Es curioso que la teoría de la evolución provenga de un pastor anglicano y un monje que más tarde sería ordenado sacerdote: Darwin y Mendel. Antes de Darwin era difícil ser ateo. La naturaleza sólo podía ser explicada apelando a Dios. Después de Darwin tenemos una alternativa con un buen fundamento científico: la evolución por variación, selección y replicación. Darwin demostró que la naturaleza viva se rige por un algoritmo ciego sin plan ni destino final. Esto hace que la teoría de la evolución sea incompatible con la historia de la creación y con una interpretación literal de los dogmas religiosos.
La idea de que Dios diera vida a la materia muerta y luego dejara que la evolución siguiera su curso no es confirmada por la biología molecular moderna. La vida tiene una sólida base material y no hay que indique una chispa de vida sobrenatural. El punto de vista actual afirma, de forma resumida, que las moléculas autorreplicantes se desarrollaron en ARN, el inicio del ADN, y que las moléculas de ARN evolucionaron hasta convertirse en las primeras protocélulas. La autorreplicación no es ningún misterio: la vemos en forma primitiva en los cristales. Los detalles aún se desconocen, pero no hay motivo para buscar una explicación sobrenatural.
Un deísta puede colocar a Dios antes de, por ejemplo, el principio del sistema solar o en el origen del universo. En la actualidad los astrofísicos prefieren referirse al Big Bang que tuvo lugar hace unos 14.000 millones de años. Según los físicos no se puede dar una respuesta sensata a la pregunta de qué había antes del big bang, o qué fue lo que provocó, porque el espacio, el tiempo y la causalidad surgieron sólo con él. Pero el deísta calificará este argumento como un signo de debilidad pues ¿cómo puede haber surgido de la nada un universo que se dilata? Así hará la pregunta metafísica que ya hizo Leibniz: ¿por qué existe ALGO y no NADA?
En el pasado, esta pregunta hizo que teólogos y filósofos formularan la prueba cosmológica de la existencia de Dios, la idea de que la existencia del universo es impensable sin un hacedor distinto de este mundo. Una variante moderna de este argumento es el principio antrópico, la idea de que las constantes están tan ajustadas que han hecho posible la evolución del universo, la vida y la conciencia humana. Si la sintonización hubiera sido distinta seguramente nosotros y el universo como los conocemos no existiría.
¿Acaso no parece estar diseñado? Respuesta: No necesariamente. A partir de las constantes de la naturaleza y la existencia del cosmos no se puede deducir que el universo haya sido planeado o que deba ser como es. Lo uno no se deduce de lo otro, pues si algo existe no se concluye que no podría haber sucedido de otra forma. La evolución del cosmos y la vida podría haber sucedido de otra forma y nosotros no habríamos estado aquí para contarlo. Si estamos aquí no apunta necesariamente a un plan superior o a la predestinación. Si no existiera NADA, nadie podría haberse hecho la pregunta de por qué existe ALGO. El que podamos hacernos esta pregunta no implica que la NADA sea imposible. Apelar a Dios crea más preguntas de las que contesta. ¿De donde viene Dios? ¿Se ha creado a sí mismo o siempre ha existido? Y si Dios es eterno, ¿está fuera de lo que es el tiempo o más bien está siempre? La idea de que Dios es la primera causa y puso en marcha el big bang no hace más que desplazar el problema porque si nos preguntamos por qué hay ALGO en lugar de NADA, Dios también forma parte de ese ALGO. Apelar a Dios crea un círculo: el argumento presupone lo que quiere demostrar.
Kant demostró que todas las supuestas pruebas de la existencia de Dios eran deficientes. El conocimiento de Dios es imposible porque nuestro pensamiento se convierte en especulación en cuanto abandona el terreno de la experiencia. Si Dios existe se encuentra más allá del mundo que se conoce. Si nuestro conocimiento es finito y falible, en la ciencia y la filosofía, es preferible no conjeturar sobre la existencia de más cosas que las necesarias. Esta máxima es conocida como la Navaja de Ockham. Prescribe que no hay que asumir más «entes» de los estrictamente necesarios. La navaja de Ockham insta a la economía: si dos explicaciones tienen igual mérito, siempre hay que elegir la más sencilla. Ya que la suposición de que Dios ha puesto en marcha el universo es incontrolable y no añade nada a nuestro conocimiento, hemos de descartarla.
