En esta ocasión contamos con la participación de Javier Pedreño como colaborador. Este artículo está escrito por él, siendo el primer aporte de una serie que trata sobre «Ateímos y felicidad».
Soy español, de 55 años, nacido en Barcelona. Soy médico doctor en medicina, especialista en Neurología, Bioquímica y Patología Molecular. Ademas cursé la licenciatura de Biotecnología especializándome en Biología Molecular. A lo largo de mi vida profesional he sido profesor universitario en varias universidades nacionales y extranjeras, jefe de servicio de hospitales de la red nacional INSALUD e investigador-fundador de empresas biotecnologicas.
A lo largo de mi vida profesional he ido adquiriendo conocimientos en las áreas de la bioquímica, de la física clásica y de la cuántica y de biología ademas naturalmente de la neurología, todo ello me ha conducido como científico irremediablemente a ser un reduccionista extremo y naturalmente como no puede ser de otra forma a ser un absoluto e incorregible libre pensador termino que me encanta por su amplitud (no me gusta la palabra tan limitada de ateo)
En los últimos años he empezado una faceta nueva que es la de escritor de ensayos y novelas así como conferenciante. En la actualidad estoy con dos proyectos literarios, un ensayo sobre ateísmo y felicidad y una novela de ficción sobre la evolución del ser humano.
Me permito publicar en el blog el ensayo sobre «Ateísmo y felicidad», es la base de las conferencias que estoy impartiendo sobre mi teoría del Tuilismo (Teoría del Todo en Esperanto).
Me encantaría colaborar con un blog de las características de Divino Placebo, un blog sencillo, sin pretensiones y que tan solo busca brindar la oportunidad a libre pensadores para que puedan seguir «pensando».
¿Podemos preguntarnos de donde venimos, hacia donde vamos y para qué tenemos que ir, sin miedo a ser infelices por no creer en un dios?- Javier Pedreño
Durante miles de años la fe en los distintos dioses y religiones ha mantenido al ser humano en un tenebroso y oscuro refugio intelectual, a cambio, siempre que se ha preguntado de donde venia, hacia donde iba y para qué tenía que ir, ha sentido una profunda y anestesiante felicidad.
Por el contrario, la falta de fe siempre se ha asociado a infelicidad y desesperación. Aún hoy en día, hay muchos que se siguen preguntando cómo los no creyentes pueden llegar a ser personas felices, éticas y morales.
Por tanto, el título del presente artículo está justificado, es decir no solo podemos preguntarnos de donde venimos, hacia donde vamos y para qué tenemos que ir, sin miedo a ser infelices por no creer en un dios, sino que obligatoriamente, tenemos que hacerlo.
Uno de los pilares fundamentales del método científico es sin lugar a dudas, el saber plantear preguntas relevantes. Los porqués y paraqués son adverbios de interrogación que si no acompañan a preguntas relevantes, jamás deberían ser utilizados en ciencia. La calidad de un investigador no solo se basa en su capacidad de observación o en su destreza para la experimentación, el plantear correctamente las preguntas relevantes, desempeña un papel crítico.
El conocimiento que poco a poco estamos adquiriendo de cómo funciona el mundo que nos rodea, está permitiendo al Homo Sapiens alejarse del tenebroso y oscuro refugio intelectual de las religiones y lo está conduciendo a través de un angosto camino, hacia la luz de la verdad científica, es decir no hacia la verdad ideológica, sino hacia la verdad refutable.
El primer paso decidido y con fuerza, fue dado hace 2639 años en la Grecia Jónica por el que es considerado el padre de la ciencia, Tales de Mileto. Aún hoy día, sus palabras nos resuenan con fuerza:
Del día de hoy en adelante, las explicaciones y teorías relativas a la manera en el que el mundo funciona, se basarán estrictamente en argumentos lógicos. Ni una superstición más. Que no se invoque más a Atenea, Zeus , Hércules o Ra.
Antes de introducirnos en el debate de las tres preguntas del presente artículo, tenemos que analizar que es lo que subyace debajo de tres conceptos muy arraigados en nuestra forma de pensar. Estos tres conceptos son los cimientos donde se sustentan las columnas del pensamiento de los creyentes y justifican el porqué el ser humano siempre ha necesitado creer en dioses y religiones.
