En los siglos III y IV antes de nuestra era, los dos pensadores más influyentes de la Antigüedad clásica, Platón y Aristóteles, propugnaban que la tierra se hallaba inmóvil en el centro del universo y que los astros se movían en círculos alrededor de ella. Es lo que se denomina la visión geocéntrica del universo. Además, según los filósofos griegos, en el universo había una diferencia jerárquica entre dos esferas o dos mundos diferentes: el mundo sublunar, que se caracteriza por la imperfección. Según Platón, todas las cosas en la tierra no son más que reflejos imperfectos de ideas eternas. En le mundo sublunar todo está constituido a partir de los cuatro elementos: tierra, agua, aire y fuego. Cada uno de estos elementos tienen su lugar natural. El lugar natural del elemento tierra, como, por ejemplo, una piedra, es el centro de la tierra (y por consiguiente del cosmos). Por ello, las piedra caen hacia abajo: aspiran a encontrar su lugar natural. Según Aristóteles, todo aspira a un destino final. El lugar natural del elemento agua es la superficie de la tierra, el del aire es la zona que se encuentra por encima de la superficie de la tierra y el lugar natural del fuego es el ápice de la atmósfera, cerca de la órbita de la luna. Ésta es la razón de que las llamas siempre se eleven.
Más allá de la órbita de la luna empieza el dominio del mundo supralunar. En esta esfera celeste de estrellas y planetas rigen unas leyes diferentes. Todo es perfecto e inmutable: los cuerpos celestes giran alrededor de la tierra describiendo órbitas circulares perfectas y eternas. Aristóteles creía que más allá de la esfera de las estrellas se encontraba un «Primer Motor» que lo había puesto todo en movimiento. Esta entidad divina era además la causa de sí misma. Platón hablaba en este contexto de un Demiurgo, o bien un artesano divino creador de la tierra y del universo. Los filósofos griegos creían que se podía apreciar un orden jerárquico, una clasificación de inferior a superior, no sólo en el universo, sino también en la propia tierra. En el escalón inferior se encuentran los objetos inertes como las piedras, a continuación vienen las plantas, luego los animales y finalmente el ser humano. Es la llamada scala naturae, la idea de que la realidad evidencia un orden natural e invariable.
En la visión aristotélica del universo estaba influida por la teleología o finalismo que es la idea de que todo tiene una finalidad y aspirara a alcanzar un destino final. La teleología no sólo explica por qué las piedras caen y las llamas se elevan, sino también por qué algo que en potencia está presente puede «actualizarse», a saber: porque intenta hacer realidad su forma final. La teleología explica por qué un niño se convierte en adulto, una oruga se metamorfosea en mariposa, etc. Estos ejemplos demuestran que la teleología es sobre todo adecuado para comprender el cambio en la naturaleza viva. Todo lo que vive parece empapado de teleología, las características de las plantas y los animales parecen tener una finalidad.
Nuestro concepto actual de «función» biológica sigue reflejando todavía esa visión finalista de la naturaleza. Por ejemplo, decimos que el corazón tiene la función (finalidad) de bombear la sangre y que el mimetismo de los animales tienen la función (la finalidad) de engañar a los depredadores o a las presas. Aristóteles, además de una filósofo era también biólogo. Pero, hoy día, nadie comparte su convicción de que la naturaleza inerte también aspira a un fin o destino.
