no entenderá nadie. Es mejor limitarse a señalar el fallo en las premisas, la conclusión o la inferencia.
- Siempre son muy eficaces los ejemplos, especialmente cuando son absurdos. Aquí hemos procurado facilitar una abundantísima munición que se puede utilizar como está o inspirarse en ella para fabricar otros.
- Con mucha frecuencia un mismo error puede ser clasificado en diversos modelos de falacias. Determinado ataque personal, por ejemplo, pudiera considerarse como falacia ad hominem, ad consecuentiam, ad verecundiam, ad populum, pista falsa, sofisma patético o apelación al tu quoque. No tendría sentido enumerarlas. Lo más eficaz es limitarse a denunciar aquélla que parezca más flagrante, esto es, más comprensible para la audiencia.
No recogemos todos los errores imaginables sino los que, por su frecuencia, han recibido un nombre, a veces en latín (prueba de su abolengo). No es preciso que uno se los aprenda. Lo importante es diferenciar los errores, aunque hemos de reconocer que las etiquetas ayudan a distinguir, comprender y, sobre todo, a conservar la memoria de las cosas.
Para más información sobre el origen de las falacias, ver: ¿qué es un buen argumento?