El primero, es la idea que los seres humanos somos seres excepcionales y únicos. La gran mayoría de las personas cree que el ser humano merece estar en el lugar jerárquico que ocupa, es decir el centro del universo. Esta visión se basa en sus propiedades y características mentales. Los seres humanos son diferentes a cualquier otro ser vivo y su inteligencia y capacidad creativa inhabilita cualquier comparación. Los ejemplos de los grandes genios de la humanidad, como los pintores, los músicos, los científicos y los escritores, son constantemente utilizados para acreditar su carácter excepcional.
El segundo, se basa en la existencia de que todas las cosas materiales son finitas, es decir que tienen un origen y un final. Es lo que se conoce como pensamiento lineal de la materia. Este tipo de pensamiento postula que todo lo material es creado y es perecedero, que nada sobrevive al tiempo y que tarde o temprano desaparecerá. Por este tipo de pensamiento, a los seres humanos se les hace muy difícil concebir un mundo material que no esté gobernado por la existencia de un principio y un final. El ser humano está acostumbrado a pensar en términos de caducidad y su realidad cotidiana le ofrece permanentemente pruebas de ello. La muerte, es el exponente máximo del carácter perecedero de las cosas y recuerda que nada ni nadie, puede sobrevivir al tiempo.
Y el tercer concepto es la idea que los seres humanos están formados no solo por materia perecedera, sino por algo más que no es material y que no desaparecerá nunca. El ser humano acepta la idea de que su cuerpo es un envoltorio material y por tanto perecedero, pero también cree que en su interior tiene algo que es inmaterial y en consecuencia, inmortal. A lo largo de todas las civilizaciones, el ser humano ha recurrido al concepto inmaterial e inmortal del alma o espíritu, más recientemente amparándose en conceptos pseudocientíficos, le ha dado otros nombres, como el de consciencia, mente o humanidad. Para nuestra especie se trata de una cuestión de fe, asociada o no a diferentes religiones, creencias o incluso necesidades ideológicas. A lo largo de los 40.000 años de la existencia como especie, el ser humano se ha resistido a aceptar la idea de la muerte. Nunca ha podido entender que tanta belleza, tanto amor, tanta capacidad creativa y tanta inteligencia pudiesen desaparecer sin más al llegar su ultimo aliento de vida. El alma, el espíritu, la consciencia o la mente inmortal, han jugado y están jugando un papel clave en la idea de continuidad atemporal del ser humano.
En el origen de estos conceptos se encuentra lo que llamamos “pensamiento antropocéntrico”, es decir el pensamiento que tiene como fundamento ideológico el que todo gira alrededor del ser humano, el cual es único, especial, formado por una parte inmaterial que es inmortal y que da sentido a su existencia.
En la escala de valores del pensamiento antropocéntrico solo están el ser humano y sus necesidades, no hay lugar para ningún otro ser. El pensamiento antropocéntrico define claramente como inferiores a todos los seres animados e inanimados del universo, postulando que el ser humano se encuentra en un nivel superior a todos ellos, siendo el único ser que posee un carácter excepcional y un alma o espíritu que transciende al hecho material de su muerte.
El pensamiento antropocéntrico condujo hacia el llamado principio antrópico y posteriormente al movimiento del diseño inteligente, que como es bien sabido, postula que el diseño y orden del universo se debe a una inteligencia superior. El principio antrópico en sus versiones débil y fuerte tratan de ser explicaciones humanizadas del universo observable. El universo es como es, porque existen seres humanos que se preguntan por qué es así. Establece que cualquier teoría valida sobre el universo tiene que ser consistente con la existencia del ser humano y postula que los valores de las constantes físicas universales están de hecho restringidos a aquellos que permiten la existencia de la especie humana.
Tenemos que aceptar que el pensamiento antropocéntrico y el principio antrópico están muy arraigados entre nosotros. Un altísimo porcentaje de seres humanos cree que son seres excepcionales, únicos, que tienen un papel relevante y que no pueden ser comparados con ningún otro ser vivo.
