La pregunta de si Dios existe el la del millón…
[Los Impíos] dicen discurriendo: «Corta es y triste nuestra vida; no hay remedio en la muerte del hombre ni se sabe de nadie que haya vuelto del Hades. Por azar llegamos a la existencia y luego seremos como si nunca hubiéramos sido… al apagarse, el cuerpo se volverá ceniza y el espíritu se desvanecerá como aire inconsistente… Paso de una sombra es el tiempo que vivimos, no hay retorno en nuestra muerte; porque se ha puesto el sello y nadie regresa». Los impíos tendrán la pena que sus pensamientos merecen, por desdeñar al justo y separarse del Señor.
- La Biblia, Sabiduría Capítulo 1:1-10
Con el actual avance de la ciencia se logra demostrar de forma teórica, el proceso de formación de galaxias. Del mismo modo, la evolución y selección natural de las especies, permite comprender de forma racional como se desarrollan seres inteligentes como nosotros. Este progreso ha ido en detrimento de las explicaciones teológicas históricas, las que paulatinamente se han visto forzadas a atrincherarse en los umbrales del conocimiento actual.
Nuestra comprensión actual del universo y de las leyes que lo gobiernan no pudo lograrse de la noche a la mañana; se consiguió con el lento avance en la comprensión de nuestro entorno. De forma análoga, la idea de un Dios o divinidad difícilmente podría ser abandonada de golpe, más aún, si consideramos que sólo una fracción muy pequeña de la población mundial posee conocimientos científicos.
Desde los albores de la humanidad, el hombre ha intentado explicar su propia existencia y la del mundo que lo rodea. Para nuestros antepasados primitivos la respuesta lógica era que un Dios o muchos, lo crearon todo para satisfacer los requisitos para la subsistencia de nuestra privilegiada humanidad. De este modo, nuestro planeta ocuparía un sitio primordial en el Universo, y tanto el aire que respiramos como los animales que nos dan el sustento, así como las estaciones del año, habrían sido creados a medida por dicha divinidad. Para nuestros antepasados temer, alabar y mantener contenta a las Divinidades con toda clase de sacrificios y ofrendas resultaba absolutamente fundamental para garantizar la armonía e inmutabilidad del mundo y los cielos. Lo contrario suponía desatar su cólera manifestada en catástrofes y calamidades de toda especie.
Un claro ejemplo de esta relación de obediencia por temor se encuentra en la Biblia judía o Antiguo Testamento, donde se aprecian numerosos pasajes alusivos a normas del tipo «premio-castigo» entre el pueblo judío y Yahvé:
Si despreciáis mis normas y rechazáis mis leyes… mandaré sobre vosotros el terror, la peste y la fiebre…soltaré contra vosotros la fiera salvaje que les devorará sus hijos… ¡llegaréis a comer la carne de vuestros propios hijos e hijas! Porque yo soy Yahvé
- Levítico 26:14-45
Los desastres naturales corresponden a ciclos naturales según las condiciones geográficas de un sector, y que una tormenta eléctrica no responde a la ira desatada de ningún Dios a quién se ha olvidado rendir sacrificio; Hemos comprobado que nuestro lugar en el Universo dista mucho del lugar privilegiado que supondría ser la creación predilecta de un todopoderoso, y que muy por el contrario, nos encontramos en la periferia de una de miles de galaxias, con un sol corriente como cientos de otros miles. No obstante, la idea de un Dios creador, cuyos misteriosos designios crean y rigen los destinos de cada uno de los elementos y seres que componen el universo, sigue siendo la creencia más aceptada en la actualidad.
Hoy sabemos que los elementos que formaron la tierra y la vida que ella sustenta fueron sintetizados en sucesivos ciclos de vida de estrellas primigenias. Con el paso de millones de años, la vida ha logrado abrirse paso, evolucionar y adaptarse a los cambios climáticos de la tierra, hasta dar como resultado seres inteligentes como los seres humanos (o los delfines).