La teoría de la evolución puede ser conciliable con el deísmo, pero no con el teísmo: lectura literal de los dogmas religiosos. La creación y la evolución no son compatibles. No hay que tomarse en serio la proclamación del Vaticano de que la teoría de la evolución no entra en conflicto con la doctrina católica. El Vaticano pone una vela a Dios y otra al diablo. Juan Pablo II propuso que el cuerpo humano podía haber evolucionado a partir de formas de vida, pero que le alma humana nos ha sido dada directamente por Dios. Así que ¿cuándo recibieron un alma nuestro ancestros?. Si la evolución se desarrolla de forma gradual y no se puede señalar una transición repentina de pitecántropos a seres humanos verdaderos. Así, cualquier momento que se elija para la implantación del alma será arbitrario. En un intento por reunir lo mejor de dos mundos, la Iglesia de Roma acaba en un aprieto.
Los fenómenos naturales aterradores, como los truenos y relámpagos, los terremotos y los eclipses, podían atribuirse a la cólera de los espíritus y los dioses.
Hay investigadores que dicen que la religión están en nuestros genes. Que la religión es útil. Las personas creyentes suelen sufrir menos depresiones, parecen vivir más y por término medio tienen más hijos que las no creyentes. Así, un «gen» de la religión es funcional y se propagará por sí solo en una población. Además, hay indicios de que las experiencias y los sentimientos religiosos pueden localizarse en las estructuras neurales del cerebro.
A lo largo del tiempo se han ideado diversas explicaciones del fenómeno de la religión. Así, la religión puede considerarse como el opio del pueblo (Marx), como neurosis colectiva (Freud) o como aglutinante social (Durkheim). La mayoría de estas explicaciones coinciden en neutralizar la religión a base de argumentos. Todos sentimos respeto por lo que es superior o incomprensible. Lo no creyentes compartimos con los creyentes el asombro por la existencia, sólo que no siempre se expresa en la religión o la «espiritualidad». Ese asombro puede manifestarse también en el arte y la ciencia. Los descubrimientos científicos nunca han quitado el encanto a la realidad, como creen algunos, sino que precisamente la ha enriquecido y profundizado. Gracias a la ciencia, el asombro aumenta cada vez más.
Desde siempre, el ser humano ha considerado la moral como algo superior. Según los cristianos, nuestra idea del bien y del mal proviene del pecado original como indica el librote en el Génesis: en el jardín del Edén el hombre pasó de la inocencia a la culpa. La ética y el estudio del bien y el mal fue durante mucho tiempo un asunto teológico y filosófico. La idea era que la moral había de tener un fundamento sobrenatural porque nuestra noción del bien y del mal provenían de Dios. Así, la moralidad está reservada al ser humano, pues los animales no tienen noción de Dios ni de los mandamientos.
Esta interpretación moral es totalmente falsa. Nuestra facultad para obrar moralmente es intrínseco a nuestra naturaleza. La moral no viene de «arriba», sino de «abajo»: está arraigada en las disposiciones innatas que han sido modeladas por la evolución. De la misma forma que disponemos de una capacidad para el lenguaje, tenemos también una capacidad moral natural.
Los sistemas morales provienen de la necesidad de controlar los conflictos y de cooperar con otros individuos. La moral surgió con el fin de encauzar el orden social. Que personas que provienen de religiones totalmente diferentes manejen los mismo códigos morales elementales apunta a que la moral está anclada en nuestra naturaleza. Ninguna cultura valora el robo, la violación o el asesinato, mientras que prácticamente todas las culturas consideran que la generosidad y la disposición a cooperar son virtudes. Así que la moral no es producto de nuestra cultura y civilización, sino que la civilización es el resultado de nuestra moral alojada en la biología.
Algunos animales tiene una conciencia: se dan cuenta de que existen reglas y que pueden ser quebrantadas. Nuestra moral surgió de la necesidad de cooperar, un instinto que compartimos con muchos otros animales sociales. La colaboración se basa en dos principios evolutivos: la selección de parentesco y el altruismo recíproco.
Durante siglos los filósofos se estrujaban la cabeza preguntándose como podía surgir la colaboración en un mundo de egoístas sin una autoridad.
* En el siglo XVII Thomas Hobbes defendía que antes de que existieran las autoridades había un estado natural compuesto de individuos egoístas. La competencia entre individuos hacía que la vida fuera solitaria, dura y corta, pues en un estado natural imperaba una guerra de todos contra todos. El único remedio contra una guerra como aquélla era designar a un soberano que lo controlara todo y si fuera preciso poder actuar contra los individuos que infringieron las reglas. Al designar a un soberano, los individuos renunciaban a parte de su libertad personal porque en adelante tenían que atenerse a determinadas reglas. Pero recibían seguridad personal. Resumiendo, al aceptar un contrato social con el soberano, el estado natural se convirtió en una sociedad civil donde los derechos de los ciudadanos eran protegidos por las autoridades.