También un altísimo porcentaje cree que el pensamiento lineal es correcto, es decir que todo tiene un principio y un final y una inmensa mayoría cree también, que los seres humanos tienen un alma, espíritu, consciencia o mente que es inmaterial y que por tanto transciende al hecho material de su muerte.
Si bien el ser humano ha sido considerado el pináculo del universo a través del pensamiento antropocéntrico y el principio antrópico, es incuestionable que poco a poco ha ido perdiendo protagonismo. Primero fue Anaximandro (610-546 a.c.) quien adelantándose en casi 2.500 años a Darwin (1809-1882) postuló por primera vez los fundamentos de la teoría de la evolución, afirmando que el hombre evolucionó a partir de animales inferiores, es decir el sabio griego fue el primer científico que arrebato la condición de excepcionalidad al ser humano y lo devolvió al mundo animal. Después fue Copérnico (1473-1543) quien le desterró del centro del universo, la Tierra y con ella, el ser humano ya no tuvieron nunca más la posición central que durante siglos habían usurpado. Posteriormente Galileo (1564-1642) haciendo uso del primer telescopio pudo confirmar lo que Demócrito (460-370 a.c.) veinte siglos antes, predijo con exactitud y que no era otra cosa que nuestro sistema solar no ocupaba más que un insignificante lugar en la Vía Láctea.
Hoy en día sabemos que la Vía Láctea es una pequeña galaxia de apenas 100.000 años luz de diámetro, es decir de un poco más de 1 trillón de kilómetros y que además de la Tierra, contiene otros 300.000 millones de estrellas. Lo que hoy conocemos como universo observable sabemos que tiene un diámetro de 10.000 millones años luz, es decir de 1.000 trillones de kilómetros, lo que nos confirma que el límite del universo observable es de 1026 m (un 1 seguido de 26 ceros, es decir 100 billones de billones de metros). La ciencia nos ha confirmado que en este espacio casi infinito existen más de 100.000 millones de galaxias cada una con 100.000 millones de estrellas y 100.000 millones de planetas.
Ante esta inmensidad, día a día la ciencia nos ha ido aportando cada vez más evidencias que hacen cuestionar la validez del pensamiento antropocéntrico y del principio antrópico y en consecuencia de la excepcionalidad del ser humano. Como se verá a lo largo de este ensayo, ya no quedan apenas dudas respecto a su invalidez. Definitivamente, tanto el pensamiento como su principio han quedando relegados a simples argumentos tautológicos.
Las palabras del Profesor Bertrand Russell claramente definen el final de ambos.
Así, en líneas generales, pero aún más carente de propósito, más vacío de significado, es el mundo que la Ciencia presenta para que creamos en él. En medio de semejante mundo han de encontrar nuestros ideales de aquí en adelante su hogar, si es que han de encontrarlo en algún lugar. Que el hombre es el producto de causas que no preveían lo que iban a lograr; que su origen, su maduración, sus esperanzas y sus miedos, sus amores y sus creencias, no son sino el resultado de ordenaciones accidentales de los átomos; que no hay ardor, heroísmo, intensidad de pensamiento y sentimiento que puedan preservar una vida individual más allá de la tumba; que los trabajos de todas las edades, toda la devoción, todas las inspiraciones, toda la brillantez cenital del genio humano, están destinados a la extinción en la vasta muerte del sistema solar; y que el templo entero de los logros del Hombre debe inevitablemente quedar enterrado bajo los restos de un universo en ruinas: todo esto, si bien no está por completo más allá de disputa, es sin embargo casi tan seguro, que ninguna filosofía que lo rechace pueda tener esperanzas de mantenerse en pie. Sólo con el armazón de esas verdades, sólo con el firme fundamento de una desesperanza obstinada, podrá en adelante construirse sin riesgo la morada del alma. Breve e impotente es la vida del Hombre, sobre él y toda su raza la lenta, segura condenación cae sin piedad y oscura…
Bertrand Russell nos habló del mundo que la ciencia nos presenta, un mundo vacío de significado, carente de propósito, un mundo que nos conducirá inexorablemente a una desesperanza obstinada que deberemos aceptar para construir en él la morada de nuestra dañada alma. No obstante, no podemos compartir las palabras del gran profesor. El ser humano desde sus inicios, hace mas de 40.000 años, ha vivido en la oscuridad de una lúgubre habitación amedrentado por el ruido ensordecedor de cientos de espíritus, dioses, religiones e ideologías. Durante este largo periodo, ha tenido que adaptar todos sus sentidos a esa negra y desoladora oscuridad.