Resulta muy poco probable que el hecho que podamos respirar el aire, se deba a que hubiese sido puesto deliberadamente para ajustarlo a nuestras funciones pulmonares. Es más plausible que las formas terrestres hayan debido adaptar su metabolismo para poderlo respirar, de lo contrario nos hubiéramos extinguido. A pesar de la enorme evidencia fósil y genética que da cuenta de esta naturaleza evolutiva, la inmensa mayoría de seres humanos prefiere pensar en una divinidad como responsable de un proceso creativo ajustado a nuestra supuesta privilegiada existencia.
Los últimos avances en la unificación de la Relatividad con la Mecánica Cuántica dan cuenta de un universo finito, pero sin fronteras; es decir, sin principio ni final (como lo es, por ejemplo, la superficie de un balón de fútbol).
El universo estaría completamente autocontenido y no existiría ninguna singularidad para la cual debiese recurrirse a Dios. El Universo no sería creado ni destruido. Simplemente «SERÍA», con una cantidad total de energía igual a cero.
- Stephen Hawking
¿Que sucede en el plano espiritual?
Aquí la fe en uno o más dioses se basa principalmente en la creencia de que se puede vencer y trascender la muerte, que es un cambio irreversible. Para quienes tenemos hijos o hemos perdido un ser querido esta posibilidad resulta muy atractiva, pues supone que una vez dejemos de existir, será Dios quién seguirá cuidando de nuestros hijos, y nuestro «espíritu» logrará trascender eternamente y rencontrarse con quienes perdimos algún día, en un lugar maravilloso, lleno de paz, donde no existan los miedos ni males terrenales.
La forma más natural de evitar la muerte es negar su existencia. Este precepto resulta esencialmente lógico, tanto en el mundo actual como en el de nuestros antepasados. Desde los orígenes de la civilización, la creencia de una vida celestial después de la muerte ha ocupado un lugar preponderante en la vida espiritual. Evidentemente, cualquiera de nosotros desearía que éste fuese, en efecto, nuestro destino póstumo y el de nuestros seres queridos; trascender y lograr para ellos la vida eterna y la paz de sus «almas» ¿Quién no podría desear algo así? Esto explica el porqué la humanidad se ha aferrado a estas ideas con tanto fervor.
Son justamente las esperanzas depositadas en estas transmigraciones y paraísos celestiales las que hacen la vida tolerable para la inmensa mayoría de las personas y les permite enfrentarse de mejor manera con la muerte. La inexistencia de estas vidas eternas, almas, paraísos y divinidades supondría un duro golpe a nuestros anhelos espirituales más profundos. Por ello, resulta comprensible que los asimilemos en nuestros corazones como verdades innegables y absolutas.
No hay evidencia que permita apoyar la existencia de tales ideas y la posibilidad real de que exista vida después de la muerte, rencarnaciones del «alma» o un supuesto paraíso, tal y como los entendemos, parece ser en extremo remota. El Universo y sus procesos físicos y biológicos, parecen moverse, inexorablemente, hacia el desorden; esto se conoce como ley de Entropía, palabra que procede del griego que significa «evolución». Este principio físico señala que el nivel de «desorden» del Universo siempre aumenta o bien se mantiene constante.
¿Por qué ocurren los sucesos de la manera en que ocurren?
Se busca una respuesta que indique cuál es el sentido de los sucesos en la naturaleza. Por ejemplo, si se ponen en contacto dos trozos de metal con distinta temperatura, se anticipa que eventualmente el trozo caliente se enfriará, y el trozo frío se calentará, logrando al final una temperatura uniforme. Sin embargo, el proceso inverso, es decir, un trozo calentándose y el otro enfriándose es muy improbable a pesar de conservar igualmente la energía.
El universo tiende a distribuir la energía uniformemente, es decir, a pasar de estados ordenados a desordenados, a maximizar la entropía. Esto es importante para la concepción del Universo que nos rodea, ya que marca un sentido a la evolución del mundo físico que apunta a una irreversibilidad de todos los procesos. Si llevamos esta idea al extremo, encontramos que cuando la entropía sea máxima en el universo, esto es, exista un equilibrio entre todas las temperaturas y presiones, llegará la muerte térmica del Universo. Toda la energía se encontrará en forma de calor y no podrán darse transformaciones energéticas. ¿Cómo podría entonces existir un paraíso o mucho menos la vida eterna, al menos en los términos que desearíamos que existiese?
