Autor: Norwin Reyes, lector de Divino Placebo
La Tierra no es un planeta. ¡Es el planeta! Podría desbordarme en un sinnúmero de lisonjas, como si nunca hubiese vivido en otro planeta igual o mejor que éste. Pero… ciertamente jamás lo he hecho. No tengo –ni tenemos– elementos de comparación. De presumirlo, me estaría jactando de que el único cuerpo celeste conocido, habitable y benigno para la vida, es el mejor de todos los planetas habitables ¡que aún no conozco! ¿En qué universo un planeta en particular es el mejor de todos si desconocemos la inmensa mayoría del resto? Dirán algunos que el hecho contundente es que hasta ahora no se ha descubierto un planeta similar al nuestro, o al menos, habitado por alguna forma de vida, a lo que yo preguntaría: Muy bien, pero ¿cuántos planetas hemos explorado –al menos a la distancia- hasta ahora? ¿Cuántos hemos visitado? En la contabilidad planetaria, qué porcentaje se tiene registrado respecto al total? Después de responder a estas interrogantes, o al menos reflexionar un poco sobre ellas, ¿sigue valiendo la pena presumir de nuestro lugar especial y «único» en el espacio sideral?
Quizás en este preciso momento nos esté sosteniendo un enorme elefante llamado Horton, y la Tierra no sea más que en una diminuta partícula de polvo y agua, en comparación con el colosal paquidermo que nos pasea de un lado a otro por el universo. ¿Vivimos en el mundo de los Quién?

Horton y el mundo de los Quién
Bueno, ya sabemos que no nos carga ningún elefante (aunque al parecer algunos hindúes tenían sus dudas, pues creían que cuatro elefantes sostenían al mundo), pero lo que aún desconocemos es cuántos planetas del resto del universo pueden albergar alguna forma de vida inteligente, ya sea inferior, similar o, por qué no, superior a la humana. Vamos, ¡hagan sus apuestas! Hay mucha gente que le gusta probar suerte jugando a la lotería o yendo a malgastar el dinero que le sobra en algún casino. No se necesita grandes habilidades matemáticas ni aburridas clases de estadística y probabilidad para animarse. Si eres de los que no te «duele el codo» al apostarle al juego de la lotería, no debería ser difícil convencerte a ti mismo si existe o no alguna probabilidad de que haya vida en otros planetas fuera del Sistema Solar, fuera de la Vía Láctea, del Grupo Local de galaxias o incluso, si consideras nuestro universo como «muy pequeño» (si así lo crees, ¡no tienes ni la más mínima noción de sus dimensiones!), fuera de éste, es decir, en los «otros universos» existentes, según lo sugiere la teoría del Multiverso. Piensa un momento en la siguiente afirmación de los científicos: “Nuestro Sol es solamente uno entre unos cien mil millones de estrellas que existen únicamente en nuestra galaxia. Y ésta, a su vez, es una entre cientos de miles de millones de galaxias que -se estima- existen en el «universo». No crees que sería «un poquito» –por no decir absolutamente- soberbio de nuestra parte, como raza humana, creernos únicos y especiales en el universo, cual invitados de honor. Cuando se deja de leer la Biblia y se lee algo más, se comienza a sospechar que Dios no existía, que «estábamos solos». Pero cuando me topé con la astronomía, recapitulé y me dije «No. Realmente no creo que estemos solos», y no me estaba refiriendo a Dios.

Nuestro lugar en la Vía Láctea… y pensar que ni siquiera hemos aterrizado en nuestro planeta vecino más cercano.
En los albores de la humanidad, recurrir al poder y sabiduría de los dioses, o de alguno en particular, llenaba el vacío a muchas preguntas sin resolver, como ¿quién y por qué hizo todo lo que existe? El hombre, acostumbrado a que muchos eventos de la vida cotidiana le parecían cíclicos, como el día y la noche, erróneamente extrapoló ciertas experiencias a otras que no necesariamente seguían el mismo patrón. El hombre experimentaba el inicio y el fin de las cosas durante toda su vida. Su vida misma tenía un principio y un final, y así lo creyó respecto al mundo, al universo entero. Infirió que seguramente tuvo un inicio, que debió existir algún dios que lo creara todo. De otra forma, ¿cómo se explicaría la presencia de todo lo que le rodeaba? A los creyentes menos conservadores les gusta la teoría del Big Bang –promovida entre otros por el sacerdote George Lemaître en 1927– porque interpretan en ella la posibilidad de que Dios se cuele por una hendija y sea quien haya «detonado» ese evento. Pero ignoran que las observaciones que confirman el Big Bang no descartan la posibilidad de un universo anterior.