La ciencia, lejos de aumentar su angustia, de robarle su propósito, de conducirle hacia una desesperanza obstinada, le está permitiendo moverse a través de la oscuridad de esa sobrecogedora habitación. Después de desplazarse completamente a ciegas durante miles de años, al fin, el ser humano ha podido descubrir la existencia de una pequeña puerta en esa tenebrosa habitación. Por primera vez, al abrir esta puerta, el ser humano ha podido observar la intensidad de la luz que le rodeaba. Inevitablemente, tantos años de oscuridad han dañando sus maltrechos ojos y la luz le está haciendo daño. Pero contrariamente a las palabras del emérito profesor, la ciencia lejos de robar nuestro propósito y de ofrecernos un mundo vacío, nos esta llevando hacia la luz y aunque nos haga daño su intensidad, sabemos que solo el conocimiento nos permitirá salir de la oscura habitación en la que hemos estado viviendo desde nuestro nacimiento como especie y solo a través de la ciencia, la desesperanza obstinada podrá ser transformada en certidumbre y felicidad.
Ya estamos preparados para empezar a discutir sobre los tres conceptos arraigados en nuestra forma de pensar. Es decir sobre la excepcionalidad del ser humano, sobre el pensamiento lineal de lo material y sobre la condición inmaterial del alma. En este primer artículo hablaremos del primer concepto y en posteriores artículos debatiremos sobre el resto.
Reduccionismo Ontológico: ¿El ser humano es un ser excepcional y único?
El reduccionismo ontológico también llamado radical o extremo es aquel que postula que los organismos vivos y no vivos no son más que agregados de sustancias químicas y las sustancias químicas no son más que átomos físicos. Estas ideas fueron postuladas por primera vez hace 2474 años por el gran Demócrito de Abdera.
La materia está formada por átomos en continuo movimiento en el espacio vacío. El alma es material y por tanto está hecha de átomos.
El reduccionismo es una herramienta importantísima en ciencia gozando de total apoyo por los científicos, pero como no podía ser de otra forma, no es aceptado por ningún credo religioso que cree que en el paso de lo microscópico a lo macroscópico, el ser humano adquiere su alma y en consecuencia, el carácter excepcional.
Todavía el reduccionismo ontológico no ha aportado los datos definitivos y esto es debido a las dificultades que existen para relacionar el mundo microscópico con el macroscópico. El ser humano no ha podido todavía entender las leyes que gobiernan este complejo tránsito bioquímico a través de esos dos mundos.
Pero, de la misma forma que el mundo macroscópico puede ser explicado por la física clásica determinista de Newton y el mundo microscópico por la física cuántica probabilística y todavía nos falta una teoría unificadora global para poder explicar como interaccionan ambos, lo mismo nos sucede cuando pretendemos explicar un ser humano macroscópico a partir de sus células, moléculas y átomos. Nos falta por tanto todavía una teoría para entender como el reduccionismo ontológico microscópico y el holismo macroscópico convergen en una sola teoría unificadora global. En los próximos años, sin duda se alcanzará el conocimiento de la Teoría Unificadora Global que explicará las leyes físicas universales que la gobiernan.
No obstante, la ciencia nos está aportado día a día, muchísimos datos al respecto y cada vez estamos más cerca de entender que leyes gobiernan el mundo microscópico y en consecuencia, nos estamos acercando a conocer su relación con el macroscópico.
Actualmente sabemos como se organizan los miles y miles de millones de átomos desde un punto de vista bioquímico para formar sistemas complejos que convergen en distintas formas de vida. A través de una ordenada secuencia de niveles organizativos de complejidad creciente, los átomos interaccionan entre sí y se organizan desde su nivel más básico, el atómico, hasta su nivel más elevado, la vida. Todos los seres vivos tienen la misma secuencia de organización, independientemente si hablamos de un vegetal o de un animal, incluido naturalmente, el ser humano. De una forma simple la secuencia de niveles organizativos es la siguiente:
- Los átomos de los distintos elementos químicos interaccionan para formar las moléculas.