* En el siglo XVIII Rousseau ofreció una respuesta distinta. El estado natural, los seres humanos son buenos. Antes de que se inventara la propiedad y el Estado, los hombres convivían en libertad e igualdad. Con la aparición del Estado social y político, el hombre se corrompió y se rompió la armonía. Así la civilización arrebata la libertad de los seres humanos y hace que sean desiguales y decadentes. Por ello Rousseau no está de acuerdo con Hobbes. En lugar de un contrato de sumisión, Rousseau aboga por un contrato de asociación. El hombre no se somete a un soberano, sino a una comunidad en la que todos se unen. Así, el hombre no depende de algo o de alguien, sino de algo abstracto: la voluntad general.
* En el siglo XVIII Adam Smith tiene una posición intermedia. Reconoce que podemos organizar la sociedad de diferentes maneras. El sistema más natural es el liberal: la economía de libre mercado donde los ciudadanos intentan maximizar su bienestar. Un sistema como este surge espontáneamente debido a las innumerables transacciones entre ciudadanos. La economía de libre mercado proviene de una mano invisible y es guiada por ella. Pronto se establece una división de tareas que provoca la dependencia mutua, pues no podemos ser todos a la vez panadero, carnicero y cervecero. El orden social no ha sido diseñado conscientemente sino que más bien surge por sí solo. Presupone unos ciudadanos racionales que actúan por interés propio. La sociedad se aprovecha de ello.
El que los seres humanos se ayuden no se considera un problema en la vida cotidiana, pero sí en la biología. La pregunta es cómo puede surgir y mantenerse la colaboración en un mundo darwiniano caracterizado por el egoísmo: perseguir el interés propio no parece ser muy compatible con la empatía, el sacrificio y la compasión, y menos aún con la moral de elevados principios. Smith sugiere que la colaboración y el orden pueden surgir sin que vengan impuestos desde arriba. Pero ¿cómo es posible que una sociedad en su conjunto saque provecho de individuos egoístas? ¿Como es posible que los individuos bienintencionados no sean explotados? ¿Como es posible que los gorrones no rompan la sociedad? y ¿en qué principio se fundamenta nuestra disposición a colaborar con otros? ¿Es posible que la colaboración sea una estrategia que al final se fundamenta en el interés personal? Para poder contestar a esto hemos de formalizar el problema. Para ello recurrimos a la Teoría de los Juegos.
Esta teoría entiende una relación entre dos o más personas como un juego en el que los participantes recurren a una táctica. La teoría de los juegos intenta analizar lo que sucede si todos los participantes son racionales, es decir, intentan sacar la máxima ventaja.
Imaginemos que hay dos jugadores, Juan y María. El juego es una situación de tráfico: un puente estrecho. Juan y María son dos conductores que están a ambos lados de un puente estrecho que sólo puede ser cruzado por un coche a la vez. Juan y María tienen cada uno dos opciones: seguir avanzando o esperar. Así son posibles 4 estrategias:
- (a) Juan cede el paso a María
- (b) María cede el paso a Juan
- (c) Juan y María esperan
- (d) Juan y María avanzan a la vez
Las opciones (a) y (b) son las mejores. (c) y (d) no son deseables ni para Juan ni para María. El problema es que ni Juan ni María saben lo que tiene previsto hacer el otro. Quizá esperen un tiempo a ver cómo actúa el otro, hasta que se les acabe la paciencia. Es decir, este juego no tiene una solución unívoca ni un resultado ganador. Para ser más exactos: el juego tiene dos soluciones: (a) y (b), y esto provoca la inseguridad entre los jugadores.
La situación cambiaría si Juan y María se encontraran más a menudo en el puente. Así podría surgir una convención como por ejemplo: «Las señoras primero». Entonces aparece una solución única que es más favorable para ambos jugadores, concretamente: Juan cede el paso a María. Gracias a convenciones como «Las señoras primero» se evitan conflictos y todo el mundo sale ganando. En la vida cotidiana utilizamos mucho esas reglas y acuerdos, por lo que todo el mundo saca provecho de la cooperación. La pregunta es cómo surgen exactamente este tipo de reglas.
Hay juegos en los que los participantes se solapan en parte y en parte están en conflicto. El pago que reciba cada uno dependerá de lo que haga el contrario. La teoría de juegos se vuelve interesante. El problema que surge es: ¿cuándo hemos de cooperar y cuándo no? La estrategia del altruismo incondicional no es una opción válida, pues el altruismo puro no ofrece solución a la pregunta de cuándo hay que cooperar y cuándo no. A veces es sencillamente más sensato no cooperar. El altruismo incondicional es explotado rápidamente.