No ha de presumirse la existencia de más cosas que las absolutamente necesarias
- Guillermo de Occam
Pero para los que argumentan la existencia de Dios, la vida después de la muerte y los paraísos, lo que digan esos pesados de científicos nunca demostrarán que no exista lo que tanto anhelan ya que no se puede «no demostrar» que no exista su mundo de fantasía. Este argumento podría parecer algo desesperado, sin embargo, es bastante frecuente. Existe en lógica un principio universalmente aceptado llamado «La navaja de Occam» atribuido al fraile franciscano inglés del siglo XIV Guillermo de Occam. Se basa en una premisa muy simple: en igualdad de condiciones la solución más sencilla es probablemente la correcta. Cuando dos o más explicaciones se ofrecen para un fenómeno, la explicación completa más simple es preferible. Según este principio, siempre que se encuentren varias explicaciones a un fenómeno, se debe escoger la más sencilla que lo explique por completo.
Por ejemplo, para explicar la caída de una manzana al suelo, podríamos plantear varias explicaciones:
Opción 1. Unos duendes traviesos invisibles e indetectables la han movido hasta el suelo, movidos por el afán de molestar.
Opción 2. La madurez propia de la fruta ha debilitado el rabito por el que está unida al árbol y, debido al peso excesivo, la gravedad ha propiciado su caída.
Ambas alternativas explican igualmente el fenómeno desde el punto de vista lógico y experimental. No podemos demostrar de manera irrefutable la existencia de los duendes, pero, a su vez, nadie puede tampoco demostrar que, de hecho, NO existan. Sin embargo, el criterio de Occam nos obliga a escoger la segunda como verdadera, ya que la primera nos obligaría a asumir una serie de postulados muchísimo más complicados.
Ahora bien, al aplicar este principio a la existencia de una divinidad creadora del Universo junto con la existencia de paraísos y vida eterna encontramos las siguientes explicaciones:
Opción 1. Existe un Dios todopoderoso, invisible e indetectable, que ha creado de una forma incomprensible y misteriosa todo el orden existente. El Universo y sus leyes fueron deliberadamente creados para nuestra privilegiada humanidad y se rige de acuerdo con su misterioso designio. De este modo, cada microrganismo, cada bacteria y todo ser viviente tiene un destino preparado por Dios. Por el mismo motivo existen los paraísos, el alma y la vida después de la muerte, siendo éstos de caracteres eternos e igualmente invisibles e indetectables.
Opción 2. Millones de años de evolución cósmica, primero, y selección natural, posteriormente, han permitido transformar la materia en seres inteligentes. No existen especies privilegiadas, sólo están las que se extinguen y las que no. De este modo, no puede haber un destino deliberado, ni para una bacteria ni mucho menos para otros seres vivientes; sólo procesos físicos y biológicos finitos e irreversibles. El Universo se encuentra autocontenido y no existe principio ni final para el cual deba recurrirse a un creador.
Ambas alternativas explicarían nuestra existencia y la del universo que lo rodea de manera plausible y completa. Según el principio de Occam, la explicación más simple y suficiente es la más probable (más no necesariamente la verdadera). En este caso, la segunda opción es la más probable, ya que la primera nos obligaría a suponer conjeturas mucho más intrigantes y postulados muchísimo más complicados.
Por muy atractivas que nos resulten las ideas de vida después de la muerte, de paraísos, de almas inmortales, de rencarnaciones y de seres celestes que intervienen en nuestra vida diaria, éstas parecen tener muy pocas posibilidades dado los modelos y observaciones actuales. Esto supone un fuerte impacto en nuestras creencias y explicaría por qué la inmensa mayoría de la humanidad prefiere continuar adelante con sus credos, aun cuando la evidencia científica pareciera echarlas por tierra de manera lapidaria y definitiva.
Nuestro rasgo distintivo de otras inteligencias terrestres es que hemos logrado evolucionar de otra forma y hemos desarrollado la capacidad de imaginar y creer. Esta facultad nos ha permitido sobrevivir en las etapas tempranas. No es de extrañar que se abrace con fervor estas creencias de divinidad pues forman parte nuestro proceso creativo colectivo; han acompañado a la humanidad por miles de años y se encuentran grabadas en nuestro cerebro como uno de nuestros anhelos.