En la Antigüedad tardía, el Demiurgo de Platón y le Primer Motor de Aristóteles fueron cristianizados por el padre de la Iglesia, San Agustín (sigló IV después de Jesucristo). De esta forma, la visión clásica del mundo y la scala naturae se enmarcaron en un contexto cristiano general. El mundo y cuanto vivía en él había sido creado por Dios. La naturaleza viva encarnaba la perfección de la creación. Las especies biológicas eran consideradas eternas e inmutables pues, al fin y al cabo, el Ser Supremo no deja su trabajo a media hacer. Los organismos individuales van y vienen, pero la especie no cambia nunca. Durante la Edad Media, la visión clásica del mundo, ordenada jerárquicamente se mantuvo intacta. En la tierra, le hombre era la criatura superior: había sido creado a imagen y semejanza del Ser Supremo, quien le había encargado cuidar del resto de la naturaleza. En la Edad Media se formula por primera vez de forma explícita el argumento del diseño. El orden en el cosmos y sobre todo la eficacia funcional en la naturaleza viva constituyen una prueba de que existe un hacedor inteligente. Baste con pensar en la estructura y el funcionamiento de un órgano como el ojo.
En el siglo XIII, Santo Tomás de Aquino incluyó el argumento del diseño entre sus pruebas de la existencia de Dios: «Todo diseño complejo presupone un diseñador hábil». Una característica del pensamiento medieval, llamado escolástico, es que apela al dogma y a la autoridad. Si la Biblia o Aristóteles dicen que algo es así, no hay razón para controlarlo, por ejemplo, a través de un experimento. Si la filosofía y la Biblia se contradicen, siempre tendrá razón esta última. En la Edad Media, Aristóteles era considerado la máxima autoridad clásica: su filosofía gozaba de mucho prestigio en las universidades medievales. Sólo tenía una pega: era «pagano».
A partir del siglo XV, el Renacimiento recorrió Europa. Además de un interés por la Antigüedad clásica fue apareciendo una forma de pensamiento crítico que rompía con el período escolástico anterior. En lugar de confiar en la autoridad y el dogma, los científicos investigaban por sí mismos cómo era el mundo. En el siglo XVI, Nicolás Copérnico anunció que el sol, y no la tierra, formaba el centro del universo. Es lo que se denomina la revolución copernicana, que expulsó a la tierra del centro del universo. Pero este avance tenía una convicción teológica pues entendía que el Sol, como representante del Ser Supremo, le correspondía el honor de estar en el centro de la creación. Sin embargo, la visión heliocéntrica era contraria al dogma cristiano, que se basaba en Aristóteles.
En la primera mitad del siglo XVII, Galileo Gelilei intentó fundamentar que, si bien la experiencia cotidiana puede apuntar a una tierra plana, también respalda la idea de una tierra que gira alrededor del sol y alrededor de su propio eje. Debido a ello, Galileo tuvo problemas con la Iglesia. Siguió partiendo de la idea de unas órbitas planetarias circulares. Según él, la órbita circular uniforme era el movimiento más fundamental en el cosmos y en la tierra. Una piedra que cae también describe un segmento de una órbita circular porque, al caer, la piedra se mueve junto con la tierra. De este modo, Galileo fue el primero en sugerir que la mecánica terrestre y celeste eran idénticas por lo que se anulaba la distinción jerárquica entre el mundo sublunar y el supralunar. Sin embargo, la teoría heliocéntrica seguía sin ofrecer buenas predicciones. Ello cambiaría cuando Johannes Kepler formuló la tesis de que las órbitas de los planetas no describen un círculo, sino una elipse.
Galileo demostró que incluso una autoridad como Aristóteles podía equivocarse. Por ejemplo, Aristóteles afirmó que los objetos más pesados caen más rápido que los más ligeros. Galileo hizo la prueba. Se dice que dejó caer al mismo tiempo dos balas de cañón desde la torre de Pisa, una del tamaño de una bola de billar y la otra con las dimensiones de un queso de bola. Para asombro de los sabios presentes, las dos bolas cayeron al mismo tiempo al pie de la torre. Galileo descubrió montañas y cráteres en la luna, manchas solares, y las cuatro lunas más grandes de Júpiter. Todos estos descubrimientos contradecían de nuevo a Aristóteles y al dogma cristiano y así la Inquisición condenó a Galileo a una prohibición de publicar su obra y a un arresto domiciliario de por vida. Asimismo se le obligó a adjurar oficialmente de sus ideas. Según una tradición apócrifa, después de oír el veredicto, Galileo protestó exclamando: Eppur si muove! (¡Y sin embargo se mueve!), en referencia a la órbita de la tierra alrededor del sol y de su propio eje. A pesar de todo, Galileo salió mejor parado que su coetáneo Giordano Bruno, que fue condenado a morir quemado en la hoguera. No obstante, la Iglesia iría perdiendo su autoridad. La nueva ciencia era imparable.