- Las moléculas se unen para formar las macromoléculas y grandes complejos supramoleculares.
- Las macromoléculas y grandes complejos se unen para formar pequeñas y grandes estructuras celulares
- Las estructuras celulares se ensamblan para formar células independientes
- Las células independientes se unen y se organizan para formar los diferentes tejidos
- Los tejidos se organizan y se especializan para formar los órganos
- Los órganos trabajan coordinadamente para formar los sistemas
- Los sistemas interaccionan y se regulan mutuamente a través de un entramado de señales bioquímicas.
- Y finalmente, el correcto engranaje y funcionamiento de los sistemas permite al organismo actuar autónomamente y que surja la vida a partir de la organización de moléculas inertes.
Pero, ¿por qué se necesitan tantos miles y miles de millones de átomos para generar sistemas complejos que convergen en lo que llamamos vida?, es decir ¿por qué el mundo microscópico requiere de la participación de tantos átomos y el mundo macroscópico, solo requiere de un ente?
Lord Kelvin a mediados del siglo XIX lo expresó de la siguiente forma:
Supongamos que pudiéramos marcar radiactivamente todas las moléculas de un vaso de agua y que vertiésemos su contenido en el océano y agitásemos el mar de forma que las moléculas marcadas se distribuyesen uniformemente por los siete mares; si después llenásemos un vaso de agua en cualquier parte del océano, encontraríamos en él, alrededor de un centenar de moléculas marcadas.
Todos los átomos siguen continuamente un movimiento térmico caótico, es lo que se conoce como entropía de un sistema y está regido por la primera ley de la termodinámica. La entropía hace imposible que los acontecimientos que tienen lugar entre un reducido número de átomos puedan ser unificados en unas leyes comprensibles, por tanto se tiende al desorden y el caos, que es mucho más sencillo mantener, pues no se necesita energía para conseguirlo. Por el contrario el orden de un sistema al que llamamos entalpía, si que requiere energía y cuesta mucho mantenerlo.
Solo a partir de la cooperación de un número enorme de átomos las leyes estadísticas empiezan a ser aplicables, controlando el comportamiento de estos conjuntos con una precisión que aumenta en la medida que aumenta la cantidad de átomos que intervienen en el proceso. Así es como los acontecimientos toman un aspecto ordenado, es decir disminuye la entropía del sistema y aumenta su entalpía.
Todas las leyes físicas y químicas que desempeñan un papel importante en la vida de los organismos son de tipo estadístico, es decir que requieren de una inmensa cantidad de átomos para ser precisas y exactas. Por tanto un organismo debe tener una estructura comparativamente grande para poder beneficiarse de leyes físicas relativamente exactas, tanto para su funcionamiento interior como para sus relaciones con el mundo externo. Sin embargo, las leyes físicas que gobiernan a los organismos macroscópicos no sirven para los niveles microscópicos y viceversa.
Es evidente que las distintas formas de vida para poder ser viables, deberán alcanzar un nivel de complejidad elevadísimo y tendrán que estar formadas por miles de miles de millones de átomos, solo así se garantizará el cumplimiento preciso y exacto de las leyes físicas universales a un nivel macroscópico. Por tanto el ascenso desde el nivel atómico simple al nivel complejo de sistemas organizados, es condición “sine qua non” para que aparezcan los sistemas altamente organizados, de entre los cuales destaca uno al que llamamos vida. Por tanto, la vida tal y como se entiende desde un punto de vista bioquímico, cuando se dan las circunstancias apropiadas, es decir cuando se encuentran todos los sillares estructurales necesarios en un determinado sistema, es un proceso complejo pero para nada especial, tan solo es la consecuencia de la primera ley de la termodinámica aplicada en ese sistema complejo.