La prensa científica seria ha publicado varias hipótesis de la aparición natural del universo «a partir de la nada», elaboradas por científicos de primer nivel. Una de las teorías más importantes de las últimas décadas sugiere que el universo actual pudo aparecer a partir de otro universo anterior a través de un proceso que recibe el nombre de efecto túnel cuántico, o de las llamadas fluctuaciones cuánticas. Esto es plausible hasta ahora porque la física teórica indica que se puede aplicar la mecánica cuántica a ese estado previo al Big Bang, ya que se afirma que en ese instante, toda la materia y la energía estaban concentradas en un «punto» o partícula de escala subatómica, infinitamente densa y a millones de grados Celsius de temperatura. Sé que puede sonar un poco descabellado que algo surja “de la nada” (se ha comprobado que la nada absoluta no existe, todo «vacío» está experimentando múltiples sucesos cuánticos), y luego crezca a un ritmo tan acelerado (el concepto se llama inflación) que dé lugar a todo cuanto podemos observar actualmente en el cosmos, pero la física cuántica, desde su descubrimiento en el umbral del siglo XX por parte de la escuela científica de Copenhague, cada vez que ha sido puesta a prueba, ha demostrado concordancia con los resultados experimentales, a tal punto que quizás este mundo moderno en el que vivimos sería imposible sin sus importantes aplicaciones en la rama de la electrónica (diseño de transistores, microprocesadores y otros componentes electrónicos), la instrumentación médica (rayos láseres, rayos X, tomógrafos, etc.) e incluso, se ha determinado recientemente que muchos proceso tan vitales como la fotosíntesis en las plantas, puede ser explicado –y entendido a mayor profundidad– a través de un proceso cuántico.
Aunque hasta hoy es imposible «demostrar» que algunas de las teorías científicas describan con exactitud cómo surgió el universo, no pierden utilidad al ilustrar cómo falla cualquier argumento en favor de la existencia de Dios basada en esta laguna del conocimiento científico, puesto que es posible proponer mecanismos naturales verosímiles en el marco de los conocimientos existentes.
Esto último me recuerda la polémica teoría de cuerdas (o recientemente de «membranas») que predice la existencia de incluso ¡¡¡once dimensiones!!! Específicamente diez espaciales y una temporal. El sentido común humano inmediatamente nos interpela preguntándonos dónde están las otras siete dimensiones espaciales que hasta ahora nunca ¡nadie ha visto! Al parecer esas dimensiones adicionales aparentemente surgen de una necesidad en los cálculos, similar a lo que le ocurrió a Paul Dirac cuando descubrió «matemáticamente» la necesidad de que exista la antimateria.

La Teoría de Cuerdas: Todo un reto al sentido común, incluso para los científicos. (no se deprima si no la entiende a la primera, segunda, tercera,…vez)
Entre otros aspectos extraños de la teoría también se sugieren innumerables universos paralelos y otra serie de partículas nunca vistas ni medidas, por lo que sus detractores comentan con sarcasmo que «realmente se requiere tanta fe en creer en la teoría de cuerdas como la que se necesita para creer en un Dios Creador». Sin ánimos de justificar todo sobre la teoría de cuerdas, pienso que al menos estas “fantasías científicas” tienen muchísimo más potencial y credibilidad que cualquier superstición religiosa cimentada únicamente en la fe y en un libro anacrónico y obsoleto como la Biblia, y no omito señalar que en el campo científico, los resultados experimentales son discutidos y pasados por el filtro del debate público entre colegas que no se quedarán callados si detectan alguna falla en dichas teorías, a diferencia de la forma dogmática, autoritaria y oscura en que las religiones manejan sus «conocimientos» y «revelaciones divinas».