Característico de la revolución científica en los siglos XVI y XVII es el método de trabajo cuantitativo y matemático. La matemática resultó ser el lenguaje idóneo para describir los movimientos en la tierra y en el firmamento. El universo era considerado como un mecanismo de relojería complejo que obedecía a unos patrones naturales. Ello dio al traste con las causas finales de Aristóteles, al menos en la astronomía y la mecánica. En adelante se razonaban solo causas físicas: una piedra no cae porque aspire a su destino, sino porque se ejerce una fuerza externa sobre ella. En el siglo XVII, el matemático y físico Isaac Newton demostró que sus tres leyes del movimiento y su ley de la gravedad explicaban las órbitas elípticas de los planetas. Según Newton, el movimiento fundamental no era el circular, sino el rectilíneo uniforme. La primera ley del movimiento de Newton dice que un cuerpo en movimiento seguirá desplazándose de manera uniforme y en línea recta, salvo que se ejerza una fuerza externa sobre él. La ley de la gravedad dice que la fuerza de atracción de un cuerpo es proporcional a la masa e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia. Los planetas se ven obligados a seguir unas órbitas elípticas por la fuerza de la atracción del sol. Así, la distinción jerárquica entre el mundo supralunar y el mundo sublunar se relegada al pasado. Todos los movimientos en la tierra y en el firmamento obedecían a las leyes de Newton.
Esta revolución científica tuvo lugar sobre todo en las disciplinas que estudiaban la naturaleza inerte, como la astronomía y la mecánica. Para comprender la naturaleza y el movimiento de los cuerpos celestes ya no hacía falta apelar a planes divinos. Pero no sucedió lo mismo en las disciplinas centradas en la naturaleza viva. Hasta bien entrado el XIX, los filósofos y científicos afirmaban que la complejidad y la funcionalidad de los seres vivos delataban la mano de un creador. Así se mantuvo el argumento del diseño. Uno de sus principales defensores en el siglo XIX fue el filósofo y teólogo William Paley. Argumentaba que podemos inferir la existencia de Dios a partir del estudio de la naturaleza. Por ello, en el siglo XIX, el argumento del diseño se designa también con el nombre de «teología natural . El argumento de Paley era: Supongamos que al atravesar un brezal mi pie tropieza contra una piedra. Nadie se preguntará cómo ha llegado ahí ni cómo se ha originado. Pero todo cambia si en el brezal nos encontramos con un reloj. Un reloj presupone la idea de un relojero. El reloj es un invento: ha sido diseñado por alguien y luego ha sido fabricado por un artesano. De nuevo: todo objeto implica un diseñador. Ahora bien, dice Paley, si este argumento es válido para un reloj, lo es todavía más para los seres vivos que nos encontramos en el brezal, pues incluso el organismo más sencillo es muchas veces más complejo que el reloj más avanzado. Así, el diseño de organismo apunta a la existencia de Dios. Los seres vivos no pueden originarse por casualidad.