Por tanto desde un punto de vista bioquímico, se nos abre un panorama excitante. Actualmente sabemos que todas las células están constituidas por un conjunto bien definido de elementos químicos y de moléculas básicas, llamadas “sillares estructurales” y que conocemos con el nombre de hidratos de carbono, lípidos y proteínas. Todos los elementos químicos y los sillares estructurales están formados mayoritariamente por cuatro tipos diferentes de átomos, es decir oxígeno, carbono, hidrógeno y nitrógeno y minoritariamente por algunos otros como calcio, hierro, zinc y fósforo. Pero lo más importante es que todos los átomos obligatoriamente, deben ser aportados por la alimentación. Las células a partir de los átomos sintetizan los sillares estructurales renovando diariamente todos sus componentes, mediante un proceso al que denominamos “renovación bioquímica”. Este proceso en algunos casos es muy rápido para determinadas moléculas pero para otras, puede durar días, semanas o incluso meses. Mediante este complicado proceso, nuestro cuerpo está siendo renovado permanentemente. De tal forma que desde el momento del nacimiento hasta el día de la muerte, las moléculas de nuestro cuerpo se habrán renovado completamente miles de veces. Ni una sola célula y ni un solo componente de nuestras células, perdura a lo largo de toda nuestra vida, todas nuestras moléculas son reemplazadas una y otra vez, en un proceso continuo que se mantendrá hasta el último segundo de nuestra existencia. La bioquímica siempre se abre camino a través de la naturaleza, buscando la forma de organizarse y construir de nuevo sistemas complejos organizados, es decir vida a partir de la muerte. Por tanto, el ciclo de la vida y de la muerte está perfectamente sincronizado y actúa a través del proceso de la renovación bioquímica.
Pero, ¿cómo funciona este proceso?. Cuando ingerimos un vegetal por ejemplo, lo que estamos ingiriendo es un conjunto de moléculas (constituidas mayoritariamente por los cuatro átomos principales), que se han formado a partir de una semilla que recibió la acción de la luz, el agua de la lluvia y los minerales y nutrientes del suelo a partir de los microorganismos presentes en él. Cada átomo de hidrógeno, de carbono, de nitrógeno , de oxígeno o de cualquier otro elemento que forme parte del vegetal que ingerimos, será incorporado a nuestro organismo como un nuevo elemento o una nueva molécula básica, que a su vez se organizará siguiendo el esquema anteriormente citado para acabar formando células completamente renovadas. En este proceso nada se desaprovechará, todo se reciclará. Si marcásemos radiactivamente un elemento químico y pudiéramos seguir toda su vida metabólica, veríamos que estaría presente en cientos y cientos de diferentes especies de seres vivos, yendo y viniendo de una a otra sin cesar. Seríamos incapaces de definir con exactitud si el elemento químico en cuestión, es de una planta, de un ratón o de un ser humano, tan solo podríamos decir que en un determinado momento, el citado elemento pertenece a una planta, a un ratón o a un ser humano. Por tanto, a partir del concepto de la renovación bioquímica, podemos preguntarnos :
– ¿De donde proceden los átomos que tenemos en nuestro cuerpo?
– ¿Son los átomos de nuestras células, realmente nuestros?
– ¿En que se diferencian nuestros átomos del resto de los átomos de los seres vivos y no vivos?
– ¿Cual es el destino de nuestros átomos cuando fallecemos?
El ser humano, como cualquier otro ser vivo, sufre también el proceso de renovación bioquímica. Es por tanto más que evidente que el origen de nuestros átomos es cósmico, que no son propiedad nuestra, no se diferencian de los átomos del resto de los seres vivos y no vivos y que su destino viene marcado por el proceso de renovación bioquímica.
¿Cómo nos afecta el proceso de renovación bioquímica a los seres humanos?