Pese a que la naturaleza exacta del origen del universo siga siendo una laguna del saber científico, de los conocimientos científicos actuales más fiables se deduce que no existe ningún Creador que dejase una huella cosmológica de creación deliberada. No se ve la mano de Dios por ningún lugar. Hasta ahora no hay pruebas de que el universo tuviera un origen, y en el caso remoto de que así se llegase a descubrir, nada sugiere que ese origen no haya podido producirse de manera natural. De todas las observaciones y estudios recopilados hasta hoy, nada ha provocado la suposición de que se pudieron haber violado las leyes de la naturaleza en algún momento del pasado. La cosmología no reporta ningún milagro.
Pero dejando de un lado a la ciencia, y pasando a un plano más cotidiano, cuando la mayoría de la gente contempla la grandeza del universo (en su dimensión, color, heterogeneidad, belleza, etc.), cae como «por gravedad» en la evidencia ineludible de que tiene que haber un Dios Creador. «La creación habla por sí misma de su Creador, y su Creador a través de su creación», podría parafrasearse. Sin embargo, a mí me ocurre totalmente lo contrario. A medida que más conozco sobre la formación y evolución de la Tierra, los planetas, las estrellas, galaxias, el universo mismo y sus impresionantes dimensiones, más claro y nítido es concluir que existe más de una razón para dudar de la existencia de algún posible Creador.

Cómo mirar hacia el cielo ”poblado” por millones de astros, y no sentirse maravillado y pequeño.
Cuando la gente alza su mirada al cielo, se maravilla de su majestuosidad, de su azul infinito, de esas alturas que parecieran no tener fin, cual asíntotas que jamás llegarán a abrazarse. Cuando la gente observa las nubes -tan irregulares, de una y mil formas- siempre está tratando de encontrar imágenes que le son familiares, al igual que hacían en su infancia, continúan buscando figuras humanas y de animales. En mis periplos de trabajo por las carreteras, solía acompañarme un colega bastante mayor que yo, y mientras conducía por la vía en algunas ocasiones me iba mostrando allá a lo lejos, entre colinas y montañas, la «tortuga», el «indio acostado» o «la silla». No eran más que masas rocosas con forma de lo que él y sus antepasados habían querido ver. Desde cuándo la Luna «es de queso»? Desde que se elaboró el primer queso blanco o desde que se descubrió que el satélite estaba lleno de oquedades?
Pareciera no haber descanso en esa costumbre permanente -y enfermiza- del ser humano de querer antropomorfizar todo. Desde sus inicios se vio tan frágil y solo en el mundo, que de alguna forma encontró en su entorno un parentesco y lo llamó la «madre tierra», la cual le alimentaba a través de los frutos y semillas de sus plantas, y posteriormente, en la carne de sus animales. Aquel primitivo se sintió agradecido y amparado por su «segunda madre», más rica y poderosa que la humana. Pero esa protectora no todo el tiempo estaba de buen humor. Sin saber por qué, a veces se encolerizaba haciendo temblar la tierra, otras veces lanzaba haces de luz que al chocar contra el suelo o los árboles provocaba llamaradas de fuego, o eructaba extensos ríos de lava fundida desde la «boca» de algún monte! Aquella «mamá» tenía su lado oscuro. Me pregunto qué sería más significativo en la mente de aquellos pueblos, la gratitud motivada por los alimentos que obtenían de todas las fuentes que la naturaleza les permitía, o el agradecimiento –y alivio– de que aún no los hubiera destruido en uno de sus múltiples episodios de ira.