Uno de los ejemplos favoritos de Paley y de otros teólogos naturales era el del ojo. Si estudiamos la estructura y el funcionamiento de este órgano, hemos de llegar forzosamente a la conclusión de que se basa en un plan. El ojo ha sido ideado y diseñado por alguien. El ojo recuerda a una cámara, con lentes (córnea), diafragma (pupila), obturador (párpado) y un tejido fotosensible (retina). Paley suponía que unos sentidos tan complejos e ingeniosos no podían surgir sin más. El diseño del ojo presupone un diseñador inteligente. En la actualidad los detractores de la teoría de la evolución siguen recurriendo a este ejemplo para demostrar la supuesta absurdidad de la teoría de Darwin. No se cansan de recalcar una y otra vez el carácter casual de la evolución: la complejidad no puede aparecer por casualidad. A veces se oyen variaciones sobre el mismo tema: supongamos que un tornado arrasa un vertedero de piezas de aviones. ¿Cuál es la probabilidad de que el torbellino fabrique por casualidad un jumbo? O imaginemos que colocamos a un mono delante del ordenador. ¿Cuál es la probabilidad de que el animal escriba el Quijote pulsando teclas al azar?
Cuando el joven Darwin estudiaba en Cambridge, se quedó muy impresionado con el argumento del diseño de Paley. Llegó a conocer los libros de dicho autor. Darwin había ido a Cambridge para convertirse en pastor anglicano y estudió Teología y Lenguas Clásicas. Antes había empezado a estudiar medicina en Edimburgo, pero había abandonado la carrera. Durante su estancia en Cambridge, Darwin no podría haber sospechado que acabaría refutando el argumento del diseño, pues un diseño complejo no requiere necesariamente un diseñador inteligente. Más adelante veremos que la complejidad puede surgir a través de un proceso «ciego», sin objetivo ni plan. La evolución puede emular a un creador inteligente.
Cuando Darwin era estudiante, la idea de la evolución flotaba más o menos en el ambiente. Incluso circulaban diversas teorías de la evolución, aunque modestas e imperfectas. Erasmus Darwin, su abuelo, ya aludía la idea de la evolución sugiriendo que todos los seres vivos provienen de un tejido primitivo. Así puede decirse que el evolucionismo le venía de familia. Existía ya la teoría de la evolución que Lamarck formuló en el siglo XVIII. La evolución, según Lamarck, es guiada por la «aspiración interior» de los organismos. Su teoría se compone de dos elementos:
- El principio de uso y desuso.
- La idea de que las característica adquiridas son hereditarias.
El principio del uso y desuso dice que las partes del cuerpo que se usan intensamente irán desarrollándose cada vez más. El ejemplo clásico es el de la jirafa. Según Lamarck, la jirafa posee un cuello largo porque generaciones de jirafas han alargado un poco el cuello para poder alcanzar las hojas más jugosas de las falsas acacias. Esta característica adquirida a lo largo de la vida fue transmitida de generación, por lo que el cuello de la jirafa fue alargándose más y más. La evolución lamarckiana transcurre de forma rápida y eficaz, pues cada nueva generación recoge los frutos de los esfuerzos de la anterior. Darwin conocía la teoría de la evolución de Lamarck y más tarde la utilizaría. Sólo a finales del siglo XIX, unos años después de la muerte de Darwin, se evidenciaría que las ideas de Lamarck sobre la herencia eran erróneas.
Herbert Spencer fue el padre del darwinismo social, la idea de que no debemos ayudar al prójimo pobre y débil porque con ello perturbaríamos el equilibrio natural. El principio de la supervivencia del más apto no se aplicaba según Spencer solo a las plantas y a los animales, sino también a la sociedad humana. La feroz competencia elimina a aquellos individuos, empresarios y organizaciones que no se han adaptado bien a la sociedad o a la coyuntura. Bien mirado, el darwinismo era poco más que un intento de dar un toque científico al capitalismo decimonónico. No obstante, las teorías de Lamarck y Spencer no eran satisfactorias porque no ofrecían una explicación plausible del mecanismo responsable de la evolución. Darwin fue el primero que recopiló pruebas convincentes de la evolución y quien descubrió el mecanismo escondido que se había buscado en vano.
Darwin inició la revolución del concepto natural