Al morir nuestro cuerpo entra en un rápido proceso de degradación mediado por los miles y miles de millones de microorganismos presentes en nuestro interior y en el suelo donde hemos sido enterrados. Esos microorganismos ingieren y absorben todas las moléculas de nuestro cuerpo sin vida y las incorporan a sus células como nuevas moléculas. Es decir, nuestros átomos de hidrógeno, carbono, oxigeno, nitrógeno y nuestras vitaminas y oligoelementos pasarán a ser “propiedad” de los microorganismos. Estos microorganismos podrán entrar en la cadena alimenticia y servir de alimento a otros seres vivos que a su vez lo podrán ser a otros que finalmente, podrán fertilizar a mucha distancia los suelos y aportar al pasto sus moléculas y átomos. Es evidente que algunos de los cuales podrían ser átomos que estaban presentes en nuestras células. Estos pastos conteniendo parte de nuestros átomos podrán servir de alimento a las vacas que pacerán en él y en consecuencia podrán incorporarse a las moléculas de ellas. La carne de las vacas formada a partir de estos pastos, por ejemplo 12 meses después de nuestra muerte, podría ser servida en algún restaurante al cual podrían ir a pasar una agradable velada, nuestra propia familia. Con el proceso de renovación bioquímica de mis moléculas es posible que parte de mis átomos a través de un largo y apasionado viaje bioquímico, puedan algún día después de mi muerte, formar parte de las moléculas de incluso mis propios hijos y nietos. Sin duda, es un bello futuro, si pudiera asegurarlo, en este mismo instante firmaría el contrato que garantizase que mis moléculas, algún día formen parte de mis hijos o de mis nietos. Mientras tanto, me consuelo pensando que es posible que en mi interior pudieron existir en algún momento, átomos de mis padres, es hermoso pensarlo y me reconforta, pero sobre todo, me emociona.
En resumen, el proceso de renovación bioquímica nos permite a todos los seres vivos disponer temporalmente de un envoltorio al que llamamos cuerpo, pero que cuando fallecemos, todos, sin excepción, tendremos que retornarlo para ser de nuevo reciclado y reutilizado por otros seres vivos y no vivos. Por tanto, todos somos simplemente pasajeros de un maravilloso y apasionante viaje bioquímico que nos transporta a través del ciclo de la vida y de la muerte.
Mientras mantengamos las condiciones actuales en nuestro planeta, es evidente que no nos faltarán elementos químicos ni sillares estructurales para mantener nuestros envoltorios y seguir así, participando en el ciclo de la vida y de la muerte, sin embargo, si alteramos significativamente las condiciones de nuestro hermoso planeta, no podemos concretar cuanto tiempo permaneceremos en este apasionante viaje.
Comparado con la complejidad del proceso de renovación bioquímica, el nivel atómico se ha generado a partir de un proceso físico sorprendentemente simple. Hoy en día sabemos que los miles y miles de moléculas diferentes presentes en el universo observable, se han formado a partir de tan solo 90 átomos distintos y cada uno de estos se ha originado a partir de la fusión de tan solo tres componentes diferentes, los protones y los neutrones del núcleo atómico y los electrones de la corteza electrónica. Recientemente, a partir de los experimentos con los aceleradores de partículas, sabemos que los protones y los neutrones del núcleo atómico no son los ladrillos básicos, ambos en su interior están constituidos por la combinación de dos partículas elementales que si parecen ser los auténticos ladrillos básicos de la materia observable y que el excéntrico Profesor Murray Gell-Man, premio Nóbel de Física en 1969 les dio el nombre de quarks.
Desde el exterior de un átomo, cuando observamos la materia del universo observable a un nivel macroscópico, la percibimos como sólida y densa. Sin embargo, cuando nos introducimos en su mundo microscópico vemos que los átomos se encuentran casi completamente vacíos. Tal y como hemos mencionado, en el interior de los átomos, los protones se encuentran unidos estrechamente a los neutrones y ambos se condensan para formar los núcleos atómicos y en la periferia muy alejados del denso núcleo, se ubican los electrones.
Entre el núcleo y los electrones hay un espacio inmenso y está completamente vacío. Para entender como es este inmenso espacio vacío podemos utilizar el ejemplo del guisante y del campo de fútbol. Si consideramos el tamaño de un núcleo de un átomo como el de un guisante y lo ubicamos en el centro de un campo de fútbol, los electrones se localizarían a una distancia superior a 20.000 veces el tamaño del guisante, es decir en las porterías, en los corner y en las líneas que delimitan los límites del campo de fútbol. Por tanto, la materia del universo observable a nivel microscópico, está casi vacía, aunque a nivel macroscópico se nos muestre como sólida y densa. Desde el exterior de un protón o un neutrón, también los percibimos como objetos coherentes sin embargo, sus constituyentes los quarks, están moviéndose continuamente en un espacio inmenso y también casi completamente vacío.