El dilema del prisionero tiene que ver con dos sospechosos de un grave delito. La policía sospecha de Juan y María pero una confesión simplificaría el procedimiento. Así Juan y María saben que serán condenados a una pena de prisión, la única pregunta es de cuánto será la pena. El comisario los interroga por separado. Le propone a cada uno una reducción de condena si confiesan e inculpan al otro como principal autor. Si uno de los dos confiesa y delata al otro, el que confiesa tendrá que cumplir una condena de un año de prisión, mientras que el otro será condenado a diez años. Así, delatar al otro es atractivo, salvo en el caso de que el otro piense hacer lo mismo. Si Juan y María se traicionan mutuamente cada uno tendrá que cumplir una condena de cinco años. La mejor solución es que ambos callen pues cada uno tendrá que cumplir una condena de dos años y medio.
¿Qué tienen que hacer Juan y María? ¿Cuál es la mejor opción? Pongámonos en el lugar de Juan. Sabe que María tiene dos opciones: callar o confesar. Si María calla, lo mejor es que Juan la traicione. En tal caso Juan tendrá que cumplir sólo un año de condena, mientras que María deberá pasar diez años en prisión. Sin embargo, si María confiesa y delata a Juan, lo mejor para Juan es delatarla también a ella. Es cierto que Juan tendrá que cumplir una condena de cinco años, pero eso es mejor que la condena de diez que recibiría si callara. Así, elija lo que elija María, para Juan es mejor traicionarla. Lo mismo para María. Así, tanto María como Juan intentan maximizar su pago, ¡pierden la solución óptima! Si ambos hubiesen callado, habrían tenido que cumplir una condena de dos años y medio, en lugar de los cinco que les ha tocado ahora. El dilema es que su racionalidad individual no conduce a la solución óptima.
Se podría pensar que Juan y María pierden la mejor solución porque no pueden deliberar entre sí. Si se les concediera unos minutos a solas, acordarían permanecer en silencio. Sin embargo, esto no es seguro. Imaginemos que Juan y María pueden hablar unos minutos sin la presencia de la policía. Se prometerían guardar silencio, pero una vez vuelvan a sus celdas, el dilema regresará con toda su intensidad. La tentación de delatar al otro quizá sea mayor porque ambos parten de la idea de que el otro callará. Así, el dilema del prisionero parece conllevar una conclusión sombría: la racionalidad no conduce a la cooperación. Si Juan y María son racionales y quieren alcanzar una ventaja máxima, saldrán perdiendo. Aspirar al interés propio no parece conducir a la solución más deseable.
La situación cambia si Juan y María tienen que enfrentarse más de una vez entre sí. Si acaban repetidas veces en comisaría, quizá descubran que pueden fiarse el uno del otro. En tal caso, ambos callarán porque sabrán con seguridad que el otro hará lo mismo.
Imaginemos ahora una colonia de monos. Los monos son famosos porque se quitan las pulgas. Pero hay un lugar de su cuerpo al que no llegan: el centro de la espalda. Este problema puede solucionarse si los monos están dispuestos a colaborar. Yo te quito las pulgas y luego me las quitas a mí. Si los monos se encontraras una sola vez es tentador engañar al otro: ¡tú me quitas las pulgas primero y luego yo me largo! Así, cada mono haría bien en engañar, pues tendría menos posibilidades de ser explotado.
- (a) Mono A y mono B se quitan las pulgas
- (b) B tiene que quitar las pulgas a A, pero A no se las quita a él
- (c) B es espulgado, pero él no se las quita a A
- (d) Ni A ni B se quitan las pulgas
Si nos ponemos en el lugar del mono B. Haga lo que haga A, para B lo mejor es engañarle. Si A coopera, B hará bien en engañarle: así, le quitarán las pulgas y él no tendrá que hacer nada a cambio. Si A le engaña, B también hará bien en engañar, pues de lo contrario tendrá que quitar pulgas sin que se las quiten a él. Y lo mismo puede decirse si nos ponemos en el lugar del mono A. Ambos monos concluyen de que lo mejor que pueden hacer es engañar. Ambos si quita sus propias pulgas. Así pierden la solución óptima porque no se fían unos de otros. La consecuencia es que la espalda les pica cada vez más.
Pero ahora imaginemos que A y B se encuentran más a menudo. Si A ha sido engañado varias veces llega el momento en que ya no morderá el anzuelo. Por otro lado, si A y B notan que pueden confiar el uno del otro, puede surgir una cautelosa cooperación. La cooperación es necesaria para alcanzar la solución óptima. Si los monos quieren que les quiten las pulgas tendrán que realizar una pequeña inversión. Yo te quito primero las pulgas y luego me las quitas tu a mi. Los monos pueden adaptar así sus estrategias y puede surgir una cooperación sobre la base de la reciprocidad. Además, una colonia se compone de más de dos individuos. Así es fácil castigar a los embaucadores pues si tienen la posibilidad de elegir entre varias parejas, los monos podrán abandonar una relación insatisfactoria y entablar una nueva relación que les ofrezca más ventajas.
La moral es consecuencia de la evolución

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