Yo solía creer en un Dios Creador, y era tan fácil comprender que dado su poder infinito, la omnipotencia, Él no tendría ningún problema en haber creado en seis días (según la Biblia y la interpretación fundamentalista) todo lo observable, o al menos en haber fijado las leyes de la naturaleza en un momento dado y “echar la maquinaria a andar”, desde el inicio de los tiempos a través de todos los procesos y teorías que han ideado (o descubierto) los científicos. En esto último concibo cierta posición de carácter, simultáneamente, oportunista y parásita por parte de los creyentes que ya no interpretan al Génesis al pie de la letra (a fin de cuentas seis días son muy pocos, incluso para Dios), y que desde que los científicos empezaron a descubrir que el universo era muchísimo más antiguo y extenso de lo que sugería la Biblia, han aceptado a regañadientes algunos logros científicos, pero siempre argumentando que -aunque no haya manera de demostrarlo- Dios en su infinita bondad para con la humanidad, hizo posible todo el proceso que nos ha conducido hasta el día de hoy. Aquí vemos un avance notable y evidente por parte de la ciencia sobre el Dios Creador, cuyo papel protagónico pasó de “creador” o “ejecutor”, al de “permisor”. Acaso a nadie le resulta sospechoso saber que desde el nacimiento de la Iglesia Católica hasta Galileo, la Tierra como centro del universo era una verdad aceptada y defendida por el Alto Clero, ya que esta suposición era ad hoc al buen Dios que había creado todo en función y beneficio del hombre. Se supone que la infinita sabiduría de la «Sagrada Trinidad» –dizque tres cabezas piensan mejor que una– siempre cobijó la mente y el corazón de las autoridades eclesiásticas. Siendo así, por qué ese Dios permitió que se enseñara por parte de sus representantes en este mundo terrenal unos errores tan grandes como la creencia geocéntrica respecto al universo? Dirán los creyentes que la Biblia no es un libro de texto científico, muy bien, tienen razón –tarde lo reconocen– pero en el pasado era un pecado capital –incluso merecedor de la pena de muerte- si se ponía en duda una sola de sus palabras, sin distinción sobre temática cosmológica, moral, social, sexual o la que fuere. Si Dios estaba enterado de esta cosmovisión teológica tan popular y falsa, por qué no buscó alguna forma de comunicárselo a sus Doctores de la Iglesia para que la rectificaran. ¿Por qué el avance científico desmiente lo que durante siglos la religión ha presentado como verdadero? Dicen los «versados» de la Iglesia que Dios se va mostrando a los hombres a través del tiempo. Lo que a mí me parece es que el progreso cultural y el avance científico de la humanidad van «corrigiendo» los creencias equivocadas sobre el papel de Dios en muchos aspectos de la vida del hombre y en la historia misma del universo, van desvelando gradualmente todo lo que un día fue un misterio divino, y ya que la antropomorfización ha sido tan popular y aceptada por una mayoría, no debería hacérseles extraño si les digo que «Dios se está quedando sin trabajo».
Pregúntate, dichoso creyente, ese Dios ¿aún es creador, o nunca lo fue?
Dios creador: Un desempleado más

Pues… Honestamente… Si lo vemos desde el punto de vista del «Dios Creador» pues sí, hay desempleo porque lo creado ya se creó… Pero la teoría que se le hace a la inexistencia de Dios, en la cual unos hombres idiotas convirtieron la iglesia en una gran ramera totalitaria mientras la ciencia se renueva entre sí…, o por la estúpida razón de leer la biblia al pie de la letra cuando la verdad es que lo cuenta todo de una manera demasiado «metafórica» bueno, es más que eso, la teoría de las cuerdas nos hablan de todas esas dimensiones… los religiosos pensarán: «cielos e infiernos», pero no es eso, Dios existe pero no de la forma como lo han pintado. Eso y el comportamiento de los «padres de la iglesia» han causado el ateísmo en gran parte de la sociedad, pero no, la existencia de Dios es algo muy difícil de explicar. Yo, por lo menos, no soy capaz de hacerlo.
Cuando dices «Dios existe pero no de la forma en que lo han pintado» estás sugiriendo que conoces la «verdadera» forma en que ese ser existe, pero como lo más probable es que nunca podrás probar la existencia de algo inexistente, convenientemente escudas tu argumento en una frase tan trillada como «es algo muy difícil de explicar» (lo cual no explica nada), y desde luego, en una estratagema de falsa modestia finalizas confesando que «no eres capaz de hacerlo». No podrías haber acabado de otra manera.