La sencillez del proceso de la génesis física de la materia es abrumadora y lo podemos resumir con la siguiente frase:
Toda la materia de nuestro universo observable por compleja y densa que nos parezca, es solo una sencilla combinación de quarks y electrones en continuo movimiento confinados en un inmenso vacío.
En resumen, no podemos concluir de otra forma y solo existe una respuesta a la pregunta si los seres humanos son seres excepcionales y únicos. Indefectiblemente la respuesta tiene que ser no, el ser humano está constituido por la misma materia que conforma todo universo observable y a través del proceso de renovación bioquímica, como cualquier ser vivo y no vivo, también participa en el ciclo de la vida y de la muerte.
Nada de lo que llamamos cuerpo, es nuestro, tan solo permanecerá temporalmente en nosotros dándonos una forma provisional, es decir un envoltorio, y nos guste o no, tarde o temprano, lo tendremos que devolver.
Somos solo un actor más de la gran obra del teatro cósmico, en la que todos los personajes interaccionan entre sí, y ni tan siquiera, los seres humanos somos un actor importante, ese papel lo ejercen otros, pero esto, lo explicaremos más adelante en otros capítulos.

¡Claro que lo he leído! Dos veces… Y no me ofende en absoluto. La verdad es que me encanta. El autor es librepensador. Yo también. Así que a modo de comentario propongo algunas líneas de un ensayo mío depositado en la «Mesa del Editor», un lugar del que probablemente no saldrá nunca, lo que me dejá aséptico ya que acabo de cumplir 90 años.
«A Luis Bruñel (1900-1983) le aburrían los ateos porque siempre estaban hablando de Dios. No se había dado cuenta de que ni siquiera hacía falta que estuvieran hablando, porque a Dios lo tenían en negativo en la palabra «ateo». Yo digo a mis amigos que si soy librepensador, y no ateo, es para no tener que utilizar un término que lleva incluido la palabra que molestaba a Bruñel y a mí no me gusta. Suele ocurrir, aunque no muy a menudo, que alguien no se conforme con mi afirmación o no la tome en serio. Entonces, si tengo ganas de bromear y me queda tiempo, le digo que prefiero ser encasillado como librepensadores para así diferenciarme de las otras personas, puesto que todos, creyentes, agnósticos y escépticos, nos guste o no somos ateos. Como mi interlocutor no lo entiende, se lo explico:
-La palabra «ateo» no signica «sin religión» y tampoco «no creyente». Significa literalmente «sin Dios» o «sin dioses», del mismo modo que «áptero» significa «sin alas» y´»ápodo», «sin patas». ¿Y quién puede jactarse (sin mentir) de haber visto a Dios y de ser capaz de describirlo? Haga lo que que haga, diga lo que diga y aunque se pase todo el día rezando, el creyente se quedará sin Dios. Será ateo por defecto.
La religión se encarga de alienar a la gente de una manera magistral, hay que aceptarlo. Solo cuando entramos al mundo de la incredulidad, por la observación del mundo natural, del pensamiento crítico y de la razón basada en evidencias, nos damos cuenta de lo absurdos y falaces que han sido sus postulados al manipular las mentes de los individuos. La gente creyente se maravilla de la perfección del cuerpo humano(máxima obra del divino hacedor), cuando en realidad somos tremendamente limitados, llenos de imperfecciones comparados con otras especies: tullidos, ante cualquiera de los simios; paralíticos enfrentados a cualquier felino, cánido, antílope, ave rapaz o escualo; debiluchos, damos lástima frente a una hormiga o a un escarabajo.
Y lo peor: somos llenos de defectos, de taras que se heredan, y adicionalmente, depredadores como ningún otro ser viviente, contaminantes, destructores del hábitat, egoístas, malvados y capaces de matar a la madre por dinero, por odio, por amor o por venganza. Solo el género humano hace cosas de tal monstruosidad.
En resumen, somos demasiado caros para lo que hacemos, como un Ferrari de millón de dólares que solo acelerara a 50 km/hora.
Como podrán concluir, estamos lejos, a años luz de alcanzar eso que los ingenuos e incautos y crédulos consideran la perfección del creador. Y ya no lo logramos, pues el mundo está condenado a desaparecer en 400 años…